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Entonces se me ocurrió una idea.

– Creo que debería empezar algo nuevo -comenté con fingido desinterés-. Necesitaré un crisol pequeño. Tres onzas de estaño. Dos onzas de bronce. Cuatro onzas de plata. Un carrete de hilo fino de oro. Un…

– Espera un momento -me interrumpió Jaxim. Pasó un dedo por mi nombre en el libro de contabilidad-. Veo que no tienes autorización para usar oro ni plata. -Levantó la cabeza y me miró-. ¿Es un error?

Titubeé, porque no quería mentir.

– No sabía que se necesitara autorización -dije.

– No eres el primero que intenta algo así. -Jaxim me sonrió con complicidad-. ¿Se han pasado con tu matrícula?

Asentí.

– Lo siento -dijo Jaxim, comprensivo-. Kilvin sabe que Existencias podría convertirse en un tenderete de prestamista si no se andaba con cuidado. -Cerró el libro de contabilidad-. Tendrás que ir a la casa de empeños, como todos.

Levanté las manos y le mostré la palma y el dorso para que viera que no llevaba joyas.

– Mala suerte. -Jaxim hizo una mueca-. Conozco a un prestamista decente en la plaza de Platería. Solo cobra el diez por ciento al mes. Aun así, es como si te arrancaran los dientes, pero es mejor que la mayoría.

Asentí y di un suspiro. La plaza de Platería era donde los prestamistas del gremio tenían sus tiendas. Y ellos no me habrían dado ni la hora.

– Al menos es mejor de lo que he tenido que pagar otras veces -dije.

Analicé la situación mientras iba a pie hasta Imre, con el agradable peso de mi laúd cargado en un hombro.

Estaba en un aprieto, pero mi situación todavía no era apurada. Ningún prestamista del gremio prestaría dinero a un Edena Ruh huérfano sin ninguna garantía, pero podía pedírselo a Devi. Sin embargo, habría sido preferible no tener que acudir a ella. Su tarifa de interés era abusiva, y además me preocupaban los favores que pudiera exigirme en caso de que no pudiera devolver el préstamo. No creía que fueran pequeños. Ni fáciles. Ni muy legales.

En eso iba pensando cuando atravesé el Puente de Piedra. Paré en una botica y me dirigí al Hombre de Gris.

Al abrir la puerta vi que el Hombre de Gris era una pensión. No había una taberna donde la gente pudiera reunirse y beber. Solo un saloncito muy bien decorado, con un portero muy bien vestido que me miró con aire de desaprobación, por no decir de profundo desagrado.

– ¿En qué puedo ayudarlo, joven señor? -me preguntó cuando entré por la puerta.

– Vengo a visitar a una dama -contesté-. Se llama Dinael.

– Ya -dijo él-. Veré si se encuentra en su habitación.

– No se moleste -dije, y me dirigí hacia la escalera-. Me está esperando.

El portero me cerró el paso.

– Me temo que eso no será posible -dijo-. Pero no tengo ningún inconveniente en ir a comprobarlo yo mismo.

Me tendió una mano con la palma hacia arriba. Me quedé mirándola.

– ¿Me permite su tarjeta de visita? -me preguntó-. Para que pueda presentársela a la señorita.

– ¿Cómo va a darle mi tarjeta si no está seguro de que ella esté en su habitación? -le pregunté a mi vez.

El portero volvió a sonreírme. Era una sonrisa tan elegante, educada y profundamente desagradable que tomé buena nota de ella y la grabé en mi memoria. Una sonrisa como aquella es una obra de arte. Como había crecido en los escenarios, supe apreciarla en varios sentidos. Una sonrisa como aquella es como un puñal en ciertos escenarios sociales, y quizá algún día la necesitara.

– Ah -dijo el portero-, la señorita sí está -dijo con cierto énfasis-. Pero eso no significa necesariamente que esté para usted.

– Dígale que Kvothe ha venido a visitarla -dije, más divertido que ofendido-. Esperaré aquí.

No tuve que esperar mucho rato. El portero bajó la escalera con expresión avinagrada, como si lamentara muchísimo no poder echarme.

– Por aquí -me indicó.

Subí detrás de él. El portero abrió una puerta, y yo pasé a su lado confiando en transmitir un nivel de aplomo y desdén lo bastante irritante.

