Выбрать главу

– Por favor-supliqué-. Por favor, maestro Elodin. Si la persiguen, se esconderá, y no podré encontrarla. No está muy bien de la cabeza, pero aquí es feliz. Y yo puedo cuidar de ella. No mucho, pero un poco. Si la descubren, será mucho peor. El Refugio la mataría. Por favor, maestro Elodin, haré lo que usted me pida. Pero no se lo diga a nadie.

– Chis -dijo Elodin-, ya viene. -Me cogió por el hombro, y la luna le iluminó la cara. Su expresión no era en absoluto dura ni feroz. Solo denotaba desconcierto y preocupación-. Divina pareja, estás temblando. Respira y pon en práctica tus dotes de actor. Si te ve así, se espantará.

Respiré hondo y me concentré en relajarme. La expresión de preocupación de Elodin desapareció, y el maestro dio un paso atrás y me soltó el hombro.

Me di la vuelta justo a tiempo para ver corretear a Auri por el tejado hacia nosotros, con los brazos llenos. Se detuvo a escasa distancia y nos miró a los dos antes de recorrer el resto del camino, pisando con cuidado, como una bailarina, hasta llegar al sitio donde había estado antes. Entonces, con un movimiento grácil, se sentó en el tejado y cruzó las piernas bajo el cuerpo. Elodin y yo también nos sentamos, aunque no con tanta elegancia como ella.

Auri desplegó una tela, la extendió con cuidado en el tejado, entre nosotros tres, y puso una gran bandeja de madera, lisa, en el centro. Sacó el cínaro y lo olisqueó, mirándonos por encima del fruto.

– ¿Qué tiene dentro? -le preguntó a Elodin.

– La luz del sol -contestó él sin vacilar, como si estuviera esperando esa pregunta-. Del sol de la primera hora de la mañana.

Ya se conocían. Claro. Por eso Auri no había huido al verlo llegar. Noté que la sólida y tensa barra que tenía entre los omoplatos cedía ligeramente.

Auri volvió a olisquear el fruto y se quedó un momento pensativa.

– Es precioso -declaró-. Pero las cosas de Kvothe son aún más preciosas.

– Eso es lógico -replicó Elodin-. Supongo que Kvothe es más agradable que yo.

– Eso es evidente -dijo ella con remilgo.

Auri nos sirvió la cena, repartiendo el pan y el pescado. También sacó un tarro de arcilla con aceitunas en salmuera. Me tranquilizó comprobar que sabía abastecerse por su cuenta cuando yo no aparecía por allí.

Auri me ofreció cerveza en mi taza de té de porcelana. A Elodin le tocó un pequeño tarro de cristal como los que se usan para guardar la mermelada. Auri se lo llenó una sola vez, y me quedé pensando si era sencillamente porque Elodin estaba más lejos y Auri no llegaba con facilidad hasta él, o si aquello era una señal sutil de desagrado.

Comimos en silencio. Auri lo hacía con delicadeza, dando mordiscos muy pequeños, con la espalda muy recta. Elodin, con cautela, lanzándome de vez en cuando una mirada, como si no estuviera seguro de cómo debía comportarse. Deduje que era la primera vez que comía con Auri.

Cuando nos lo hubimos terminado todo, Auri sacó un cuchillo pequeño y reluciente y partió el cínaro en tres trozos. En cuanto el cuchillo atravesó la piel del fruto, me llegó su olor, dulce e intenso. Se me hizo la boca agua. El cínaro venía de muy lejos y era demasiado caro para la gente como yo.

Auri me ofreció mi trozo, y yo lo cogí con cuidado.

– Muchas gracias, Auri.

– Muchas gracias, Kvothe.

Elodin nos miró a uno y a otro.

– ¿Auri?

Esperé a que el maestro terminara su pregunta, pero resultó que eso era todo.

Auri lo entendió antes que yo.

– Es mi nombre -dijo sonriendo con orgullo.

– Ah, ¿sí? -preguntó Elodin con curiosidad.

– Me lo regaló Kvothe -confirmó Auri asintiendo con la cabeza. Me lanzó una sonrisa-. ¿Verdad que es maravilloso?

– Es un nombre precioso -dijo el maestro con gentileza-. Y te sienta muy bien.

– Sí -coincidió ella-. Es como tener una flor en mi corazón. -Miró a Elodin con seriedad-. Si su nombre le pesa demasiado, puede pedirle a Kvothe que le dé uno nuevo.

