Выбрать главу

Sacudió la cabeza y prosiguió:

– Arruruz y alcanfor. Arruruz y besamí. Arruruz y saltina. El arruruz no es un buen paliativo. Solo sirve para canalizar algún otro elemento que sí funcione.

Fui a protestar, pero paseé la mirada por la casa y me fijé en su ejemplar de la Heroborica, cubierto de anotaciones. Decidí callarme.

Nana vertió agua caliente de la tetera en las dos tazas.

– Siéntate un rato -dijo-. Pareces a punto de desmoronarte.

Miré anhelante la silla.

– No sé, creo que debo volver -dije.

– Tienes tiempo de tomarte una taza -insistió ella; me cogió del brazo con firmeza y me sentó en la silla-. Y de comer algo. Estás pálido como un hueso seco, y yo tengo un trozo de pudin que no tiene nadie que se lo lleve a su casa.

Traté de recordar si había comido. Recordaba haber dado de comer a las chicas…

– No quisiera causarle más problemas -dije-. Ya le he dado más trabajo.

– Ya iba siendo hora de que alguien le rompiera el brazo a ese chico -dijo ella con naturalidad-. Tiene una boca que es un peligro. -Me acercó una de las tazas de madera-. Bébete eso, voy a traerte un poco de pudin.

El vaho que ascendía de la taza olía maravillosamente.

– ¿Qué lleva? -pregunté.

– Escaramujo. Y un poco de licor de manzana que destilo yo misma. -Compuso una amplia sonrisa que le arrugó las comisuras de los ojos-. Si quieres, puedo añadirle un poco de arruruz.

Sonreí y di un sorbo. El calor de la infusión se extendió por mi pecho, y noté que me relajaba un poco. Y eso me extrañó, porque no había notado que estuviera tenso.

Nana fue de aquí para allá antes de poner dos platos en la mesa y sentarse en una silla.

– ¿Es verdad que mataste a esa gente? -me preguntó a bocajarro. Su voz estaba desprovista de toda acusación. Solo era una pregunta.

Asentí con la cabeza.

– Supongo que habría sido mejor que no se lo hubieras dicho a nadie -continuó-. Habrá jaleo. Querrán celebrar un juicio y traerán al azzie de Temsford.

– No se lo he dicho yo -repuse-. Ha sido Krin. -Ah.

La conversación se estancó. Apuré mi taza, pero cuando intenté dejarla encima de la mesa, me temblaban tanto las manos que golpeó con fuerza la madera, como un visitante impaciente que llama a la puerta.

Nana bebió con calma de su taza.

– No me gusta hablar de eso -dije por fin-. No ha sido nada bueno.

– Habrá quien piense así -repuso ella con dulzura-. Yo creo que has hecho lo que debías.

Sus palabras me produjeron un dolor repentino y abrasador detrás de los ojos, como si fuera a romper a llorar.

– Yo no estoy tan seguro -dije, y mi propia voz me sonó extraña. Las manos me temblaban aún más.

A Nana no pareció sorprenderle.

– Llevas un par de días sin parar ni un momento, ¿verdad? -Su tono de voz dejaba claro que no era una pregunta-. Se nota. Has estado muy ocupado. Cuidando a las chicas. Sin dormir. Seguramente sin comer mucho. -Cogió el plato y me lo acercó-. Tómate el pudín. Ingerir algo te sentará bien.

Me comí el pudin. Cuando iba por la mitad, empecé a llorar y me atraganté un poco.

Nana me rellenó la taza de infusión y le añadió otro chorrito de licor.

– Bébete eso -repitió.

Di un sorbo. No me había propuesto decir nada, pero de todas formas me sorprendí hablando.

– Me parece que hay algo en mí que no funciona -dije en voz baja-. Una persona normal no hace las cosas que hago yo. Una persona normal nunca mataría así.

– Es posible -admitió Nana bebiendo su infusión-. Pero ¿qué pensarías si te dijera que la pierna de Bil se había puesto verde y que desprendía un olor dulzón?

Levanté la cabeza, sobresaltado.

– ¿Se le ha gangrenado?

– No. Ya te he dicho que está bien. Pero ¿y si se le hubiera gangrenado?

– Tendríamos que amputarle la pierna -respondí.