Era un salón con grandes ventanas por las que entraba el último sol de la tarde. Era lo bastante grande para parecer espacioso pese a la gran cantidad de butacas y sofás que había repartidos por él. En la pared del fondo había un dulcémele, y una inmensa arpa modegana ocupaba por completo una de las esquinas.

Denna se hallaba de pie en medio de la habitación con un vestido de terciopelo verde. Su peinado estaba pensado para realzar la elegancia de su cuello, dejando entrever los pendientes con lágrimas de esmeralda y el collar a juego.

Hablaba con un joven… ¿Cómo lo diría? El mejor adjetivo para describirlo es «bello». Tenía un rostro suave, bien rasurado, y unos ojos grandes y oscuros.

Parecía un joven noble que llevara de mala racha demasiado tiempo para que pudiera considerarse algo pasajero. Su ropa era elegante, pero estaba arrugada. Llevaba un corte de pelo pensado para ir rizado, pero se notaba que no se lo había cuidado últimamente. Tenía los ojos hundidos, como si no hubiera estado durmiendo bien.

Denna me tendió ambas manos.

– Hola, Kvothe -dijo-. Ven, te presentaré a Geoffrey.

– Es un placer conocerte, Kvothe -dijo Geoffrey-. Dinael me ha hablado mucho de ti. Eres una especie de… ¿cómo lo llamáis? ¿Brujo? -Sonreía abiertamente, sin ninguna malicia.

– Arcanista, más bien -dije tan educadamente como pude-. «Brujo» recuerda demasiado a las tonterías de los libros de cuentos. La gente nos imagina con túnicas negras hurgando en las entrañas de pájaros. ¿Y tú?

– Geoffrey es poeta -dijo Denna-. Y muy bueno, aunque él se empeñe en negarlo.

– Sí, lo niego -confirmó él, y la sonrisa se borró de sus labios-. Tengo que marcharme. Tengo una cita con gente a la que no conviene hacer esperar. -Besó a Denna en la mejilla, me estrechó la mano con cordialidad y se fue.

– Es un chico muy sensible -dijo Denna mientras veía cerrarse la puerta.

– Lo dices como si lo lamentaras -comenté.

– Si fuera un poco menos sensible, quizá pudiera meter dos ideas en su cabeza al mismo tiempo. Y quizá entonces las dos ideas se frotarían y harían saltar una chispa. Bastaría con un poco de humo; así, al menos, parecería que ahí dentro estaba pasando algo. -Suspiró.

– ¿Tan corto es?

– No -dijo ella meneando la cabeza-. Solo es confiado. No tiene nada de calculador, y desde que llegó aquí, hace un mes, no ha hecho otra cosa que tomar decisiones erróneas.

Me metí la mano en la capa y saqué un par de paquetitos envueltos con tela: uno azul y otro blanco.

– Te he traído un regalo.

Denna estiró un brazo para coger los paquetitos, aunque como si estuviera desconcertada. De pronto, lo que unas horas antes me había parecido una idea excelente parecía ahora una estupidez.

– Son para tus pulmones -dije con un poco de vergüenza-. Sé que a veces tienes problemas.

– Y ¿cómo sabes tú eso, si no es indiscreción? -me preguntó ladeando la cabeza.

– Lo mencionaste en Trebon -respondí-. He investigado un poco. -Señalé uno de los paquetes-. Con eso te puedes preparar un té: plumiente, ortiga muerta, lohatm… -Señalé el otro-. Esas hojas las hierves con un poco de agua y aspiras el vapor.

Denna miró uno y otro paquete.

– Dentro he metido unos papelitos con las instrucciones -expliqué-. El azul es lo que tienes que hervir para aspirar el vapor -dije-. Azul, por el agua.

Ella me miró.

– ¿Acaso el té no se prepara también con agua? -dijo.

Parpadeé varias veces seguidas, me sonrojé y fui a decir algo, pero Denna rió y sacudió la cabeza.

– Solo era una broma -dijo con ternura-. Gracias. Es el detalle más bonito que nadie ha tenido conmigo desde hace mucho tiempo.

Fue hasta una cómoda y guardó los dos paquetitos en una caja de madera ornamentada.

– Veo que te van bien las cosas -observé señalando la bonita habitación.