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Entonces, moviéndose como a regañadientes, fue hasta el pie de su cama. Inspiró hondo, se secó las manos en los pantalones y se arrodilló frente al arcón oscuro que había allí. Apoyó ambas manos sobre la tapa curvada y cerró los ojos, como si escuchara algo. Tiró de la tapa tensando los hombros.

No pasó nada. Kvothe abrió los ojos. Sus labios dibujaban una línea recta. Volvió a mover las manos, tirando más fuerte, haciendo fuerza largo rato antes de desistir.

Imperturbable, Kvothe se levantó y fue hasta la ventana que daba al bosque detrás de la posada. La abrió y se asomó por ella, estirando ambos brazos para coger algo abajo. Entonces volvió a meterse dentro de la habitación, llevando una caja de madera pequeña en las manos.

Retiró una capa de polvo y telarañas y abrió la caja. Dentro había una llave de hierro negra y una llave de brillante cobre. Kvothe se arrodilló otra vez frente al arcón y metió la llave de cobre en la cerradura de hierro. La hizo girar lentamente, con precisión: vuelta a la izquierda, a la derecha, otra vez a la izquierda, escuchando atentamente los débiles chasquidos del mecanismo interno.

Entonces cogió la llave de hierro y la introdujo en la cerradura de cobre. Esa llave no la hizo girar. La encajó hasta el fondo de la cerradura, la extrajo un poco y volvió a empujarla antes de sacarla del todo con un rápido y ágil movimiento.

Guardó las llaves en la caja y volvió a poner las manos en los lados de la tapa, en la misma posición que antes.

– Ábrete -murmuró-. Ábrete, maldita sea. ¡Edro!

Tiró de la tapa, y la espalda y los hombros se le tensaron con el esfuerzo.

La tapa del arcón no cedió. Kvothe dio un largo suspiro y se inclinó hacia delante hasta apoyar 1» frente contra la fría y oscura madera. Mientras expulsaba el aire, dejó caer los hombros; de pronto parecía débil y quebrantado, terriblemente cansado y mucho mayor de lo que era.

Sin embargo, su expresión no delataba sorpresa ni pena, sino tan solo resignación. Era la expresión de un hombre que por fin ha recibido la mala noticia que llevaba tiempo esperando.

Capítulo 152

Baya de saúco

No era una buena noche para estar al raso.

Las nubes habían aparecido tarde, como una sábana gris desplegándose por el cielo. Soplaba un viento frío y racheado, y una lluvia intermitente caía con fuerza para de pronto reducirse a una fina llovizna.

Pese a todo eso, los dos soldados acampados en un bosquecillo cerca del camino parecían estar divirtiéndose. Habían encontrado la provisión de leña escondida de un leñador y habían encendido una fogata tan alta y tan caliente que las rociadas de lluvia apenas la hacían silbar y chisporrotear un poco.

Los dos hombres hablaban en voz alta, riendo con la risa desenfrenada y estridente de quienes están demasiado borrachos para molestarse por las inclemencias del tiempo.

Un tercer hombre salió de entre los árboles oscuros y pasó con cuidado por encima de un tronco caído. Iba mojado, por no decir empapado, y el cabello castaño oscuro se le adhería a la cabeza. Cuando los soldados lo vieron, alzaron sus botellas y lo saludaron con gritos de entusiasmo.

– No sabíamos si podrías acercarte -dijo el soldado rubio-. Hace una noche de perros. Pero es justo que te lleves tu parte.

– Estás calado -dijo el de la barba alzando una botella amarilla y estrecha-. Bebe un poco de esto. Es de frutas, pero pega a base de bien.

– Eso son meados para señoritas -dijo el rubio levantando su botella-. Toma. Esto sí que es bebida de hombres.

El recién llegado miró una y otra botella tratando de decidirse. Al final levantó un dedo, señaló primero una botella y luego la otra y empezó a cantar:

Arce. Mayo.

Canta y baila.

Ceniza y brasa.

Del saúco la baya.

Terminó señalando la botella amarilla; la cogió por el cuello y se la llevó a los labios. Dio un sorbo largo y lento.

