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Poco a poco el sonido volvió a llenar la habitación cuando los alumnos reanudaron su actividad, pero sentía sus ojos clavados en mí mientras cruzaba de nuevo el taller, serpenteando entre las mesas de trabajo.

Al acercarme, vi a Kilvin a través de la amplia ventana de su despacho, escribiendo en una pizarra colgada en la pared. Era un palmo más alto que yo, y tenía un torso como un tonel. Su poblada y erizada barba y sus ojos oscuros le hacían parecer aún más corpulento de lo que era en realidad.

Golpeé educadamente el marco de la puerta con los nudillos, y Kilvin se dio la vuelta y dejó la tiza que tenía en la mano.

– Re'lar Kvothe. Pasa. Cierra la puerta.

Entré en el despacho, intrigado, y cerré la puerta detrás de mí. El jaleo y el estrépito del taller cesó por completo, e imaginé que Kilvin debía de haber puesto alguna astuta sigaldría para amortiguar el ruido. Como resultado, en la habitación reinaba un silencio casi sobrecogedor.

Kilvin cogió una hoja de papel que había en una esquina de su mesa de trabajo.

– Me he enterado de una cosa inquietante -dijo-. Hace unos días, se presentó en Existencias una muchacha que buscaba a un joven que le había vendido un amuleto. -Me miró a los ojos-. ¿Sabes algo de eso?

Negué con la cabeza y pregunté:

– ¿Qué quería?

– No lo sabemos -contestó Kilvin-. El E'lir Basil estaba trabajando en Existencias en ese momento. Dice que la muchacha era muy joven y que parecía muy consternada. Buscaba… -echó un vistazo a la hoja de papel- a un joven mago. No sabía su nombre, pero lo describió como joven, pelirrojo y atractivo.

Kilvin dejó la hoja en la mesa.

– Basil dice que la muchacha se fue alterando a medida que hablaban. Parecía asustada, y cuando él le preguntó cómo se llamaba, ella se marchó llorando. -Se cruzó de brazos y me miró con severidad-. Te lo preguntaré sin rodeos. ¿Has estado vendiendo amuletos a jovencitas?

La pregunta me pilló desprevenido.

– ¿Amuletos? ¿Amuletos para qué?

– Eso deberías decírmelo tú -dijo Kilvin misteriosamente-. Amuletos del amor, o de la buena suerte. Para ayudar a una mujer a quedarse embarazada, o para impedirlo. Amuletos contra los demonios y esas cosas.

– Pero ¿se pueden fabricar esas cosas? -pregunté.

– No -dijo Kilvin con firmeza-. Y por eso nosotros no los vendemos. -Aquellos ojos oscuros y penetrantes se clavaron en mí-. Te lo preguntaré otra vez: ¿has estado vendiendo amuletos a gentes ignorantes?

Esa acusación me cogió tan por sorpresa que no se me ocurrió nada sensato que decir en mi defensa. Entonces comprendí lo ridículo de la situación y me puse a reír.

– No tiene ninguna gracia, Re'lar Kvothe -dijo Kilvin entrecerrando los ojos-. Esos objetos están expresamente prohibidos por la Universidad, y además, cualquier estudiante que vendiera amuletos falsos… -Se interrumpió y sacudió la cabeza-. Eso denotaría un grave defecto de carácter.

– Míreme, maestro Kilvin -dije tirándome de la camisa-. Si estuviera estafando a gentes crédulas, no tendría que llevar ropa de segunda mano.

Kilvin me miró de arriba abajo, como si se fijara en mi ropa por primera vez.

– Es verdad -dijo-. Sin embargo, se podría pensar que un alumno con pocos recursos estaría muy tentado de cometer acciones así.

– Y lo he pensado -admití-. Con un trozo de hierro de un penique y con diez minutos de la sigaldría más sencilla, podría fabricar un colgante que se pusiera frío al tocarlo. No sería muy difícil vender un objeto así. -Me encogí de hombros-. Pero sé perfectamente que eso entraría en la categoría de Transacción Fraudulenta. Yo no me arriesgaría a eso.

– Un miembro del Arcano evita ese comportamiento porque es incorrecto, Re'lar Kvothe -dijo Kilvin frunciendo el entrecejo-, y no porque haya mucho en juego.

Lo miré con una sonrisa triste.

– Maestro Kilvin, si tuviera usted tan poca fe en mi categoría moral, no estaríamos manteniendo esta conversación.

