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Elodin se encogió de hombros, e hizo un gesto elegante dirigido al otro lado de la mesa.

– Maestro simpatista.

Elxa Dal era el único que parecía realmente cómodo con su túnica de gala. Como siempre, su barba oscura y su rostro enjuto me recordaron al mago malvado de tantas obras de teatro atur. Me miró con cierta cordialidad.

– ¿Cuál es el vínculo de la atracción galvánica lineal? -me preguntó como si tal cosa.

Lo recité sin dificultad. El maestro asintió.

– ¿Cuál es la distancia de deterioro insalvable para el hierro?

– Ocho kilómetros -contesté dando la respuesta del libro de texto, pese a que tenía algunas objeciones con relación al término «insalvable». Si bien era cierto que era estadísticamente imposible mover cierta cantidad de energía más de nueve kilómetros, podías utilizar la simpatía para alcanzar distancias mucho mayores.

– Una vez que empieza a hervir una onza de agua, ¿cuánto calor hace falta para que se consuma por completo?

Rescaté cuanto pude recordar de las tablas de vaporización con que había trabajado en la Factoría.

– Ciento ochenta taumos -respondí con más seguridad de la que en realidad tenía.

– Nada más -dijo Dal-. ¿Maestro alquimista?

Mandrag agitó una mano cubierta de manchas y dijo:

– Paso.

– Se le dan bien las preguntas sobre picas -lo animó Elodin.

Mandrag miró con el ceño fruncido a Elodin.

– Maestro archivero -se limitó a decir.

Lorren me miró fijamente, con gesto imperturbable.

– ¿Cuáles son las normas del Archivo?

Me sonrojé y agaché la cabeza.

– Andar sin hacer ruido -dije-. Respetar los libros. Obedecer a los secretarios. Nada de agua. Nada de comida. -Tragué saliva-. Nada de fuego.

Lorren asintió. No había nada en su tono ni en su postura que indicara desaprobación, pero eso solo lo hacía más difícil. Recorrió la mesa con la mirada.

– Maestro artífice.

Maldije por dentro. Durante el ciclo pasado había leído los seis libros que el maestro Lorren había apartado para que los Re'lar los estudiáramos. Solo La caída del imperio de Feltemi Reis me había llevado diez horas. Había pocas cosas que yo deseara más que entrar en el Archivo, y confiaba en impresionar al maestro Lorren contestando cualquier pregunta que pudiera ocurrírsele hacerme.

Pero no podía hacer nada. Me volví hacia Kilvin.

– Rendimiento galvánico del cobre -dijo el maestro con apariencia de oso a través de su barba.

Se lo di, en cinco medios. Había tenido que utilizarlo cuando realizaba los cálculos para las lámparas marineras.

– Coeficiente conductivo del galio.

Era un dato que yo había necesitado para incrustar los emisores de la lámpara. ¿Me estaba regalando Kilvin preguntas fáciles? Di la respuesta.

– Muy bien -dijo Kilvin-. Maestro retórico.

Inspiré hondo y me volví para mirar a Hemme. Había conseguido leer tres de sus libros, pese a que detestaba la retórica y la filosofía inútil.

Con todo, podía controlar mi aversión durante dos minutos e interpretar el papel de alumno humilde y disciplinado. Soy un Ruh, podía hacer ese papel.

Hemme me miró con el ceño fruncido; su cara, redonda, parecía una luna enfadada.

– ¿Has prendido fuego a mis habitaciones, miserable liante?

La crudeza de la pregunta me pilló completamente desprevenido. Estaba preparado para preguntas dificilísimas, o preguntas con trampa, o preguntas a las que Hemme pudiera dar la vuelta para que cualquier respuesta que yo diera pareciera errónea.

Pero esa repentina acusación me cogió absolutamente por sorpresa. «Liante» es un término que detesto especialmente. Me invadió una oleada de emoción que me trajo el sabor a ciruela a la boca. Mientras una parte de mí todavía estaba buscando la manera más elegante de contestar, de pronto las palabras escaparon de mis labios:

– No he prendido fuego a sus habitaciones -dije con sinceridad-. Pero ojalá lo hubiera hecho. Y ojalá hubiera estado usted dentro cuando empezó el incendio, durmiendo a pierna suelta.

