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– Si es así, lo único que tiene que hacer es entrar en una iglesia al final del cuarto acto -razoné-. Rezará, aprenderá la lección y será un muchacho recto y virtuoso el resto de su vida.

– Si hubiera venido a pedirme consejo, no habría pasado nada. -Hizo un gesto de frustración-. Pero no, vino a verme después para contarme cómo lo había arreglado. Como el prestamista del gremio le había cortado el crédito, ¿sabes qué hizo?

– Fue a ver a un renovero -dije, y noté que se me encogía el estómago. +

– ¡Y no sabes lo contento que estaba cuando vino a decírmelo! -Denna me miró con gesto de desesperación-. Como si por fin hubiera encontrado la manera de salir de este lío. -Se estremeció-. Entremos ahí. -Señaló un pequeño jardín-. Hoy hace más viento del que creía.

Dejé el estuche de mi laúd en el suelo y me quité la capa.

– Toma, yo no tengo frío.

Denna iba a rechazar mi ofrecimiento, pero al final se puso mi capa.

– Y luego dices que no eres un caballero -bromeó.

– No lo soy -dije-. Lo que pasa es que sé que olerá mejor después de que tú te la hayas puesto.

– Ah, ya -replicó ella, ingeniosa-. Y luego se la venderás a un perfumero y ganarás una fortuna.

– Sí, ese era mi plan desde el principio -admití-. Un plan astuto y elaborado. Ya lo ves, tengo más de ladrón que de caballero.

Nos sentamos en un banco, protegidos del viento.

– Me parece que has perdido una hebilla -comentó Denna.

Miré el estuche de laúd. El extremo más estrecho estaba abierto, y la hebilla de hierro había desaparecido.

Suspiré y, distraído, metí la mano en uno de los bolsillos interiores de mi capa.

Denna soltó una exclamación -no muy fuerte, solo una inspiración brusca- y de pronto me miró con los ojos muy abiertos y oscuros bajo la luz de la luna.

Retiré la mano como si me hubiera quemado y balbuceé una disculpa.

Denna se echó a reír.

– Qué situación tan violenta -dijo en voz baja, para sí.

– Lo siento -me apresuré a decir-. Ha sido sin querer. Tengo un poco de alambre ahí dentro que podría usar para cerrar el estuche, de momento.

– Ah. Claro. -Metió las manos debajo de la capa, rebuscó un poco y sacó el trozo de alambre.

– Lo siento -volví a decir.

– Es que no lo esperaba -explicó-. No creía que fueras de esos hombres que se le tiran encima a una mujer sin previo aviso.

Miré el laúd, avergonzado, y me entretuve pasando el alambre por el agujero que había dejado la hebilla y enroscando bien los extremos.

– Es un laúd muy bonito -dijo Denna tras un largo silencio-. Pero ese estuche se cae a pedazos.

– Cuando compré el laúd me quedé desplumado -expliqué, y levanté la cabeza como si de pronto se me hubiera ocurrido una idea-. ¡Ya lo sé! ¡Le pediré a Geoffrey que me diga cómo se llama su renovero! ¡Así podré comprarme dos estuches!

Denna me dio un cachete juguetón, y me arrimé a ella en el banco.

Nos quedamos callados un momento, y entonces Denna se miró las manos y volvió a hacer aquel gesto extraño que ya había hecho varias veces durante nuestro paseo. Entonces comprendí qué era lo que hacía.

– ¿Y tu anillo? -pregunté-. ¿Qué le ha pasado?

Denna me lanzó una mirada extraña.

– Tenías un anillo. Siempre te he visto con él, desde que te conozco -expliqué-. De plata, con una piedra azul claro.

– Ya sé cómo era -dijo arrugando la frente-. Pero tú ¿cómo lo sabes?

– Siempre lo llevas -dije fingiendo desinterés, como si no me fijara en todos sus detalles. Como si no supiera que siempre lo hacía girar en el dedo cuando estaba nerviosa o ensimismada-. ¿Qué le ha pasado?

Denna se miró las manos.

– Lo tiene un joven caballero.

– Ah -dije. No pude contenerme y añadí-: ¿Quién?

– Dudo que… -Hizo una pausa y me miró-. Bueno, quizá lo conozcas. También estudia en la Universidad. Se llama Ambrose Anso.

