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– ¿Te veyan? -dijo con una voz extraña. Sus ojos, vidriosos, reflejaban confusión-. ¿Te-tanten ventelanet?

Entonces, moviéndose a una velocidad asombrosa, Bast se lanzó hacia Cronista desde detrás de la barra. El escribano saltó de la silla, apartándose de un brinco. Derribó dos mesas y media docena de sillas antes de tropezar y caer al suelo, moviendo los brazos y las piernas desesperadamente en un intento de llegar hasta la puerta.

Mientras se arrastraba, muerto de miedo, pálido y horrorizado, Cronista lanzó una rápida mirada por encima del hombro, y vio que Bast no había dado más de tres pasos. El joven moreno estaba de pie junto a la barra, doblado por la cintura y temblando muerto de risa. Con una mano se tapaba la cara, y con la otra apuntaba a Cronista. Sus carcajadas eran tan violentas que apenas podía respirar. Al cabo de un momento tuvo que sujetarse con ambos brazos a la barra.

Cronista estaba furioso.

– ¡Imbécil! -gritó mientras se ponía de pie con dificultad-. ¡Eres… eres un imbécil!

Bast, todavía falto de aire por la risa, levantó los brazos y, casi sin fuerzas, hizo ver que arañaba el aire, como un niño que imita a un oso.

– Bast -lo reprendió el posadero-. Venga. Por favor. -Pero si bien el tono de Kote era severo, la risa se reflejaba en sus ojos. Le temblaban los labios, tratando de no dejar escapar una sonrisa.

Ofendido, Cronista puso las sillas y las mesas en su sitio, golpeándolas contra el suelo con más fuerza de la necesaria. Cuando por fin llegó a la mesa a la que antes estaba sentado, tomó de nuevo asiento, con la espalda muy tiesa. Para entonces Bast volvía a estar detrás de la barra, con la respiración agitada y muy concentrado en el acebo que tenía en las manos.

Cronista lo fulminó con la mirada y se frotó la espinilla. Bast sofocó algo que, teóricamente, habría podido ser una tos.

Kote rió para sus adentros y sacó otra rama de acebo del fardo, añadiéndola al largo cordón que estaba trenzando. Levantó la cabeza y miró a Cronista.

– Antes de que me olvide, creo que hoy vendrá gente a solicitar tus servicios de escribano.

– Ah, ¿sí? -Cronista parecía sorprendido.

Kote asintió y dio un suspiro de irritación.

– Sí. La noticia ya ha empezado a correr, no podemos hacer nada. Tendremos que ocuparnos de ellos como podamos. Por suerte, todo aquel que tenga dos buenas manos estará trabajando en el campo hasta mediodía, de modo que no tendremos que preocuparnos por eso hasta…

Los dedos del posadero, que manejaban las ramas de acebo con torpeza, partieron una rama, y una espina se le clavó en la yema del pulgar. El pelirrojo no se inmutó ni maldijo en voz alta; se limitó a fruncir el ceño y mirarse las manos mientras se formaba una gota de sangre, roja como una baya.

El posadero, arrugando la frente, se llevó el pulgar a la boca. Su expresión ya no era risueña, y tenía la mirada dura e inescrutable. Dejó a un lado el cordón de acebo sin terminar, con un gesto tan deliberadamente desenfadado que casi daba miedo.

Volvió a mirar a Cronista y, con una voz absolutamente calmada, agregó:

– Lo que quiero decir es que deberíamos aprovechar el tiempo antes de que nos interrumpan. Pero antes, supongo que querrás desayunar algo.

– Si no es mucha molestia -contestó Cronista.

– En absoluto -dijo Kote; se dio la vuelta y entró en la cocina.

Bast lo vio marchar con gesto de preocupación.

– Tendrías que apartar la sidra del fuego y ponerla fuera a enfriar -le gritó-. La última tanda parecía mermelada y no jugo. Ah, y he encontrado unas hierbas ahí fuera. Están encima del barril del agua de lluvia. Míratelas, a ver si sirven para la cena.

Una vez solos en la taberna, Bast y Cronista se miraron largamente por encima de la barra. El único sonido que se oyó fue el golpe de la puerta trasera al cerrarse.

Bast le hizo un último arreglo a la corona que tenía en las manos y la examinó desde todos los ángulos. Se la acercó a la cara como si fuera a olería; pero en lugar de eso, inspiró hondo llenando los pulmones, cerró los ojos y sopló sobre las hojas de acebo, tan suavemente que estas apenas se movieron. Abrió los ojos, compuso una sonrisa adorable de disculpa y fue hacia Cronista.

