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Hubo un largo silencio. Elodin esperó mirándonos con fijeza.

Fenton acabó picando.

– Si es así, ¿cómo se puede ser nominador?

– Buena pregunta -dijo Elodin-. La respuesta obvia es que no se puede. Que hasta los nombres más sencillos están muy lejos de nuestro alcance. -Levantó una mano-. Recordad: no me refiero a los nombres pequeños que utilizamos a diario. Los nombres para llamar cosas como «árbol», «fuego» o «piedra». Me refiero a algo completamente diferente.

Se metió una mano en el bolsillo y sacó una piedra de río, lisa y oscura.

– Describid la forma exacta de esta piedra. Habladme del peso y la presión que la forjaron a partir de arenas y sedimentos. Decidme cómo se refleja en ella la luz. Decidme cómo atrae la tierra su masa, cómo la envuelve el viento cuando se mueve por el aire. Decidme cómo las trazas de hierro dentro de ella sentirán la llamada de una piedra imán. Todas esas cosas y mil cien más configuran el nombre de esta piedra. -Alargó el brazo, sosteniéndola-. Esta sola y sencilla piedra.

Elodin bajó la mano y nos miró.

– ¿Veis lo compleja que puede ser incluso esta cosa tan sencilla? Si la estudiarais durante un largo mes, quizá llegarais a conocerla lo bastante bien para atisbar los bordes exteriores de su nombre. Quizá.

»Ese es el problema a que se enfrentan los nominadores. Debemos comprender cosas que están más allá de nuestra comprensión. ¿Cómo puede hacerse eso?

No esperó a que contestáramos, sino que cogió unas cuantas hojas de las que había traído y nos dio varias a cada uno.

– Dentro de quince minutos lanzaré esta piedra. Desde aquí. -Afianzó los pies en el suelo-. Mirándoos a vosotros. -Cuadró los hombros-. Haré un lanzamiento bajo, con un impulso de unos tres grips. Quiero que calculéis de qué manera se desplazará por el aire para que tengáis la mano en el sitio exacto y atraparla cuando llegue el momento.

»Podéis proceder -concluyó, y dejó la piedra encima de una mesa.

Me puse a resolver el problema con buena voluntad. Dibujé triángulos y arcos, y calculé utilizando fórmulas que no recordaba muy bien. No tardé en sentirme frustrado ante aquella tarea imposible. Faltaban demasiados datos, había demasiadas variables que era sencillamente imposible calcular.

Cuando llevábamos cinco minutos trabajando solos, Elodin nos animó a trabajar en grupo. Entonces fue cuando descubrí el talento que tenía Uresh para los números. Sus cálculos sobrepasaban los míos hasta tal punto que yo apenas entendía lo que hacía. Fela no le iba a la zaga, aunque ella además había dibujado una serie detallada de arcos parabólicos.

Los siete hablamos, discutimos, lo intentamos, fracasamos y volvimos a intentarlo. Transcurridos quince minutos, todos nos sentíamos frustrados. Yo el que más. Odio los problemas que no puedo resolver.

– Y bien, ¿qué podéis decirme? -inquirió Elodin mirándonos a todos.

Algunos empezamos a ofrecer medias respuestas o nuestras mejores conjeturas, pero él nos hizo callar con un ademán.

– ¿Qué podéis decirme con certeza?

Tras una pausa, habló Fela:

– Que no sabemos cómo caerá la piedra.

Elodin dio una palmada en señal de aprobación.

– ¡Muy bien! Esa es la respuesta correcta. Y ahora, mirad.

Fue hasta la puerta y asomó la cabeza.

– ¡Henri! -gritó-. Sí, tú. Ven un momento. -Se apartó de la puerta e hizo entrar a uno de los recaderos de Jamison, un niño de no más de ocho años.

Elodin se apartó media docena de pasos y se volvió poniéndose de cara al chico. Cuadró los hombros y esgrimió una sonrisa de loco.

– ¡Cógela! -dijo, y le lanzó la piedra a Henri.

El niño, desprevenido, atrapó la piedra al vuelo.

Elodin aplaudió con entusiasmo, y luego felicitó al desconcertado Henri antes de pedirle que le devolviera la piedra y ordenarle que se marchara.

