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– ¿Qué hay dentro? -pregunté.

– Sueños felices. Los he puesto ahí para ti.

Di vueltas a la vela en mis manos, y una sospecha empezó a formarse en mi mente.

– ¿La has hecho tú misma?

Auri asintió con la cabeza y sonrió feliz.

– Sí. Soy tremendamente lista.

Me guardé la vela con cuidado en uno de los bolsillos de la capa.

– Gracias, Auri.

– Ahora -dijo ella poniéndose seria- cierra los ojos y agáchate para que pueda darte tu segundo regalo.

Cerré los ojos, desconcertado, y me doblé por la cintura preguntándome si también me habría hecho un sombrero.

Noté las manos de Auri a ambos lados de mi cara, y entonces me dio un beso suave y delicado en la frente.

Abrí los ojos, sorprendido. Pero Auri ya se había apartado varios pasos, y, nerviosa, se cogía las manos detrás de la espalda. No se me ocurrió nada que decir.

Auri dio un paso adelante.

– Eres especial para mí -dijo con seriedad y con gesto grave-. Quiero que sepas que siempre cuidaré de ti. -Estiró un brazo, vacilante, y me secó las mejillas-. No, nada de eso esta noche.

»Este es tu tercer regalo. Si te van mal las cosas, puedes quedarte conmigo en la Subrealidad. Es un sitio agradable, y allí estarás a salvo.

– Gracias, Auri -dije en cuanto pude-. Tú también eres especial para mí.

– Claro -dijo ella con naturalidad-. Soy adorable como la luna.

Me serené mientras Auri iba dando brincos hasta un trozo de tubería metálica que sobresalía de una chimenea y lo utilizaba para abrir el tapón de la botella. Volvió junto a mí sujetando la botella con ambas manos, con cuidado.

– ¿No tienes frío en los pies, Auri? -pregunté.

Ella se los miró.

– La brea es agradable -dijo moviendo los dedos-. Conserva el calor del sol.

– ¿Te gustaría que te trajera unos zapatos?

– ¿Qué tendrían dentro?

– Tus pies. Pronto llegará el invierno.

Encogió los hombros.

– Tendrás los pies fríos -insistí.

– En invierno no subo a lo alto de las cosas. No se está muy bien.

Antes de que yo pudiera responder, Elodin salió de detrás de una gran chimenea de ladrillo tan tranquilo, como si hubiera salido a dar un paseo por la tarde.

Los tres nos quedamos mirándonos un momento, cada uno asombrado a su manera. Elodin y yo estábamos sorprendidos, pero con el rabillo del ojo vi que Auri permanecía completamente inmóvil, como un ciervo a punto de ponerse a salvo de un brinco.

– Maestro Elodin -dije con el tono más cordial y amable de que fui capaz, con la esperanza de que él no hiciera nada que pudiera asustar a Auri incitándola a echar a correr. La última vez que se había asustado y se había refugiado en la Subrealidad, había tardado todo un ciclo en reaparecer-. Me alegro de verlo.

– Hola -me saludó Elodin imitando a la perfección mi tono despreocupado, como si no fuera nada raro que los tres nos hubiéramos encontrado en un tejado en plena noche. Bien mirado, quizá a él no le resultara extraño en absoluto.

– Maestro Elodin. -Auri puso la punta de un pie detrás del otro y, sujetándose los extremos del raído vestido, hizo una pequeña reverencia.

Elodin permaneció en la sombra que proyectaba la alta chimenea de ladrillo bajo la luz de la luna y saludó a Auri con una inclinación de cabeza admirablemente formal. No podía verle bien la cara, pero imaginé sus curiosos ojos examinando a aquella muchacha descalza con aspecto de huérfano desamparado y con un nimbo de cabello flotante.

– ¿Qué os trae a vosotros dos por aquí esta agradable noche? -preguntó Elodin.

Me puse en tensión. Con Auri, las preguntas eran peligrosas. Por suerte, aquella no pareció inquietarla.

– Kvothe me ha traído cosas bonitas -contestó-. Me ha traído cerveza de abejas y pan de cebada y un pescado ahumado que tiene un arpa en lugar de corazón.

– Ah -dijo Elodin apartándose de la chimenea. Se palpó la túnica hasta que encontró algo en un bolsillo. Se lo tendió a Auri-. Me temo que yo solo te he traído un cínaro.