– Toma. -Ofreció la corona de acebo al escribano, que seguía sentado.

Cronista no hizo ademán de cogerla, pero Bast no borró la sonrisa de sus labios.

– No lo has visto porque estabas muy entretenido cayéndote -dijo con voz queda-, pero cuando has salido corriendo, se ha reído. Ha soltado tres buenas carcajadas desde lo más hondo del vientre. Tiene una risa maravillosa. Es como la fruta. Como la música. Llevaba meses sin oírla.

Bast volvió a tenderle la corona de acebo sonriendo con timidez.

– Esto es para ti. Le he puesto toda la grammaría que tengo. Se mantendrá viva y verde más tiempo del que imaginas. Cogí el acebo de la manera adecuada y le he dado forma con mis propias manos. Está cogido, tejido y movido con un propósito. -Alargó un poco más el brazo, como un niño tímido entregando un ramo de flores-. Tómala. Es un regalo que te hago de buen grado. Te lo ofrezco sin compromiso, impedimento ni obligación.

Cronista, vacilante, estiró el brazo y cogió la corona. La examinó dándole vueltas con las manos. Entre las hojas verde oscuro había unas bayas rojas que parecían gemas, y estaba hábilmente trenzada, de manera que las espinas apuntaban hacia fuera. Se la colocó con cuidado sobre la cabeza y comprobó que se ajustaba muy bien al contorno de su frente.

– ¡Aclamemos todos al Señor del Desgobierno! -gritó Bast, sonriendo y levantando las manos. Luego soltó una risa jubilosa.

Una sonrisa se asomó a los labios de Cronista mientras se quitaba la corona.

– Bueno -dijo en voz baja al mismo tiempo que bajaba las manos hasta el regazo-, ¿significa esto que estamos en paces?

Bast ladeó la cabeza, confuso.

– ¿Cómo dices?

– Me refiero a lo que me dijiste… anoche… -Cronista parecía incómodo.

Bast parecía sorprendido.

– Ah, no -dijo con seriedad, negando con la cabeza-. No. En absoluto. Me perteneces, hasta la médula de los huesos. Eres un instrumento de mis deseos. -Echó un vistazo hacia la cocina, y su expresión se tornó amarga-. Y ya sabes qué es lo que deseo. Hacerle recordar que es algo más que un posadero que prepara tartas. -La última palabra fue casi un escupitajo.

– Sigo sin saber qué puedo hacer yo -repuso Cronista, removiéndose en la silla y desviando la mirada.

– Harás todo lo que puedas -replicó Bast en voz baja-. Lo harás salir de dentro de sí mismo. Lo despertarás. -Esto último lo dijo con fiereza.

Puso una mano en el hombro de Cronista y entrecerró ligeramente los ojos azules.

– Le harás recordar. Lo harás.

Cronista vaciló un momento; luego agachó la cabeza, miró la corona de acebo que tenía en el regazo y asintió con una leve inclinación.

– Haré lo que pueda.

– Eso es lo único que todos nosotros podemos hacer -dijo Bast, y le dio una palmadita amistosa en la espalda-. Por cierto, ¿qué tal el hombro?

El escribano lo hizo girar, y el movimiento pareció fuera de lugar, porque el resto de su cuerpo se mantuvo rígido y quieto.

– Dormido. Frío. Pero no me duele.

– Era de esperar. Yo en tu lugar no me preocuparía. -Bast le sonrió alentadoramente-. La vida es demasiado corta para que os preocupéis por cosas sin importancia.

Desayunaron: patatas, tostadas, tomates y huevos. Cronista se sirvió una ración respetable, y Bast comió por tres. Kote iba haciendo sus tareas: fue a buscar más leña, echó carbón al horno para prepararlo para cocer las tartas y vertió en jarras la sidra que había puesto a enfriar.

Estaba llevando un par de jarras de sidra a la barra cuando se oyeron unas pisadas de botas en el porche de madera de la posada, más fuertes que unos golpes dados en la puerta con los nudillos. Al cabo de un momento, el aprendiz del herrero irrumpió en la taberna. Pese a tener solo dieciséis años, era uno de los hombres más altos del pueblo, y tenía unos hombros anchos y unos brazos gruesos.