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El alcalde me miró de soslayo frunciendo un poco el entrecejo.

– ¿Quieres que te encerremos?

– No especialmente -confesé.

– Pues entonces puedes ir y venir a tu antojo -repuso él.

– Al azzie no le va a gustar -objeté-. No quisiera que otro tuviera que presentarse ante la ley del hierro por algo que he hecho yo. Ayudar a huir a un asesino es un delito castigado con la horca.

El fornido alcalde me miró de arriba abajo. Sus ojos se detuvieron un momento en mi espada y en la piel gastada de mis botas. Me pareció que reparaba en la ausencia de heridas graves pese al hecho de que acababa de matar a media docena de hombres armados.

– Y ¿dejarías que te encerráramos? ¿Sin oponer resistencia? -me preguntó.

Encogí los hombros.

El alcalde volvió a fruncir el ceño; luego sacudió la cabeza, como si no lograra entenderme.

– Así que eres dócil como un corderito, ¿no? -reflexionó-. Pero no. No voy a encerrarte. No has hecho nada incorrecto.

– Le he roto el brazo a ese chico -le recordé.

– Hummm -caviló él-. Olvida eso. -Se metió una mano en el bolsillo y sacó medio penique. Me lo dio-. Te estoy muy agradecido.

Me reí y me guardé la moneda en el bolsillo.

– Te diré lo que pienso -dijo el alcalde-. Voy a ver si encuentro al alguacil. Le explicaré que tenemos que encerrarte. Si te escabulles aprovechando toda esta confusión, nadie podrá decir que te ayudamos a huir, ¿verdad?

– No, eso sería negligencia en el mantenimiento de la ley -dije-. El alguacil podría recibir unos azotes, o perder su cargo.

– No creo que llegue a tanto -opinó el alcalde-. Pero si llega, se someterá de buen grado. Es el tío de Ellie. -Miró hacia el gentío-. ¿Crees que te bastará con quince minutos para largarte en medio de todo este alboroto?

– Si no le importa… -dije-, ¿podría decir que desaparecí de forma misteriosa en cuanto se dio la vuelta?

El alcalde soltó una risotada.

– No veo por qué no. ¿Necesitas más de quince minutos por eso del misterio?

– Tengo suficiente con diez -dije mientras descargaba el estuche del laúd y mi macuto de Cola Gris y le daba las riendas al alcalde-. Le agradecería mucho que cuidara de este caballo hasta que Bil esté recuperado -añadí.

– ¿Le dejas tu caballo? -preguntó.

– El acaba de perder el suyo. Y los Ruh estamos acostumbrados a caminar. Además, no sabría qué hacer con un caballo -agregué, y no era mentira del todo.

El alcalde cogió las riendas y me miró largamente, como si no supiera qué pensar de mí.

– ¿Podemos hacer algo por ti? -me preguntó por fin.

– Sí. Recordar que fueron unos bandidos quienes se las llevaron -dije, y me di la vuelta-. Y recordar que fue un Edena Ruh quien las devolvió.

Capítulo 136

Interludio: a punto de olvidar

Kvothe levantó una mano mirando a Cronista.

– Vamos a parar un momento, ¿os parece? -Recorrió la oscura taberna con la vista-. Me he dejado arrastrar un poco por la historia. Tengo que ocuparme de unas cosas antes de que sea más tarde.

El posadero se levantó con rigidez y se desperezó. Encendió una vela en el fuego de la chimenea y se paseó por la posada encendiendo las lámparas una a una, haciendo retroceder la oscuridad gradualmente.

– Yo también estaba muy abstraído -comentó Cronista levantándose y desperezándose a su vez-. ¿Qué hora es?

– Tarde -respondió Bast-. Tengo hambre.

Cronista miró la calle a través de la ventana oscura.

– Creía que a estas alturas ya habría venido alguien a cenar. A comer ha acudido mucha gente.

Kvothe asintió con la cabeza.

– Habrían venido los clientes fijos si no fuera por el funeral de Shep -repuso.

– Ah. -Cronista agachó la cabeza-. Se me había olvidado. ¿Y por mi culpa vosotros dos no habéis podido asistir?

Kvothe encendió la última lámpara detrás de la barra y apagó la vela.

