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Wil me apuntó con un dedo.

– Si alguna vez me entero de que haces eso -dijo con ira- no habrá Dios que te libre de mí.

Pensé, arrepentido, en los tres libros que había escondido de la forma que Wil acababa de describir mientras estudiaba para los exámenes.

– Te prometo -dije- que jamás lo haré. -«Otra vez», añadí mentalmente.

Sim se levantó de la mesa frotándose enérgicamente las manos.

– Vale. Dicho de otro modo, esto es un desastre, pero si te ciñes a los libros que aparecen en el catálogo de Tolem, deberías poder encontrar lo que buscas. Tolem es el sistema que utilizamos ahora. Wil y yo te enseñaremos dónde se guardan los catálogos.

– Y unas cuantas cosas más -añadió Wil-. Tolem no es muy completo. Quizá algunos de tus libros requieran una búsqueda más exhaustiva. -Se dio la vuelta y abrió la puerta.

Resultó que en los catálogos de Tolem solo había cuatro libros de mi lista. Tras comprobarlo, tuvimos que abandonar las partes mejor organizadas de Estanterías. Wil se había tomado mi lista como un desafío personal, así que ese día aprendí mucho sobre el Archivo. Wil me llevó a Catálogos Muertos, la Escalera Inversa, el Ala Inferior.

Aun así, pasadas cuatro horas solo habíamos conseguido localizar el paradero de siete libros. Eso pareció frustrar a Wil, pero le di las gracias efusivamente, y le aseguré que me había proporcionado lo necesario para continuar la búsqueda por mi cuenta.

Los días siguientes me pasé todos mis momentos libres en el Archivo, de caza y captura buscando los libros de la lista de Elodin. Nada deseaba más que empezar aquella asignatura con buen pie, y estaba decidido a leer todos los libros que nos había dado.

El primero era un libro de viajes que encontré bastante ameno. El segundo era un libro de poesía bastante mala, pero era corto, y conseguí leérmelo apretando los dientes y cerrando de vez en cuando un ojo para que mi cerebro no saliera demasiado perjudicado. El tercero era un libro de filosofía retórica, escrito sin fluidez.

A continuación venía un libro que detallaba la flora silvestre del norte de Atur. Un manual de esgrima con ilustraciones bastante confusas. Otro libro de poesía, pesado como un ladrillo y aún más lamentable que el primero.

Me llevó horas, pero los leí todos. Y hasta tomé notas en dos de mis valiosas hojas de papel.

A continuación venía el diario de un loco, o eso me pareció que era. Suena interesante, pero en realidad solo era un dolor de cabeza comprimido entre dos cubiertas. El hombre escribía con una caligrafía muy prieta, sin espacio entre las palabras. No había párrafos. Ni puntuación. Ni gramática u ortografía consistentes.

Fue entonces cuando empecé a leer por encima. Al día siguiente, al enfrentarme a dos libros escritos en modegano, una serie de ensayos relacionados con la rotación de cultivos y una monografía sobre los mosaicos vínticos, dejé de tomar notas.

Los últimos libros me limité a hojearlos, preguntándome por qué Elodin querría que leyéramos el registro de tributos de doscientos años de antigüedad de una baronía de los Pequeños Reinos, un texto médico obsoleto y un drama moral mal traducido.

Aunque no tardé en perder mi fascinación por leer los libros de Elodin, seguía disfrutando con la caza y captura. Fastidié a no pocos secretarios con mis constantes preguntas: ¿quién se encargaba de guardar los libros en los estantes? ¿Dónde estaban los panléxicos vínticos? ¿Quién tenía las llaves del almacén de rollos del cuarto sótano? ¿Dónde guardaban los libros dañados mientras esperaban a que los repararan?

Al final encontré diecinueve libros. Todos excepto En temerant voistra. Y no fue porque no lo intentara. Calculé que había invertido casi cincuenta horas en la tarea de buscar y leer.

