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– ¿Cuánto tiempo va a quedarse por aquí ese escribano? -preguntó Graham al poco rato, y su voz resonó dentro de su jarra-. Quizá debería pedirle que me pusiera por escrito algunas cosas, por si acaso. -Frunció un poco la frente-. Mi padre siempre los llamaba «codicilios». No recuerdo cuál es su verdadero nombre.

– Si se trata de bienes tuyos de los que tiene que ocuparse otra persona, se llama transmisión de bienes -dijo el posadero con naturalidad-. Si se refiere a otras cosas, se llama mandamus de últimas voluntades.

Graham miró a su interlocutor y arqueó una ceja.

– Al menos eso es lo que yo tengo oído -dijo el posadero bajando la mirada y frotando la barra con un trapo blanco limpio-. El escribano mencionó algo de eso.

– Mandamus… -murmuró Graham con la jarra muy cerca de la cara-. Creo que le pediré que me escriba unos codicilios y que los legalice como mejor le parezca. -Miró de nuevo al posadero-. Supongo que seguramente habrá otros interesados en hacer algo parecido, en los tiempos que corren.

El posadero frunció el ceño, y al principio pareció un gesto de irritación. Pero no, no era eso. De pie detrás de la barra, ofrecía el aspecto de siempre, y su expresión era plácida y cordial. Asintió ligeramente.

– Comentó que se levantaría hacia mediodía -señaló Kote-. Estaba un poco alterado por lo que pasó anoche. Si aparece alguien antes de esa hora, me temo que no lo encontrará.

– No importa -dijo Graham encogiéndose de hombros-. De todas formas, hasta la hora de comer no habrá ni diez personas en todo el pueblo. -Dio otro sorbo de cerveza y miró por la ventana-. Hoy es un día de mucha faena en el campo, y eso no tiene vuelta de hoja.

El posadero se relajó un tanto.

– Mañana todavía andará por aquí, así que no hay necesidad de que vengan todos hoy. Le robaron el caballo cerca del vado de Abbott, y está buscando otro.

Graham aspiró entre dientes expresando compasión.

– Pobre desgraciado. En plena época de cosecha no encontrará un caballo por mucho que busque. Ni siquiera Cárter ha podido sustituir a Nelly después de que aquella especie de araña lo atacara junto al Puente Viejo. -Sacudió la cabeza-. Parece mentira que pueda ocurrir algo así a solo tres kilómetros de tu propia casa. Antes…

Graham hizo una pausa.

– ¡Divina pareja, parezco mi padre! -Metió la barbilla e imprimió aspereza a su voz-: «Cuando yo era niño, las estaciones guardaban un orden. El molinero no metía el pulgar en el platillo de la balanza y cada uno se ocupaba de sus asuntos».

En el rostro del posadero se insinuó una sonrisa nostálgica.

– Mi padre afirmaba que la cerveza sabía mejor y que los caminos tenían menos roderas -dijo.

Graham sonrió, pero su sonrisa enseguida se descompuso. Miró hacia abajo, como si le incomodara lo que se disponía a decir:

– Ya sé que no eres de por aquí, Kote. Y eso no es fácil. Hay quien piensa que los forasteros no saben ni la hora que es.

Inspiró hondo; seguía sin mirar al posadero.

– Pero creo que tú sabes cosas que otros ignoran. Tú tienes una visión más… amplia, por así decirlo. -Levantó la mirada y, con seriedad y cautela, la clavó en el posadero; tenía ojeras por la falta de sueño-. ¿Están las cosas tan mal como parece últimamente? Los caminos se han vuelto peligrosos. Hay muchos robos y…

Graham hizo un esfuerzo evidente para no dirigir la vista a la parte de suelo vacía.

– Todos esos impuestos nuevos nos hacen pasar muchos apuros. Los Grayden están a punto de perder su granja. Esa especie de araña… -Dio otro trago de cerveza-. ¿Están las cosas tan mal como parece? ¿O me he vuelto viejo, como mi padre, y a todo le encuentro un sabor amargo comparado con cuando era niño?

