Выбрать главу

Pero la ventana no se abría. Empujé más fuerte, preguntándome si se habría cerrado sola con el golpe del viento.

Entonces distinguí una delgada tira de latón a lo largo del antepecho de la ventana. Casi a oscuras, no podía leer la sigaldría, pero sé reconocer una guarda. Eso explicaba por qué Ambrose había vuelto tan pronto: sabía que alguien había entrado en sus habitaciones. Es más, una buena guarda no solo te avisaba de la presencia de un intruso, sino que podía mantener cerrada una puerta o una ventana para dejar al ladrón encerrado dentro.

Corrí hacia la puerta, buscando en los bolsillos de mi capa algo largo y delgado que pudiera usar para forzar la cerradura. Como no encontré nada adecuado, agarré una pluma del escritorio de Ambrose, la introduje en el ojo de la cerradura y tire con fuerza hacia un lado, rompiendo el plumín, que quedó dentro. Al cabo de un momento oí un ruido metálico: Ambrose intentaba abrir la puerta desde su lado, y blasfemaba al no poder meter la llave.

Yo volvía a estar junto a la ventana, iluminando con mi lámpara la tira de latón y murmurando runas por lo bajo. Era bastante sencillo. Podía inutilizar la sigaldría inscribiendo unas pocas runas de conexión, abrir la ventana y huir.

Volví corriendo al salón y agarré el abrecartas del escritorio y, con las prisas, volqué el tintero, que estaba tapado. Me disponía a empezar a borrar las runas cuando caí en la cuenta de que era una estupidez. Cualquier ladronzuelo podía entrar en las habitaciones de Ambrose, pero el número de personas que sabían suficiente sigaldría para inutilizar una guarda era muy reducido. Habría sido como escribir mi nombre en el marco de la ventana.

Me paré un momento a pensar; devolví el abrecartas al escritorio y coloqué el tintero en su sitio. Volví a la ventana y examiné detenidamente la larga tira de latón. Romper una cosa es sencillo, pero entenderla es más difícil.

Y es aún más difícil si al mismo tiempo estás oyendo imprecaciones al otro lado de la puerta, acompañadas de los ruidos de alguien que intenta desobstruir una cerradura.

Entonces el pasillo quedó en silencio, lo que todavía me puso más nervioso. Al final conseguí descifrar la secuencia de la guarda y, al mismo tiempo, oí pisadas de más de una persona al otro lado de la puerta. Dividí mi mente en tres partes y concentré mi Alar mientras empujaba la ventana. Las manos y los pies se me enfriaron al extraer calor de mi cuerpo para contrarrestar la guarda, y procuré no dejarme llevar por el pánico al oír una fuerte sacudida, como si algo pesado golpeara la puerta.

La ventana se abrió por fin, y yo salté por ella al tejadillo; en ese momento algo volvió a golpear la puerta y oí el fuerte crujido de la madera al astillarse. Todavía habría podido huir sin que me vieran, pero cuando puse el pie derecho en el tejado, noté que una de las tejas de arcilla se partía bajo mi peso. Me resbaló el pie, y me agarré al alféizar con ambas manos para no caer.

Entonces sopló una ráfaga de viento que empujó una de las hojas de la ventana y la lanzó contra mi cabeza. Levanté un brazo para protegerme la cara; la ventana me golpeó en el codo, y uno de los cristales se rompió. El impacto me echó hacia un lado, obligándome a apoyar todo mi peso sobre el pie derecho, que acabó de resbalar del todo.

Entonces, dado que al parecer todas las otras opciones estaban agotadas, decidí que lo mejor que podía hacer era caerme del tejado.

Llevadas únicamente por el instinto, mis manos intentaron frenéticamente asir algo. Solté unas cuantas tejas más, y al final me agarré al borde del tejado. No pude sujetarme bien, pero al menos me frené un poco y me di la vuelta para no caer de cabeza ni de espaldas. Caí boca abajo, como un gato.

Solo que los gatos tienen todas las patas igual de largas. Yo aterricé sobre manos y rodillas. En las manos noté un fuerte escozor, pero al golpearme las rodillas contra los adoquines me hice un daño como jamás me había hecho en toda mi joven vida. Era un dolor cegador, y me oí gañir como un perro que recibe una patada.