– Exacto -dijo Nana asintiendo con seriedad-. Y tendríamos que hacerlo sin perder tiempo. Hoy mismo. No podríamos titubear confiando en que Bil se curara por sí solo. Con eso solo conseguiríamos matarlo. -Dio un sorbo y me miró por encima del borde de la taza, interrogante.

Asentí con la cabeza. Sabía que tenía razón,

– Tú tienes nociones de medicina -prosiguió-. Sabes que una buena práctica implica tomar decisiones difíciles. -Me miró sin parpadear-. Nosotros no somos como los demás. Quemamos a un hombre con un hierro al rojo para cortar una hemorragia. Salvamos a la madre y dejamos morir al niño. Es duro, y nadie nos da las gracias por ello. Pero somos nosotros los que tenemos que elegir.

Bebió otro poco de infusión.

– Las primeras veces son las peores. Te dan temblores y no puedes dormir. Pero ese es el precio que hay que pagar por hacer lo que es debido.

– También había mujeres -dije, y las palabras se atascaron en mi garganta.

Los ojos de Nana destellaron.

– Ellas se lo merecían el doble -dijo, y la súbita e intensa ira reflejada en su dulce rostro me pilló tan desprevenido que noté un cosquilleo de miedo por todo el cuerpo-. Un hombre que le hace eso a una chica es como un perro rabioso. No merece ser considerado una persona, sino solo un animal que hay que sacrificar. Pero una mujer que le ayuda a hacerlo… Eso es mucho peor. Ella sabe lo que está haciendo. Sabe qué significa.

Nana dejó la taza en la mesa con suavidad, y volvió a adoptar una expresión serena.

– Si una pierna se gangrena, la cortas. -Hizo un firme ademán con la palma de la mano; entonces cogió su trozo de pudin y empezó a comérselo con los dedos-. Y hay personas a las que hay que matar. No hay vuelta de hoja.

Para cuando me recompuse y salí afuera, la multitud que había en la calle había aumentado. El dueño de la taberna había puesto un barril delante de la puerta, y el olor a cerveza impregnaba la atmósfera.

Los padres de Krin habían llegado al pueblo a lomos del ruano. Pete también había vuelto, corriendo. Me enseñó la cabeza para que comprobara que no se la había abierto y exigió sus dos peniques por los servicios prestados.

Los padres de Krin me dieron las gracias afectuosamente. Parecían buena gente. La mayoría de la gente lo es, si se le da la oportunidad. Agarré las riendas del ruano y, utilizando al animal como escudo, conseguí hablar un momento a solas con Krin.

Tenía los ojos oscuros un poco enrojecidos, pero estaba radiante y feliz.

– Quédate con Quimera -le dije apuntando con la cabeza a una de las yeguas-. Es para ti. -La hija del alcalde tendría una buena dote de todas formas, así que había cargado en la yegua de Krin los objetos más valiosos, así como la mayor parte del dinero de la falsa troupe.

La muchacha me miró a los ojos y se puso seria, y otra vez me recordó a una Denna más joven.

– Te marchas -dijo.

Sí, supongo que me marchaba. Krin no intentó convencerme de que me quedara, y en lugar de eso me sorprendió con un repentino abrazo. Tras besarme en la mejilla, me susurró al oído:

– Gracias.

Nos separamos, pues no queríamos parecer indecorosos.

– No te vendas a cualquier precio y te cases con un idiota -dije sintiendo que debía decir algo.

– Y tú tampoco -repuso ella, con una expresión burlona en sus ojos oscuros.

Cogí las riendas de Cola Gris y fui con ella hasta donde estaba el alcalde, que contemplaba a la muchedumbre con aire de amo y señor. Al ver que me acercaba, me saludó con la cabeza.

Inspiré hondo y dije:

– ¿Está por aquí el alguacil?

El alcalde arqueó una ceja; luego encogió los hombros y señaló hacia el gentío.

– Es ese de ahí. Pero antes de que llegaras con las chicas ya estaba medio borracho. A estas alturas, no sé si te servirá de mucho.

– Bueno -dije, vacilante-, supongo que alguien tendrá que encerrarme hasta que avisen al azzie de Temsford. -Apunté con la cabeza el pequeño edificio de piedra que se alzaba en el centro del pueblo.