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Nos pusimos de nuevo en marcha.

– Necesita ropa de abrigo -dije-. Y zapatos y calcetines. Y una manta. Y tiene que ser todo nuevo. Auri no acepta nada de segunda mano. Ya lo he intentado.

– De mí no lo aceptará -dijo Elodin-. A veces le he dejado cosas. Ni las toca. -Se volvió y me miró-. Si te las doy a ti, ¿se las darás?

Hice un gesto afirmativo con la cabeza y añadí:

– En ese caso, también necesita unos veinte talentos, un rubí del tamaño de un huevo y un juego nuevo de herramientas de grabado.

Elodin soltó una carcajada sincera y campechana.

– Y ¿no necesita cuerdas de laúd?

Volví a asentir.

– Dos pares, si puede ser.

– ¿Por qué Auri? -preguntó Elodin.

– Porque no tiene a nadie más -respondí-. Y yo tampoco. Si no nos ocupamos el uno del otro, ¿quién lo hará?

– No, no -dijo él meneando la cabeza-. ¿Por qué elegiste ese nombre para ella?

– Ah -dije con cierto bochorno-. Porque es alegre y amable. No tiene motivos para serlo, pero lo es. Auri significa «luminosa».

– ¿En qué idioma?

Vacilé antes de contestar:

– Creo que en siaru.

Elodin negó con la cabeza.

– Leviriet es «luminoso» en siaru.

Traté de recordar dónde había aprendido esa palabra. ¿Había tropezado con ella en el Archivo?

Todavía estaba preguntándomelo cuando Elodin dejó caer con indiferencia:

– Estoy preparando un grupo para quienes estén interesados en el arte delicado y sutil de la nominación. -Me miró de reojo-. He pensado que quizá para ti no sería una absoluta pérdida de tiempo.

– Quizá me interese -dije con cautela.

Elodin asintió con la cabeza.

– Deberías leer los Principios subyacentes de Teccam para prepararte. No es un libro muy largo, pero sí espeso. No sé si me explico.

– Si me presta usted una copia, lo leeré con mucho gusto -repliqué-. Si no, tendré que apañármelas sin él. -Elodin me miró sin comprender-. Tengo prohibido entrar en el Archivo.

– ¿Cómo? ¿Todavía? -me preguntó, extrañado.

– Todavía.

– Pero ¿cuánto hace? ¿Medio año? -Parecía indignado.

– Dentro de tres días hará tres cuartos de año -concreté-. El maestro Lorren ha dejado claras sus intenciones respecto al levantamiento de mi castigo.

– Eso solo son sandeces -dijo Elodin con un tono que denotaba una extraña actitud protectora-. Ahora eres mi Re'lar.

Cambió de trayectoria y se dirigió hacia un trozo de tejado que yo solía evitar porque estaba cubierto de tejas de arcilla. Desde allí saltamos por encima de un estrecho callejón, cruzamos el tejado inclinado de una posada y pasamos a un terrado de piedra trabajada.

Al final llegamos ante una gran ventana detrás de la que se veía el cálido resplandor de la luz de las velas. Elodin golpeó el cristal con los nudillos, tan fuerte como si fuera una puerta. Miré alrededor y comprendí que estábamos en lo alto de la Casa de los Maestros.

Al cabo de un momento vi la alta y delgada figura del maestro Lorren detrás de la ventana, tapando momentáneamente la luz de las velas. Quitó el pestillo, y la ventana se abrió entera sobre un solo gozne.

– ¿En qué puedo ayudarte, Elodin? -preguntó Lorren. Si la situación le pareció extraña, no se le notó nada.

Elodin me apuntó con un pulgar por encima del hombro.

– Este muchacho dice que todavía tiene prohibido entrar en el Archivo. ¿Es eso cierto?

Lorren desplazó hacia mí su mirada imperturbable y luego volvió a mirar a Elodin.

– Sí, es cierto.

– Pues levántale el castigo -exigió Elodin-. Necesita leer cosas. Ya has conseguido lo que querías.

– Es un imprudente -declaró Lorren sin cambiar el tono de voz-. Pensaba prohibírselo durante un año y un día.

Elodin suspiró.