Al cabo de un segundo me cayó encima una lluvia de pesadas tejas rojas. La mayoría se rompieron al chocar contra los adoquines, pero una me dio en la nuca, y otra en el codo, y se me quedó todo el antebrazo entumecido.

No hice ni caso. Un brazo roto se me curaría, pero la expulsión de la Universidad la arrastraría toda la vida. Me puse la capucha y, con gran esfuerzo, me levanté. Sujetándome la capucha con una mano para que no resbalara, me tambaleé hasta llegar bajo el alero de El Pony de Oro, donde no pudieran verme desde la ventana.

Y entonces corrí, corrí, corrí…

Por fin, con cuidado y cojeando, me subí a los tejados y entré en mi habitación de Anker's por la ventana. Me llevó tiempo, pero no tenía elección. No podía pasar por delante de todos en la taberna, desaliñado, renqueando y con toda la pinta de haberme caído de un tejado.

Después de recuperar el aliento y de pasar un buen rato insultándome y acusándome de diversos tipos de imbecilidad, me examiné las heridas. La buena noticia era que no me había roto ninguna pierna, aunque tenía unos formidables cardenales justo debajo de las rodillas. La teja que me había golpeado en la cabeza me había dejado un chichón, pero no me había hecho ningún corte. Tenía un dolor sordo y pulsante en el codo, pero la mano ya no estaba dormida.

Llamaron a la puerta. Me quedé inmóvil un momento; saqué la ramita de abedul de mi bolsillo, murmuré un rápido vínculo y la agité. Oí unos ruidos de asombro en el pasillo, seguidos de la risa apagada de Wilem.

– No tiene gracia -oí decir a Sim-. Déjanos entrar.

Les dejé entrar. Simmon se sentó en el borde de la cama, y Wilem, en la silla del escritorio. Cerré la puerta y me senté en la otra mitad de la cama. Incluso estando los tres sentados, la pequeña habitación parecía abarrotada.

Nos miramos unos a otros, muy serios, y entonces Simmon dijo:

– Por lo visto, esta noche Ambrose ha sorprendido a un ladrón que había entrado en sus habitaciones. El tipo ha preferido saltar desde la ventana que dejarse atrapar.

Solté una risita amarga.

– No, qué va. Casi había salido cuando el viento me ha cerrado la ventana. -Acompañé mis palabras con un movimiento torpe-. Me ha tirado. Del tejado.

Wilem soltó un suspiro de alivio.

– Creía que había hecho mal el vínculo -dijo.

– No, si he recibido el aviso -dije meneando la cabeza-. Lo que pasa es que no he tenido todo el cuidado que debería.

– ¿Por qué habrá vuelto tan pronto? -preguntó Simmon mirando a Wilem-. ¿Has oído algo cuando ha entrado?

– Seguramente habrá pensado que mi caligrafía no es muy femenina -dijo Wilem.

– Tiene guardas en las ventanas -dije-. Seguramente están ligadas a un anillo o algo que lleva él encima. Deben de haberle avisado en cuanto he abierto la ventana.

– ¿Lo has encontrado? -preguntó Wilem.

Negué con la cabeza.

Simmon estiró el cuello para verme mejor el brazo.

– ¿Estás bien?

Seguí la dirección de su mirada, pero no vi nada. Entonces tiré de mi camisa y vi que estaba adherida a la parte de atrás de mi brazo. Con todos mis otros dolores, no me había fijado.

Con cuidado, me quité la camisa por la cabeza. El codo de la manga estaba roto y manchado de sangre. Maldije por lo bajo. Solo poseía cuatro camisas, y había estropeado aquella.

Intenté verme la herida, y rápidamente comprobé que no puedes mirarte la parte de atrás del propio codo, por mucho que lo intentes. Al final se la enseñé a Simmon para que me la examinara.

– No es gran cosa -dijo, y para mostrarme el tamaño de la herida separó los dedos índice y pulgar dejando un espacio de unos cinco centímetros-. Solo tienes un corte, y apenas sangra. Lo demás son rasguños. Por lo visto te has rozado contra algo.

– Se me ha caído encima una teja -dije.

– Has tenido suerte -gruñó Wilem-. ¿Cuánta gente se cae de un tejado y acaba solo con unos pocos arañazos?