Elodin volvió a asentir con la cabeza y comió un poco de cínaro. Mientras lo masticaba, se volvió hacia mí. La luz de la luna me permitió ver sus ojos. Unos ojos fríos, serios y completamente cuerdos.

Después de cenar, canté unas cuantas canciones y nos despedimos. Elodin y yo nos marchamos juntos. Yo sabía al menos media docena de rutas para bajar del tejado de la Principalía, pero dejé que me guiara él.

Pasamos al lado de un observatorio redondo de piedra que sobresalía del tejado y recorrimos un largo tramo de planchas de plomo bastante planas.

– ¿Cuánto tiempo llevas viniendo a verla? -me preguntó Elodin.

– ¿Medio año? -contesté tras reflexionar un momento-. Depende de desde cuándo empecemos a contar. Estuve tocando durante un par de ciclos hasta que se dejó ver, pero tardó más en confiar en mí lo suficiente para que pudiéramos hablar.

– Has tenido más suerte que yo -repuso el maestro-. Yo llevo años. Esta es la primera vez que se ha acercado a mí a menos de diez pasos. Los días buenos apenas nos decimos una docena de palabras.

Trepamos por una chimenea ancha y baja y descendimos por una suave pendiente de madera gruesa sellada con capas de brea. Mientras caminábamos, mi ansiedad iba en aumento. ¿Por qué quería Elodin acercarse a Auri?

Recordé el día que había ido al Refugio con Elodin a visitar a su guíler, Alder Whin. Me imaginé a Auri allí. La pequeña Auri, atada a una cama con gruesas correas de cuero para que no pudiera autolesionarse ni revolverse cuando le dieran la comida.

Me paré. Elodin dio unos pasos más antes de darse la vuelta y mirarme.

– Es mi amiga -dije lentamente.

– Eso es obvio -dijo él asintiendo con la cabeza.

– Y no tengo tantos amigos como para soportar la pérdida de uno -añadí-. A ella no quiero perderla. Prométame que no hablará a nadie de Auri y que no la llevará al Refugio. No es lugar para ella.-Tragué saliva, pese a lo seca que tenía la boca-. Necesito que me lo prometa.

Elodin ladeó la cabeza.

– ¿Me ha parecido oír un «y si no»? -preguntó con un deje de burla-. Aunque no hayas llegado a decirlo. «Necesito que me lo prometa, y si no…» -Levantó una comisura de la boca componiendo una sonrisa irónica.

Al verlo sonreír, sentí una oleada de ira mezclada con ansiedad y temor. A continuación noté el intenso sabor a ciruela y nuez moscada en la boca, y me acordé de la navaja que llevaba atada al muslo bajo los pantalones. Mi mano se deslizó lentamente hacia uno de mis bolsillos.

Entonces vi el borde del tejado detrás de Elodin, a solo dos metros, y noté que mis pies se desplazaban ligeramente, preparándose para echar a correr, hacerle un placaje y caernos los dos del tejado a los duros adoquines de abajo.

Noté un repentino sudor frío en todo el cuerpo y cerré los ojos. Inspiré hondo y despacio, y el sabor desapareció de mi boca.

– Necesito que me lo prometa -dije al abrir de nuevo los ojos-. Y si no, seguramente cometeré la mayor estupidez que pueda imaginar cualquier mortal. -Tragué saliva-. Y los dos acabaremos mal.

– Qué amenaza tan inusualmente sincera -dijo Elodin mirándome-. Por lo general son mucho más siniestras y crujulentas.

– ¿Crujulentas? -pregunté-. Querrá decir truculentas.

– Ambas cosas -me contestó-. Normalmente van acompañadas de frases como «te romperé las rodillas» o «te partiré el cuello». -Se encogió de hombros-. Eso me hace pensar en huesos crujiendo.

– Ya -dije.

Nos quedamos mirándonos un momento.

– No voy a mandar a nadie a buscarla -dijo Elodin por fin-. El Refugio es el lugar adecuado para determinadas personas. Para muchas es el único lugar posible. Pero no me gustaría ver encerrado allí a un perro rabioso si hubiera alguna otra opción.

Se volvió y echó a andar. Como no lo seguí, se dio la vuelta de nuevo para mirarme.

– Con eso no hay suficiente -declaré-. Necesito que me lo prometa.

– Lo juro por la leche de mi madre -dijo Elodin-. Lo juro por mi nombre y mi poder. Lo juro por la luna en constante movimiento.