– No pasa nada -dijo-. Bast y yo no somos de por aquí. Y son gente pragmática. Saben que tengo que atender mi negocio.

– Y no te llevas bien con el padre Leoden -terció Bast.

– Y no me llevo bien con el sacerdote del pueblo -admitió Kvothe-. Pero tú deberías pasar, Bast. Les extrañará que no vayas.

Bast miró alrededor con nerviosismo.

– No quiero irme, Reshi.

Kvothe le sonrió con cariño.

– Deberías ir, Bast. Shep era un buen hombre; ve a tomarte una copa para despedirlo. De hecho… -Se agachó y rebuscó debajo de la barra; al cabo de un momento sacó una botella-. Toma. Una botella de aguardiente. Mucho mejor del que suelen pedir por aquí. Ve y compártelo. -Puso la botella encima de la barra con un golpe fuerte.

Bast dio un paso adelante involuntariamente; el conflicto se reflejaba en su cara.

– Pero Reshi, yo…

– Habrá chicas guapas bailando, Bast -dijo Kvothe en voz baja y con tono tranquilizador-. Alguien tocará el violín y ellas se sentirán felices de estar vivas. Harán ondear las faldas al son de la música. Reirán y estarán algo achispadas. Con las mejillas sonrosadas y deseando que las besen… -Le dio un empujoncito a la pesada botella marrón, que se deslizó por la barra hacia su pupilo-. Eres mi embajador en el pueblo. Quizá yo no pueda dejar de atender el negocio, pero tú puedes ir allí y disculparte de mi parte.

Bast cerró una mano alrededor del cuello de la botella.

– Solo me tomaré una copa -dijo con decisión-. Y bailaré un baile. Y le daré un beso a Katie Miller. Y quizá otro a la viuda Creel. Pero nada más. -Miró a Kvothe a los ojos-. No tardaré más de media hora…

Kvothe volvió a sonreír con calidez.

– Tengo cosas que hacer, Bast. Prepararé algo para cenar y así nuestro amigo podrá descansar un poco la mano.

Bast sonrió y cogió la botella.

– Pues entonces, ¡dos bailes! -Se precipitó hacia la puerta, y cuando la abrió entró una ráfaga de viento que le desordenó el cabello-. ¡Guardadme algo de comer!-gritó por encima del hombro.

La puerta se cerró de un golpetazo.

Cronista miró al posadero con curiosidad.

Kvothe encogió los hombros.

– Se estaba implicando demasiado en la historia. Se lo toma todo muy a pecho. Un breve descanso le dará un poco de perspectiva. Además, es verdad que tengo que preparar la cena, aunque solo sea para tres.

El escribano sacó un paño sucio de su cartera de cuero y lo miró con desagrado.

– ¿Podrías prestarme un trapo limpio? -preguntó.

Kvothe asintió con la cabeza y sacó un paño de hilo blanco de debajo de la barra.

– ¿Necesitas algo más?

Cronista se levantó y fue hasta la barra.

– Si tuvieras algún licor fuerte, sería de gran ayuda -dijo, un poco turbado-. Siento tener que pedírtelo, pero cuando me robaron…

– No seas ridículo -dijo Kvothe cortándolo con un ademán-. Debí preguntarte ayer si necesitabas algo. -Salió de detrás de la barra y fue hacia la escalera que conducía al sótano-. Supongo que lo mejor sería alcohol de madera, ¿no?

Cronista asintió y Kvothe desapareció en el sótano. El escribano cogió el paño de hilo, doblado con esmero, y lo frotó distraídamente con los dedos. Entonces desvió la mirada hacia la espada que colgaba en la pared de detrás de la barra. El metal gris de la hoja destacaba contra la madera oscura del tablero de soporte.

Kvothe subió del sótano con una botellita transparente.

– ¿Necesitas algo más? También tengo una buena provisión de papel y tinta.

– Quizá me hagan falta mañana -contestó Cronista-. Ya he gastado casi todo el papel que tenía. Pero esta noche puedo moler más tinta.

– No te molestes -replicó Kvothe-. Tengo varias botellas de excelente tinta de Arueh.

– ¿Tinta de Arueh auténtica? -se sorprendió Cronista.