Kote se entretuvo frotando la barra, como si se resistiera a hablar.

– Creo que las cosas siempre van mal de un modo u otro -declaró-. Quizá sea que solo nosotros, los mayores, nos damos cuenta.

Graham fue a asentir, pero frunció el entrecejo.

– Pero tú no eres mayor, ¿no? Siempre se me olvida. -Miró de arriba abajo al pelirrojo-. Es decir, te mueves como un viejo y hablas como un viejo, pero no lo eres, ¿verdad? Calculo que tendrás la mitad de mis años. -Lo miró entornando los ojos-. ¿Qué edad tienes, por cierto?

– La suficiente para sentirme viejo -contestó el posadero con una sonrisa que denotaba cansancio.

Graham soltó una risotada.

– Pero no la suficiente para hacer ruidos de viejo. Deberías andar por ahí persiguiendo mujeres y metiéndote en líos. Y dejar que los viejos nos quejemos de lo mal que está el mundo y de cómo nos duelen los huesos.

El anciano carpintero se separó de la barra empujando con ambos brazos y se dirigió hacia la puerta.

– Volveré para hablar con tu escribano cuando paremos para comer. Y no seré el único. Hay muchos que querrán poner por escrito algunas cosas de modo oficial si tienen ocasión.

El posadero inspiró y expulsó el aire despacio.

– Graham…

El carpintero, que ya tenía una mano en la puerta, se volvió.

– No eres solo tú -dijo Kote-. Las cosas van mal, y me dice el instinto que van a empeorar. A nadie le haría daño prepararse para un crudo invierno. Y quizá asegurarse de que podría defenderse, en caso de que fuera necesario. -Se encogió de hombros-. Al menos eso es lo que me dice el instinto.

Graham apretó los labios formando una línea fina. Luego inclinó una vez la cabeza con gesto serio.

– Bueno, me alegro de no ser el único que lo intuye. -Entonces forzó una sonrisa y empezó a arremangarse la camisa al mismo tiempo que se volvía hacia la puerta y decía-: ¡Pero hay que aprovechar mientras se pueda!

Poco después de eso, pasaron los Benton con un carro lleno de manzanas tardanas. El posadero les compró la mitad de las que llevaban y pasó una hora escogiéndolas y almacenándolas.

Metió las más verdes y más firmes en los barriles del sótano; las colocó con cuidado y las cubrió con serrín antes de clavar la tapa. Las que madurarían pronto las llevó a la despensa, mientras que las que tenían algún golpe o algún punto marrón las cortó en cuartos y las metió en una gran tina de peltre para hacer sidra con ellas.

Mientras seleccionaba y guardaba, el hombre pelirrojo parecía contento. Pero si alguien se hubiera fijado, quizá habría visto que, si bien tenía las manos ocupadas, su mirada estaba lejos de allí. Y si bien tenía una expresión serena, casi agradable, no había alegría en ella. El posadero no tarareaba ni silbaba mientras trabajaba. No cantaba.

Cuando hubo seleccionado la última manzana, cruzó la cocina con la tina de peltre y salió por la puerta trasera. Era una fría mañana de otoño, y detrás de la posada había un pequeño jardín privado, resguardado por unos árboles. Kote echó un montón de manzanas cuarteadas en la prensa de madera y enroscó la tapa hasta que esta empezó a ofrecer resistencia.

A continuación se arremangó la camisa hasta más arriba de los codos, asió el mango de la prensa con sus largas y elegantes manos y lo hizo girar. La tapa descendió, juntando primero las manzanas y luego triturándolas. Girar y asir. Girar y asir.

Si hubiera habido allí alguien mirando, se habría fijado en que aquel hombre no tenía brazos blancuchos de posadero. Cuando hacía girar el mango de madera, se le marcaban los músculos de los antebrazos, duros como cuerdas retorcidas. En la piel se le dibujaba un entramado de cicatrices viejas. La mayoría eran pálidas y finas como las grietas del hielo invernal. Otras eran rojas y terribles, y destacaban en su piel clara.