Auri dio un pasito de bailarina hacia atrás y no hizo ademán de cogerlo.

– ¿Le ha traído algo a Kvothe?

La pregunta cogió a Elodin a contrapié. Se quedó quieto un momento, cortado, con el brazo extendido.

– Me temo que no -contestó-. Pero supongo que Kvothe tampoco me ha traído nada a mí.

Auri entrecerró los ojos y frunció un poco el ceño con profunda desaprobación.

– Kvothe ha traído su música -dijo con gesto severo-, que es para todos.

Elodin volvió a quedarse quieto, y he de admitir que me encantó verlo, por una vez, desconcertado por el comportamiento de otra persona. Se volvió hacia mí e hizo una inclinación de cabeza.

– Te ruego que me disculpes -dijo.

– No tiene importancia -repliqué, y acompañé mis palabras con un ademán cortés.

Elodin se volvió de nuevo hacia Auri y le tendió la mano por segunda vez.

Ella dio dos pasitos adelante, titubeó y dio otros dos. Estiró despacio un brazo, se quedó quieta con la mano sobre el pequeño fruto, y luego dio varios pasitos hacia atrás, llevándose ambas manos al pecho.

– Muchas gracias -dijo, e hizo otra pequeña reverencia-. Ahora, si lo desea, puede acompañarnos. Y si se porta bien, después podrá quedarse a oír tocar a Kvothe. -Ladeó un poco la cabeza, convirtiendo la frase en una pregunta.

Elodin vaciló un momento y luego asintió.

Auri correteó hasta el otro lado del tejado y bajó al patio por las ramas desnudas del manzano.

Elodin la siguió con la mirada. Ladeó la cabeza, y en ese momento la luz de la luna me permitió distinguir una expresión pensativa en su semblante. Noté que una repentina e intensa ansiedad me atenazaba el estómago.

– Maestro Elodin…

Se volvió hacia mí.

– ¿Hummm?

Yo sabía por experiencia que Auri solo tardaría tres o cuatro minutos en traer lo que fuera que había ido a buscar a la Subrealidad. Tenía que darme prisa.

– Ya sé que esto parece extraño -dije-. Pero tenga cuidado, por favor. Es muy sensible. No intente tocarla. No haga movimientos bruscos. Se asustaría.

El rostro de Elodin volvió a quedar oculto en la sombra.

– Ah, ¿sí?

– Ni ruidos fuertes. Ni siquiera una carcajada. Y no puede preguntarle nada con el más leve matiz personal. Si lo hace, ella huirá.

Inspiré hondo; mi mente iba a toda velocidad. Tengo bastante labia, y si me dan tiempo, soy capaz de convencer a cualquiera de casi cualquier cosa. Pero Elodin era demasiado imprevisible para que yo lo manipulara.

– No puede decirle a nadie que ella está aquí. -Mis palabras sonaron más contundentes de lo que habría querido, y de inmediato lamenté haberlas pronunciado. Yo no era nadie para darle órdenes a un maestro, aunque estuviera medio loco, por no decir completamente loco-. Lo que quiero decir -me apresuré a añadir- es que si no hablara de ella con nadie yo lo consideraría un gran favor personal.

– Y ¿a qué se debe eso, Re'lar Kvothe? -me preguntó mirándome atentamente, como si me evaluara.

Su tono, fríamente burlón, hizo que me pusiera a sudar.

– La encerrarán en el Refugio -respondí-. Usted, mejor que nadie… -me interrumpí; tenía la boca seca.

Elodin me miró con fijeza; su rostro no era más que una sombra, pero vi que fruncía el entrecejo.

– Yo mejor que nadie ¿qué, Re'lar Kvothe? ¿Acaso insinúa que sabe lo que pienso del Refugio?

Sentí que todo mi elegante y calculado poder de persuasión caía hecho añicos alrededor de mis pies. Y de pronto sentí que volvía a estar en las calles de Tarbean, que mi estómago era un nudo apretado de hambre, que la desesperanza embargaba mi pecho, y yo tironeaba de las mangas de marineros y comerciantes, mendigando peniques, medios peniques, ardites. Mendigando lo que fuera para conseguir algo de comer.