Выбрать главу

Kvothe esbozó una amplia sonrisa y asintió.

– Eres muy amable -dijo Cronista relajándose un poco-. He de confesar que pasarme una hora moliendo tinta no es lo que más me apetece hacer esta noche. -Cogió la botellita transparente y el trapo, y se detuvo-. ¿Te importa que te haga una pregunta? Extraoficialmente, por decirlo así.

Una sonrisa ladeada empezó a asomar en los labios de Kvothe.

– Adelante. Extraoficialmente.

– Me he fijado en que tu descripción de Cesura no… -Cronista titubeó-. Bueno, que no parece encajar con la espada. -Dirigió la mirada hacia la espada que estaba colgada detrás de la barra-. La cruz no es como tú la has descrito.

Kvothe sonrió abiertamente.

– Vaya, sí que eres listo.

– No estoy insinuando… -se apresuró a decir Cronista, abochornado.

Kvothe soltó una risotada cordial. Su sonido rodó por la estancia, y por un instante la taberna dejó de parecer vacía.

– Claro que no. Tienes toda la razón. -Se volvió y miró la espada-. Esa no es… ¿Cómo la ha llamado el chico esta mañana? -Se quedó pensativo un momento, y luego volvió a sonreír-. Kaysera. La asesina de poetas.

– Sentía curiosidad -se disculpó Cronista.

– ¿Acaso tiene que ofenderme que me hayas prestado atención? -Kvothe volvió a reír-. ¿Qué gracia tiene contar una historia si nadie te escucha? -Se frotó las manos con impaciencia-. Vamos a ver. La cena. ¿Qué te apetece? ¿Frío o caliente? ¿Sopa o estofado? También tengo buena mano para el pudin.

Se decidieron por una cena sencilla para no tener que volver a cargar de leña la cocina. Kvothe fue de un lado para otro reuniendo todo lo que necesitaba. Tarareando, bajó al sótano a buscar carne de cordero fría y medio queso duro y muy curado.

– Bast se va a llevar una alegría cuando vea esto -comentó Kvothe, sonriente, cuando trajo un tarro de aceitunas en salmuera de la despensa-. No sabe que las tenemos, o ya se las habría comido. -Se desató el delantal y se lo quitó por la cabeza-. Me parece que también tenemos unos tomates en el jardín.

Kvothe regresó unos minutos más tarde con el delantal hecho un atado. Estaba salpicado de lluvia y tenía el pelo alborotado. Sonreía con aire infantil, y en ese momento poco recordaba al posadero sombrío y reposado.

– La tormenta no se decide -dijo dejando el delantal encima de la barra y sacando con cuidado los tomates-. Pero si llega, esta noche vamos a ver una tumbacarretas. -Empezó a tararear, distraído, mientras lo cortaba todo y lo ponía en una gran bandeja de madera.

La puerta de la Roca de Guía se abrió, y una brusca ráfaga de viento hizo parpadear la luz de las lámparas. Entraron dos soldados, encorvados para protegerse del viento y la lluvia; las espadas sobresalían a su espalda como rabos. Sus tabardos azules y blancos estaban salpicados de gruesos goterones.

Soltaron los pesados macutos, y el más bajo de los dos arrimó el hombro contra la puerta para cerrarla.

– Por los dientes de Dios -dijo el más alto arreglándose la ropa-. Mala noche para estar ahí fuera. -Tenía la coronilla calva y una tupida y lisa barba negra-. ¡Eh, joven! -exclamó alegremente mirando a Kvothe-. No sabes qué alegría nos ha dado ver estas luces. Corre a buscar al dueño, ¿quieres? Tenemos que hablar con él.

Kvothe cogió el delantal de la barra y se lo puso por la cabeza.

– Ese soy yo -dijo carraspeando mientras se ataba las cintas a la cintura. Se pasó las manos por el cabello alborotado, alisándolo.

El soldado de la barba lo miró y encogió los hombros.

– Está bien. ¿Hay la posibilidad de cenar algo?

El posadero abrió un brazo señalando la estancia vacía.

– No parecía que valiera la pena poner la olla al fuego esta noche -dijo-. Pero tenemos lo que veis aquí.

Los dos soldados se acercaron a la barra. El rubio se pasó las manos por el pelo rizado, sacudiéndose unas gotas de lluvia.

– Este pueblo parece más muerto que el agua de una acequia -observó-. La tuya es la única luz que hemos visto.