El maestro se volvió hacia nosotros.

– ¿Y bien? -preguntó-. ¿Cómo lo ha hecho? ¿Cómo ha podido calcular en un segundo lo que siete brillantes miembros del Arcano no han podido resolver en un cuarto de hora? ¿Acaso sabe más geometría que Fela? ¿Sabe calcular más deprisa que Uresh? ¿Deberíamos pedirle que venga y nombrarlo Re'lar?

Todos reímos un poco, más relajados.

– A ver si me explico. En todos nosotros hay una mente que utilizamos para todos nuestros actos conscientes. Pero también hay otra mente, una mente dormida. Es tan poderosa que la mente dormida de un niño de ocho años puede lograr en un segundo lo que las mentes despiertas de siete miembros del Arcano no han logrado en quince minutos.

Describió un arco con un brazo.

– Vuestra mente dormida es lo bastante vasta y virgen para contener los nombres de las cosas. Eso lo sé porque a veces ese conocimiento aflora a la superficie. Inyssa ha pronunciado el nombre del hierro. Su mente despierta no lo sabe, pero su mente dormida es más sabia. En algún rincón dentro de ella, Fela entiende el nombre de la piedra. -Elodin me señaló-. Kvothe ha llamado al viento. Si hemos de dar crédito a los textos de aquellos que murieron antaño, el suyo es el camino tradicional. El del viento era el nombre que los aspirantes a nominadores buscaban y encontraban cuando aquí se estudiaban cosas, hace mucho tiempo.

Se quedó callado un momento, mirándonos con seriedad, con los brazos cruzados.

– Quiero que cada uno de vosotros piense qué nombre le gustaría encontrar. Debería ser un nombre pequeño. Algo sencillo: hierro o fuego, viento o agua, madera o piedra. Debería ser algo con lo que sintáis afinidad.

Elodin fue dando zancadas hasta la gran pizarra colgada en la pared y empezó a escribir una lista de títulos. Su caligrafía era asombrosamente pulcra.

– Estos libros son importantes -dijo-. Leed uno.

Al cabo de un momento, Brean levantó una mano. Entonces comprendió que era un gesto inútil, puesto que Elodin todavía nos daba la espalda.

– Maestro Elodin -dijo, titubeante-. ¿Cuál tenemos que leer?

Elodin giró la cabeza sin dejar de escribir.

– No me importa -dijo con fastidio-. Escoged uno. Los otros podéis leerlos por encima por partes. Podéis mirar las ilustraciones. Oledlos, como mínimo. -Giró de nuevo la cabeza hacia la pizarra.

Los siete nos miramos. Lo único que se oía en el aula eran los golpecitos de la tiza de Elodin.

– ¿Cuál es el más importante? -pregunté.

Elodin hizo un ruidito de desagrado.

– No lo sé. Yo no los he leído. -Escribió En temerant voistra en la pizarra y encerró las palabras en un círculo-. Ni siquiera sé si este está en el Archivo. -Anotó un signo de interrogación a su lado y siguió escribiendo-. Pero os diré una cosa. Ninguno está en Volúmenes. De eso me he asegurado bien. Tendréis que buscarlos en Estanterías. Tendréis que ganároslos.

Terminó de escribir el último título y se apartó de la pizarra, asintiendo con la cabeza para sí. En total había veinte libros. Puso estrellitas junto a tres de ellos, subrayó otros dos y dibujó una cara triste junto al último de la lista.

Y entonces salió del aula sin decir nada más, y nos dejó pensando en la naturaleza de los nombres y preguntándonos dónde nos habíamos metido.

Capítulo 13

La cacería

Decidido a hacer un buen papel en la clase de Elodin, fui a buscar a Wilem y negocié con él un intercambio: copas en el futuro a cambio de ayuda para orientarme en el Archivo.

Recorrimos juntos las calles adoquinadas de la Universidad; soplaba un fuerte viento, y la silueta sin ventanas del Archivo se alzaba sobre nosotros al otro lado del patio. Las palabras vorfelan rhinata morie estaban cinceladas en la fachada, sobre la puerta de piedra de doble hoja.

Cuando estuvimos cerca, me di cuenta de que tenía las manos sudadas.