De pronto se me llenó el estómago de hielo y ácido.

Denna desvió la mirada.

– Tiene un brusco encanto -explicó-. Más brusco que encanto, la verdad. Pero… -Encogió los hombros sin terminar la frase.

– Ya veo -dije. Y añadí-: La cosa debe de ir en serio.

Denna me miró con gesto de extrañeza, y entonces comprendió y rompió a reír. Negó enérgicamente con la cabeza, agitando las manos para enfatizar la negación.

– No, no. No, por Dios. No hay nada de eso. Vino a visitarme unas cuantas veces. Fuimos a ver una obra de teatro. Me invitó a bailar. Baila bastante bien.

Inspiró hondo y soltó el aire con un suspiro.

– La primera noche fue muy educado. Hasta gracioso. La segunda noche, lo fue un poco menos. -Entrecerró los ojos-. La tercera noche empezó a avasallarme. Después, las cosas se pusieron feas. Tuve que dejar mis habitaciones en La Cabeza de Jabalí porque no paraba de presentarse con chucherías y poemas.

Me invadió una sensación de inmenso alivio. Por primera vez desde hacía varios días notaba que podía llenar los pulmones de aire por completo. Noté que una sonrisa amenazaba con apoderarse de mi cara y la reprimí, porque habría sido tan radiante que me habría hecho parecer loco de remate.

Denna me lanzó una mirada irónica.

– No sabes cómo se parecen la arrogancia y la seguridad a simple vista. Y era generoso y rico, y esa es una buena combinación. -Levantó una mano desnuda-. El engaste de mi anillo estaba suelto y él dijo que lo llevaría a reparar.

– Pero después de que las cosas se pusieron feas, ya no se mostró tan generoso, ¿verdad?

Sus labios rojos dibujaron otra sonrisa irónica.

– No tanto.

– Quizá pueda hacer algo -dije-. Si ese anillo es importante para ti.

– Era importante -dijo Denna, y me miró con franqueza-. Pero ¿qué vas a hacer exactamente? ¿Recordarle, de caballero a caballero, que debería tratar a las mujeres con dignidad y respeto? -Alzó los ojos al cielo-. Te deseo suerte.

Me limité a dedicarle mi más encantadora sonrisa. Ya le había dicho la verdad: yo no era un caballero, sino un ladrón.

Capítulo 20

Un viento veleidoso

Al día siguiente, por la noche, me encontraba en El Pony de Oro, posiblemente la posada más elegante de nuestro lado del río. Presumía de excelentes cocinas, un buen establo y un personal experto y obsequioso. Era un establecimiento de categoría que solo podían permitirse los estudiantes más adinerados.

No estaba dentro, por supuesto, sino agazapado en el tejado, al amparo de la oscuridad, procurando no pensar demasiado en el hecho de que lo que estaba planeando iba mucho más allá de los límites de la Conducta Impropia. Si me descubrían entrando en las habitaciones de Ambrose, con toda seguridad me expulsarían.

Era una noche despejada de otoño y soplaba un fuerte viento. Eso tenía sus pros y sus contras. El susurro de las hojas disimularía cualquier pequeño ruido que hiciera, pero temía que el ondular de mi capa llamara la atención.

Nuestro plan era sencillo. Había deslizado una nota sellada por debajo de la puerta de Ambrose. Era una insinuante invitación, anónima, para una cita en Imre. La había escrito Wil, pues Sim y yo opinábamos que era el que tenía una caligrafía más femenina.

Era una locura, pero pensé que Ambrose mordería el anzuelo. Habría preferido que alguien lo hubiera distraído personalmente, pero cuantas menos personas participaran, mejor. Habría podido pedirle a Denna que me ayudara, pero quería darle una sorpresa cuando le devolviera el anillo.

Wil y Sim eran mis vigías. Wil estaba en la taberna, y Sim, apostado en el callejón, junto a la puerta trasera. Su misión consistía en avisarme cuando Ambrose saliera del edificio. Y lo más importante: me alertarían si volvía antes de que yo hubiera terminado de registrar sus habitaciones.

Noté un fuerte tirón en mi bolsillo derecho al agitarse la ramita de roble que llevaba en él. Al cabo de un momento, se repitió la señal. Wilem me estaba indicando que Ambrose había salido de la posada.