Llegué a la siguiente clase de Elodin con diez minutos de antelación, orgulloso como un sacerdote. Llevaba mis dos hojas de meticulosas notas, ansioso por impresionar a Elodin con mi dedicación y mi esmero.

Los siete alumnos nos presentamos antes de que sonara la campana de mediodía. La puerta del aula estaba cerrada, así que nos quedamos de pie en el pasillo esperando a que llegara Elodin.

Nos contamos cómo nos había ido la búsqueda en el Archivo, y dimos mil vueltas a por qué Elodin consideraba importantes aquellos libros. Fela era secretaria desde hacía años, y solo había localizado siete títulos. Nadie había encontrado En temerant vóistra ni lo había visto siquiera mencionado.

Elodin seguía sin llegar cuando sonó la campana de mediodía, y quince minutos más tarde me harté de esperar de pie en el pasillo e intenté abrir la puerta del aula. Al principio el picaporte no se movió, pero cuando lo sacudí con impaciencia, el pestillo giró y la puerta se abrió un poco.

– Creía que estaba cerrada con llave -dijo Inyssa frunciendo el entrecejo.

– No, solo estaba atascada -dije, y acabé de abrirla de un empujón.

Entramos en la gran sala vacía y bajamos por la escalera hasta la primera fila de asientos. En la gran pizarra que teníamos delante, había una única palabra escrita con la pulcra caligrafía de Elodin: «Discutan».

Nos sentamos y nos pusimos a esperar, pero Elodin seguía sin aparecer. Miramos la pizarra, y luego entre nosotros, sin saber exactamente qué se suponía que teníamos que hacer.

Por las caras que ponían los demás, comprendí que no era el único que estaba enojado. Me había pasado cincuenta horas buscando aquellos condenados e inútiles libros. Había cumplido mi parte. ¿Por qué Elodin no cumplía la suya?

Los siete aguardamos dos horas más, charlando y esperando a que llegara Elodin.

Jamás llegó.

Capítulo 14

La ciudad escondida

Si bien las horas que había perdido de caza y captura buscando los libros de Elodin me habían dejado profundamente irritado, la experiencia me proporcionó un sólido conocimiento sobre el funcionamiento del Archivo. Lo más importante que aprendí fue que no era un mero almacén lleno de libros. El Archivo era una auténtica ciudad. Tenía calles y callejones tortuosos. Tenía pasajes y atajos.

Como en cualquier ciudad, algunas partes del Archivo eran un hervidero de actividad. En el Scriptorium había hileras de mesas donde los secretarios se afanaban con traducciones o copiaban textos desvaídos en libros nuevos con tinta negra y fresca. En la Sala de Clasificación los secretarios pasaban los libros por la criba y los colocaban de nuevo en los estantes.

La Sala de Descocados no era lo que había imaginado. Allí se desparasitaban los libros nuevos antes de añadirlos a la colección. Por lo visto, hay un sinfín de bicharracos que adoran los libros: unos devoran el pergamino y el cuero, y otros tienen afición al papel o la cola. Las lepismas eran solo un ejemplo, y después de que Wilem me contara unas cuantas historias, me dieron ganas de ir corriendo a lavarme las manos.

La Jaula del Catalogador, el Taller de Encuadernación, Rollos, Palimpsestos… En todas esas salas, llenas de silenciosos y laboriosos secretarios, se vivía el ajetreo de una colmena.

Pero en otras partes del Archivo ocurría todo lo contrario. La Oficina de Adquisiciones, por ejemplo, era muy pequeña y estaba permanentemente a oscuras. A través de la ventana vi que toda una pared de la oficina estaba ocupada por un mapa inmenso, con las ciudades y los caminos marcados con tanto detalle que parecía un telar enmarañado. El mapa estaba recubierto con una capa de laca alquímica transparente, y en varios puntos había notas escritas con lápiz rojo que localizaban rumores de libros atractivos y las últimas posiciones conocidas de los diferentes equipos de adquisición.