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– Divina pareja, espera un momento -dije, y me paré.

Wil arqueó una ceja.

– Estoy nervioso como una prostituta inexperta -expliqué-. Dame un momento.

– Dices que Lorren te levantó el castigo hace dos días -dijo Wilem-. Creía que entrarías en cuanto te dieran el permiso.

– He esperado para que puedan actualizar los registros. -Me sequé las manos húmedas en la camisa-. Estoy seguro de que pasará algo -añadí con nerviosismo-. Mi nombre no aparecerá en el registro. Ambrose estará en el mostrador y sufriré una recaída de la droga y acabaré arrodillándome sobre su cuello y chillando.

– Me encantaría verlo -dijo Wil-, pero hoy Ambrose no trabaja.

– Bueno, ya es algo -admití, y me relajé un poco. Señalé las palabras escritas sobre la puerta-. ¿Sabes qué significa eso?

Wil alzó la vista.

– El deseo de conocimiento forma al hombre -dijo-. O algo parecido.

– Me gusta. -Inspiré hondo-. Bueno. Vamos allá.

Tiré de la enorme puerta de piedra y entré en una pequeña antecámara; Wil abrió las puertas interiores de madera y entramos en el vestíbulo. En medio de la habitación había un gran mostrador de madera con varios registros grandes y encuadernados en piel. Unas puertas, también imponentes, llevaban en diferentes direcciones.

Fela, con el rizado cabello recogido en una cola, estaba sentada detrás del mostrador. La luz rojiza de las lámparas simpáticas la hacía parecer diferente, pero no menos hermosa. Nos sonrió.

– Hola, Fela -la saludé intentando disimular mi nerviosismo-. Me han dicho que Lorren me ha inscrito de nuevo en los libros buenos. ¿Puedes comprobarlo, por favor?

Fela asintió y empezó a hojear el registro que tenía delante. Se le iluminó la cara y señaló en una hoja. Pero entonces su expresión se ensombreció.

Noté un vacío en el estómago.

– ¿Qué pasa? ¿Algo malo?

– No, no pasa nada -me contestó Fela.

– Pues nadie lo diría -refunfuñó Wil-. ¿Qué pone?

Fela vaciló, pero le dio la vuelta al libro para que pudiéramos leerlo: «Kvothe, hijo de Arliden. Pelirrojo. Tez clara. Joven». Al lado, anotado en el margen con una caligrafía distinta, ponía: «Miserable Ruh».

– Todo está correcto -dije sonriendo a Fela-. ¿Puedo entrar?

Ella asintió.

– ¿Necesitáis lámparas? -nos preguntó, y abrió un cajón.

– Yo sí -respondió Wil, que ya estaba escribiendo su nombre en otro libro.

– Yo ya llevo una -dije sacando mi lamparita de un bolsillo de la capa.

Fela abrió el registro de entradas y nos pidió que firmáramos en él. Cuando escribía mi nombre, me tembló la mano y se me escapó el plumín, manchando la página de tinta. Fela secó la tinta con papel secante y cerró el libro. Me sonrió.

– Bienvenido -dijo.

Dejé que Wilem me guiara por Estanterías y aparenté admiración lo mejor que pude.

Tampoco me costó mucho fingir. Pese a que llevaba tiempo entrando en el Archivo, me había visto obligado a moverme por allí con el sigilo de un ladrón. Ponía la lámpara al mínimo y evitaba los pasillos principales por temor a tropezarme con alguien.

Los estantes cubrían por completo las paredes de piedra. Algunos pasillos eran amplios y despejados, con techos altos, mientras que otros formaban pasadizos estrechos donde apenas quedaba espacio para que pasaran dos personas de medio lado. Había un olor intenso a cuero y polvo, a pergamino viejo y a cola de encuadernar. Olía a secretos.

Wilem me llevó entre estanterías de formas retorcidas, subimos por una escalera y atravesamos un pasillo largo y ancho con las paredes forradas de libros idénticos encuadernados con piel roja. Por último llegamos ante una puerta por cuyas rendijas se filtraba una tenue luz rojiza.

– Hay habitaciones cerradas para estudiar en privado -dijo Wilem en voz baja-. Se llaman «rincones de lectura». Sim y yo utilizamos mucho este. Lo conoce poca gente. -Llamó a la puerta brevemente antes de abrirla revelando una habitación sin ventanas donde apenas cabían una mesa y unas sillas.

Sim estaba sentado a la mesa, y la luz roja de su lámpara simpática hacía que su cara pareciera aún más rubicunda que de costumbre. Abrió desmesuradamente los ojos al verme.