– Sí, sí, muy tradicional -dijo-. ¿Por qué no le das una segunda oportunidad? Yo respondo por él.

Lorren me miró largamente. Intenté parecer todo lo prudente que pude, que no era mucho, teniendo en cuenta que me encontraba de pie en un tejado en plena noche.

– Muy bien -dijo Lorren-. Pero solo Volúmenes.

– La Tumba es para gilipollas sin propósito en la vida que ni siquiera saben masticar la comida -replicó Elodin con desdén-. Mi chico es un Re'lar. ¡Tiene más propósito que veinte hombres juntos! Necesita explorar las Estanterías y descubrir toda clase de cosas inútiles.

– El chico no me preocupa -aclaró Lorren con serenidad-. Lo que me preocupa es el Archivo.

Elodin me cogió por el hombro y me hizo acercarme un poco más.

– A ver qué te parece esto. Si vuelves a encontrarlo haciendo el tonto, dejaré que le cortes los pulgares. Sería una buena lección, ¿no te parece?

Lorren nos miró a los dos sosegadamente y asintió con la cabeza.

– Muy bien -dijo, y cerró la ventana.

– Ya está -dijo Elodin, satisfecho.

– ¿Cómo que ya está? -pregunté retorciéndome las manos-. Yo… ¿cómo que ya está?

Elodin me miró sorprendido.

– ¿Qué pasa? Ya puedes entrar. Problema resuelto.

– ¡Pero usted no puede proponerle que me corten los pulgares! -protesté.

– ¿Acaso piensas violar las normas otra vez? -me preguntó arqueando una ceja.

– ¿Qué…? No, pero…

– En tal caso, no tienes nada de qué preocuparte. -Se dio la vuelta y subió por la pendiente del tejado-. Probablemente. Sin embargo, yo en tu lugar tendría cuidado. Nunca sé cuándo Lorren está de broma.

Al día siguiente, nada más despertar, fui a la tesorería y arreglé cuentas con Riem, el cara agria encargado de atar los cordones de la bolsa de la Universidad. Desembolsé los nueve talentos con cinco que tanto me había costado ganar y me aseguré una plaza en la Universidad para un bimestre más.

Después fui a Registros y Horarios y me apunté a Observación en la Clínica, además de a Fisiognomía y a Fisiología. También me apunté a Metalurgia Ferrosa y Cúprica con Cammar en la Factoría. Por último, me apunté a Simpatía Experta con Elxa Dal.

Entonces reparé en que no sabía cómo se llamaba la asignatura de Elodin. Hojeé el libro hasta dar con el nombre de Elodin, y deslicé el dedo hasta la columna donde aparecía el nombre de la asignatura, escrito recientemente con tinta negra: «Introducción a cómo no ser un asno redomado».

Suspiré y anoté mi nombre en el único espacio en blanco que había debajo.

Capítulo 12

La mente dormida

Cuando desperté al día siguiente, la clase de Elodin fue lo primero que me vino al pensamiento. Noté un cosquilleo agradable en el estómago. Tras largos meses intentando que el maestro nominador me enseñara algo, por fin iba a tener la oportunidad de estudiar Nominación. Magia de verdad. Magia como la de Táborlin el Grande.

Pero antes del ocio, el negocio. La clase de Elodin no empezaba hasta mediodía. Con la amenaza de la deuda que había contraído con Devi pendiente sobre mi cabeza, necesitaba trabajar un par de horas en la Factoría.

Entré en el taller de Kilvin, y el estrépito de medio centenar de manos ocupadas me rodeó como la música. Aunque el taller era un lugar peligroso, yo lo encontraba curiosamente relajante. A muchos estudiantes les molestaba mi rápido ascenso en los rangos del Arcano, pero me había ganado el respeto, aunque fuera a regañadientes, de la mayoría de los otros artífices.

Vi a Manet trabajando cerca de los hornos y fui hacia él sorteando las mesas. Manet siempre sabía qué trabajos se pagaban mejor.

– ¡Kvothe!

La inmensa estancia se quedó en silencio; me di la vuelta y vi al maestro Kilvin en el umbral de su despacho. Me hizo señas para que me acercara y, sin esperarme, se metió dentro.