– Ha sido un duro día de cosecha -explicó el posadero-. Además, esta noche hay un velatorio en una granja cercana. Seguramente, nosotros cuatro somos los únicos que quedamos en el pueblo. -Se frotó enérgicamente las manos-. ¿Puedo ofreceros algo de beber para combatir el frío? -Sacó una botella de vino y la puso en la barra con un fuerte y tentador golpe.

– Pues no va a ser fácil -dijo el soldado rubio con una sonrisilla de turbación-. Me vendría muy bien una copa, pero mi amigo y yo acabamos de alistarnos. -Se metió la mano en el bolsillo y sacó la reluciente moneda de oro con la que el rey pagaba a los que se alistaban-. Este es todo el dinero que llevo encima. Supongo que no tendrás suficiente para cambiarme un real, ¿no?

– Yo estoy igual -refunfuñó el de la barba-. Es más dinero del que he tenido jamás, pero con un real no hay forma de pagar. En la mayoría de los pueblos por donde hemos pasado apenas tenían cambio de medio penique. -Rió de su propio chiste.

– Creo que yo sí podré ayudaros -dijo el posadero con naturalidad.

Los dos soldados se cruzaron una mirada.

– Muy bien -dijo el rubio, y se guardó la moneda en el bolsillo-. Seré sincero contigo. En realidad no tenemos intención de quedarnos a pasar la noche aquí. -Cogió un trozo de queso de la bandeja y le dio un mordisco-. Y tampoco tenemos intención de pagar nada.

– Ah -dijo el posadero-. Entiendo.

– Y si tienes suficiente dinero en tu bolsa para cambiar dos reales de oro -intervino el barbudo con rapidez-, también nos lo quedaremos.

El rubio abrió ambas manos en un gesto tranquilizador.

– Pero esto no tiene que convertirse en una situación desagradable. No somos mala gente. Tú nos das la bolsa y nosotros seguimos nuestro camino. Nadie resulta herido, y no se rompe nada. Ya sé que te fastidiará un poco. -Miró al posadero arqueando una ceja-. Pero es preferible fastidiarse un poco a que te maten. ¿No te parece?

El barbudo miró a Cronista, que seguía sentado junto a la chimenea.

– Y esto no tiene nada que ver contigo -dijo con gravedad; se le movía la barba cuando hablaba-. No queremos nada tuyo. Quédate ahí sentado y no te metas.

Cronista miró al hombre que estaba detrás de la barra, pero el posadero no despegaba los ojos de los dos soldados.

El rubio le pegó otro bocado al trozo de queso mientras paseaba la mirada por la taberna.

– Veo que te van bien las cosas por aquí a pesar de lo joven que eres. Cuando nos hayamos marchado, seguirán yéndote igual de bien. Pero si nos cabreas, te haremos tragarte tus propios dientes, te destrozaremos la taberna y seguirás sin tener tu bolsa. -Dejó el resto del queso encima de la barra y dio una palmada. Sonrió-. Bueno, ¿vamos a portarnos todos como personas civilizadas?

– Me parece lo más razonable -dijo Kvothe, y salió de detrás de la barra. Avanzó despacio y con cuidado, como harías para acercarte a un caballo asustadizo-. Desde luego, yo no soy ningún bárbaro. -Kvothe se sacó la bolsa del dinero del bolsillo y la sostuvo en alto con una mano.

El soldado rubio se le acercó con cierta arrogancia. Cogió la bolsa y la sopesó, satisfecho. Entonces se volvió y le sonrió a su amigo.

– ¿Lo ves? Ya te dije que…

Con un movimiento fluido, Kvothe dio un paso adelante y golpeó con fuerza al soldado en el mentón. El soldado se tambaleó y cayó sobre una rodilla. La bolsa describió un arco por el aire y cayó en el suelo de madera produciendo un golpazo metálico.

Antes de que el soldado pudiera hacer otra cosa que sacudir la cabeza, Kvothe dio otro paso adelante y, sin perder la calma, le propinó una patada en el hombro. No fue una patada fuerte, de esas que te rompen los huesos, sino un golpe duro que hizo caer al soldado hacia atrás. El hombre dio contra el suelo, rodó un poco y se detuvo en medio de un lío de brazos y piernas.

El otro soldado pasó al lado de su amigo, sonriendo bajo la barba. Era más alto que Kvothe, y sus puños parecían gruesos amasijos de cicatrices.