– ¡Kvothe! ¿Qué haces aquí? -exclamó. Se volvió hacia Wilem, horrorizado-. ¿Qué hace aquí?

– Lorren le ha levantado el castigo -explicó Wilem-. Nuestro joven amigo tiene una lista de lecturas. Está planeando su primera cacería de libros.

– ¡Enhorabuena! -Sim me sonrió-. ¿Puedo ayudarte? Me estaba quedando dormido. -Me tendió la mano con la palma hacia arriba.

Me di unos golpecitos en la sien.

– El día que no sea capaz de memorizar veinte títulos dejaré de pertenecer al Arcano -dije. Pero esa era una media verdad. Toda la verdad era que solo tenía seis preciosas hojas de papel. No podía malgastar una para algo tan banal.

Sim se sacó del bolsillo un trozo de papel doblado y un lápiz corto.

– Pues yo necesito apuntar las cosas -dijo-. No todos memorizamos baladas por diversión.

Me encogí de hombros y empecé a anotar los títulos.

– Creo que ganaremos tiempo si nos dividimos la lista -propuse.

Wilem me miró con extrañeza.

– ¿Acaso crees que puedes pasearte por aquí y encontrar los libros tú solo? -Miró a Sim, que sonreía de oreja a oreja.

Claro. Se suponía que yo no sabía nada de la distribución de Estanterías. Wil y Sim ignoraban que llevaba casi un mes colándome por la noche.

No es que no confiara en ellos, pero Sim no sabía mentir ni para salvar la vida, y Wil trabajaba de secretario. No quería que tuviera que elegir entre mi secreto y su deber para con el maestro Lorren.

Así que decidí hacerme el tonto.

– Bah, ya me las apañaré -dije con desenfado-. No puede ser tan difícil pillarle el truco.

– En el Archivo hay tantos libros -dijo Wil despacio- que tardarías un ciclo entero solo para leer todos los títulos. -Hizo una pausa y me miró de hito en hito-. Once días enteros sin pausa para comer ni para dormir.

– ¿En serio? -preguntó Sim-. ¿Tanto tiempo?

Wil asintió.

– Lo calculé hace un año. Me ayuda a atajar el lloriqueo de los E'lir cuando tienen que esperar a que les vaya a buscar un libro. -Me miró-. También hay libros que no tienen título. Y rollos de pergamino. Y tablillas. Y muchas lenguas.

– ¿Qué clase de tablillas? -pregunté.

– Tablillas de arcilla -explicó Wil-. Fueron de las pocas cosas que se salvaron cuando ardió Caluptena. Algunas las han transcrito, pero no todas.

– Pero no es solo eso -intervino Sim-. El problema es la organización.

– La catalogación -continuó Wil-. A lo largo de los años ha habido muchos sistemas diferentes. Unos maestros prefieren uno, y otros, otro. -Arrugó la frente-. Algunos crean sus propios sistemas para organizar los libros.

– Lo dices como si hubiera que ponerlos en la picota por ello -dije riendo.

– Tal vez -refunfuñó Wil-. Yo no lloraría si eso pasara.

– No puedes reprocharle a un maestro que intente organizar las cosas de la mejor manera posible -objetó Sim.

– Sí puedo -le contradijo Wilem-. Si el Archivo estuviera mal organizado, tendríamos que trabajar en condiciones desagradables pero uniformes. Pero en los últimos cincuenta años ha habido muchos sistemas diferentes. Libros mal etiquetados. Títulos mal traducidos.

Se pasó las manos por el pelo; de pronto parecía cansado.

– Y continuamente llegan libros nuevos que hay que catalogar. Y siempre hay algún E'lir perezoso en la Tumba que nos pide que le busquemos algo. Es como intentar cavar un hoyo en el fondo de un río.

– Por cómo lo cuentas -dije despacio-, se ve que el tiempo que pasas trabajando de secretario te resulta agradable y gratificante.

Sim se tapó la boca con ambas manos para amortiguar una risa.

– Y luego estáis vosotros. -Wil me miró, y su voz adoptó un tono grave y amenazador-. Alumnos con libertad para entrar en Estanterías. Venís, leéis un libro hasta la mitad y lo escondéis para poder seguir leyéndolo cuando os convenga. -Wil apretaba los puños como si estuviera agarrando a alguien por la camisa. O tal vez por el cuello-. Luego olvidáis dónde habéis puesto el libro, que desaparece como si lo hubierais quemado.