La expresión de enojo de Hemme se tornó en otra de perplejidad.

– ¡Re'lar Kvothe! -me espetó el rector-. ¡Haga el favor de expresarse en lenguaje respetuoso, o yo mismo lo denunciaré por Conducta Impropia!

El sabor a ciruela se esfumó tan deprisa como había aparecido, y me quedé sintiendo un ligero mareo y sudando de miedo y de vergüenza.

– Le ruego que me disculpe, rector -me apresuré a decir mirándome los pies-. Me he dejado llevar por la ira. «Liante» es una palabra que mi gente encuentra especialmente ofensiva. Su empleo le quita importancia a la matanza sistemática de miles de Ruh.

Una arruga de curiosidad apareció entre las cejas del rector.

– He de admitir que no conozco esa etimología en concreto -reflexionó-. Creo que la utilizaré para formular mi pregunta.

– Un momento -le interrumpió Hemme-. Todavía no he terminado.

– Sí, has terminado -zanjó el rector con voz dura y firme-. Eres peor que el chico, Jasom, y tienes menos excusa que él. Has demostrado que no sabes comportarte como un profesional, así que cierra el pico y considérate afortunado si no pido un voto de censura oficial.

Hemme palideció de ira, pero se mordió la lengua.

El rector se volvió hacia mí.

– Maestro lingüista -anunció él mismo con formalidad-. Re'lar Kvothe: ¿cuál es la etimología de la palabra «liante»?

– Tiene su origen en las purgas instigadas por el emperador Alcyon -dije-. Hizo pública una proclama para anunciar que toda esa «chusma liante» que circulara por los caminos podía ser multada, encarcelada o deportada sin juicio. El término se acortó a la forma «liante» mediante metaplasmo sincopático.

– Ah, ¿sí? -dijo el rector arqueando una ceja.

Asentí con la cabeza.

– Aunque creo que también está relacionado con el sustantivo «lío», que hace referencia a los fardos con que las troupes de artistas transportaban sus pertenencias.

El rector asintió solemnemente.

– Gracias, Re'lar Kvothe. Siéntese mientras deliberamos.

Capítulo 10

Como un tesoro

Me pusieron una matrícula de nueve talentos con cinco. Era mejor que los diez talentos que había predicho Manet, pero más de lo que guardaba en mi bolsa. Tenía hasta el mediodía del día siguiente para pagar al tesorero, o me vería obligado a perder todo un bimestre.

Tener que aplazar mis estudios no habría sido ninguna tragedia. Pero solo los estudiantes tienen acceso a los recursos de la Universidad, como el material de la Artefactoría. Eso significaba que si no podía pagar mi matrícula, se me impediría trabajar en el taller de Kilvin, y ese era el único empleo de donde podía sacar suficiente dinero para pagar mi matrícula.

Pasé por Existencias y Jaxim me sonrió cuando me acerqué a la ventanilla abierta.

– Esta mañana he vendido tus lámparas -me dijo-. Les hemos sacado un poco más porque eran las últimas que quedaban.

Hojeó el libro de contabilidad hasta que encontró la página que buscaba.

– Tu sesenta por ciento queda en cuatro talentos y ocho iotas. Si les restamos los materiales y las piezas que utilizaste… -Deslizó el dedo por la hoja-. Te quedan dos talentos, tres iotas y ocho drabines.

Jaxim anotó la cifra en el libro y me extendió un recibo que yo podría cambiar por dinero en la tesorería. Doblé el papel con cuidado y me lo guarde en la bolsa. No tenía el agradable peso de las monedas, pero sumado a lo que ya tenía arrojaba un total de más de seis talentos. Mucho dinero, pero todavía no era suficiente.

Si no hubiera perdido los estribos con Hemme, me habrían puesto una matrícula bastante baja. Habría podido estudiar más, o ganar más dinero si no me hubiera visto obligado a permanecer escondido en mi habitación casi dos días enteros, sollozando y rabiando con el sabor a ciruela en la boca.