Su expresión se suavizó un tanto, y sus labios dibujaron un amago de sonrisa.

– He de reconocer que no esperaría algo así de ti. Pero ya me he llevado otras sorpresas. Si no investigara estos casos, estaría faltando a mi obligación.

– ¿Venía la muchacha a quejarse del amuleto? -pregunté.

– No. Ya te he dicho que no dejó ningún mensaje. Pero no me explico por qué motivo una muchacha acongojada con un amuleto podría venir buscándote, sabiendo tu descripción pero no tu nombre. -Arqueó una ceja, convirtiendo la frase en una pregunta.

Suspiré.

– ¿Quiere saber mi sincera opinión, maestro Kilvin?

Esa vez Kilvin arqueó ambas cejas.

– Por supuesto, Re'lar Kvothe.

– Creo que alguien intenta crearme problemas -dije. Comparado con administrarme un veneno alquímico, extender rumores era un comportamiento casi refinado para Ambrose.

Kilvin asintió mientras se acariciaba distraídamente la barba.

– Sí. Entiendo.

Se encogió de hombros y cogió la tiza.

– Muy bien. Consideraré este asunto resuelto, de momento. -Se volvió hacia la pizarra y me miró por encima del hombro-. Espero que no venga por aquí una horda de mujeres encinta agitando colgantes de hierro y maldiciendo tu nombre.

– Tomaré medidas para impedirlo, maestro Kilvin.

Trabajé unas horas en la Factoría fabricando piezas sueltas, y luego me dirigí al aula de la Principaba donde Elodin daba su clase. Tenía que empezar a mediodía, pero me presenté allí el primero con media hora de antelación.

Los otros alumnos fueron apareciendo poco a poco. En total éramos siete. Primero llegó Fenton, mi amigo y rival de Simpatía Avanzada. Luego entró Fela con Brean, una hermosa joven de unos veinte años de cabello rubio rojizo cortado a lo chico.

Nos presentamos y charlamos un poco. Jarret era un tímido modegano al que había visto en la Clínica. También reconocí a Inyssa, una joven de brillantes ojos azules y cabello de color miel, pero tardé un rato en recordar dónde la había conocido: había sido una de las efímeras parejas de Simmon. Por último llegó Uresh, un El'the que rozaba la treintena. Su tez y su acento delataban que provenía de la lejana Lenatt.

Sonó la campanada del mediodía, pero Elodin seguía sin aparecer.

Pasaron cinco minutos. Diez minutos. Media hora más tarde Elodin llegó resollando al aula, con un fajo desordenado de papeles en los brazos. Los dejó caer encima de una mesa y empezó a pasearse enfrente de nosotros.

– Antes de empezar, deberíamos aclarar bien varias cosas -anunció sin saludar ni pedir disculpas por su retraso-. En primer lugar, debéis hacer lo que yo diga. Debéis hacerlo lo mejor que podáis, aunque no entendáis por qué motivo. Me parece bien que me hagáis preguntas, pero en definitiva: yo mando y vosotros hacéis. -Nos miró-. ¿Sí?

Todos asentimos afirmativamente y murmuramos nuestra conformidad.

– Segundo: debéis creerme cuando os diga determinadas cosas. Algunas de las cosas que os diré quizá no sean ciertas. Pero debéis creerlas de todos modos, hasta que yo os ordene parar. -Nos miró uno por uno-. ¿Sí?

Me pregunté vagamente si Elodin empezaba todas sus clases así. El se fijó en que yo no había dado ninguna señal afirmativa. Me fulminó con la mirada, enojado.

– Todavía no hemos llegado a lo más difícil -espetó.

– Haré todo lo posible por intentarlo -dije.

– Con respuestas como esa, llegarás a abogado en un periquete -me dijo Elodin con sarcasmo-. ¿Por qué no lo haces y punto, en lugar de hacer todo lo posible por intentarlo?

Asentí con la cabeza. Eso lo apaciguó, y volvió a dirigirse a toda la clase.

– Hay dos cosas que debéis recordar. La primera es que nuestros nombres nos dan forma, y que nosotros damos forma a nuestros nombres. -Dejó de pasearse y nos miró-. La segunda es que hasta el nombre más sencillo es tan complejo que vuestra mente jamás podría tantear siquiera sus límites, y mucho menos entenderlo lo bastante bien para pronunciarlo.