– ¡Eh, tú! -dijo el soldado de la barba-. ¡Deja un poco!

Bast bajó la botella y se relamió. Soltó una risa áspera y forzada.

– Es la botella de licor buena -dijo-. Baya de saúco.

– Ya no estás tan parlanchín como esta mañana -observó el rubio ladeando la cabeza-. Parece que se te haya muerto el perro. ¿Va todo bien?

– No -dijo Bast-. Nada va bien.

– Si te ha descubierto, nosotros no tenemos la culpa -se apresuró a decir el rubio-. Esperamos un poco después de salir tú, como nos dijiste. Pero ya llevábamos horas esperando. Creíamos que no saldrías nunca.

– Mierda -dijo el de la barba con fastidio-. ¿Se ha enterado? ¿Te ha echado?

Bast sacudió la cabeza y volvió a inclinar la botella.

– Entonces, no te quejes. -El soldado rubio se frotó la cabeza y frunció el ceño-. Ese desgraciado me ha hecho un par de chichones.

– Bah, yo se los he devuelto con propina. -El de la barba sonrió y se frotó los nudillos con el pulgar-. Mañana se levantará meando sangre.

– Bueno, todo ha terminado bien -dijo el rubio con filosofía, y se tambaleó un poco mientras agitaba la botella con gesto exageradamente teatral-. Tú has hecho trabajar a tus nudillos. Yo me he llevado un licor excelente. Y nos hemos sacado unos buenos peniques. Todos felices. Todos tenemos lo que queríamos.

– Yo no tengo lo que quería -dijo Bast con voz monótona.

– Todavía no -dijo el de la barba; se metió una mano en el bolsillo y sacó una bolsa que tintineó cuando la sopesó en la palma de la mano-. Pilla un poco de fuego y nos repartiremos esto.

Bast miró alrededor del cerco de luz de la hoguera sin mostrar intención de sentarse. Entonces se puso a cantar otra vez mientras señalaba cosas al azar: una piedra, un tronco, un hacha…

Surco. Aradura.

Ceniza y encina.

Espera y apura.

Humo de cocina.

Acabó apuntando al fuego. Se acercó a él, se agachó y agarró una rama más larga que su brazo. Uno de los extremos era un sólido nudo de carbón ardiendo.

– Eh, estás más borracho que yo -dijo el de la barba riendo-. Cuando dije que pillases un poco de fuego, no era para que te lo tomaras al pie de la letra.

El soldado rubio soltó una carcajada.

Bast los miró a los dos, y al cabo de un momento rió también. Su risa produjo un sonido terrible, recortado y sin alegría. No era una risa humana.

– Oye -dijo el de la barba con brusquedad poniéndose serio-. ¿Qué te pasa?

Empezó a llover otra vez, y una ráfaga de viento lanzó unos goterones contra el rostro de Bast. Tenía los ojos oscuros y una mirada decidida. Sopló otra ráfaga de viento que hizo resplandecer de un anaranjado brillante el extremo encendido de la rama.

El tizón caliente describió un arco luminoso en el aire mientras Bast empezaba a apuntar alternadamente a los dos hombres, cantando:

Piedra. Duela.

Barrica y cebada.

Viento y agua.

Barrabasada.

Bast terminó con la rama encendida apuntando al soldado de la barba. La hoguera alumbraba sus dientes rojos. Su expresión era la antítesis de una sonrisa.

Epílogo

Volvía a ser de noche. En la posada Roca de Guía reinaba el silencio, un silencio triple.

El silencio más obvio era una calma hueca y resonante, constituida por las cosas que faltaban. Si hubiera estado cayendo una lluvia pertinaz, esta habría repiqueteado en el tejado, habría corrido a raudales por los aleros y se habría llevado lentamente el silencio hasta el mar. Si hubiera habido amantes en las camas de la posada, habrían suspirado y gemido y el silencio se habría alejado, avergonzado. Si hubiera habido música… pero no, claro que no había música. De hecho, no había ninguna de esas cosas, y por eso persistía el silencio.