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– Maravilloso. -Me froté la frente.

– Pensé que debía avisarte -dijo Basil con cara de circunstancias-. Si entra aquí y pregunta por ti, tendré que decírselo a Kilvin. -Hizo una mueca de disculpa-. Lo siento, pero ya tengo bastantes problemas.

– Lo comprendo -dije-. Gracias por avisarme.

Cuando entré en el taller, de inmediato noté algo extraño en la luz. Lo primero que hice fue mirar hacia arriba, para comprobar si Kilvin había añadido una lámpara nueva a la colección de esferas de cristal que colgaban entre las vigas. Confiaba en que el cambio de la luz se debiera a la presencia de una nueva esfera. Kilvin se ponía de muy mal humor cada vez que se apagaba una de sus lámparas.

Recorrí las vigas con la mirada, pero no vi ninguna lámpara apagada. Tardé en comprender qué era eso extraño que había percibido: la luz del sol entraba sesgadamente por las ventanas bajas de la pared este, y normalmente yo no iba a trabajar hasta más tarde.

A aquella hora reinaba en el taller un silencio casi sobrecogedor. La inmensa estancia parecía hueca y sin vida, y solo había un puñado de alumnos trabajando en sus proyectos. Eso, combinado con aquella luz inusual y con el mensaje inesperado de Kilvin, hizo que sintiera cierta aprensión mientras me dirigía hacia el despacho del maestro artífice.

Pese a ser muy temprano, en un rincón del despacho de Kilvin ya había una pequeña fragua bien cargada. Cuando me planté en el umbral, me golpeó un chorro de calor. Resultaba agradable después del frío que hacía fuera, propio de principios del invierno. Kilvin estaba de pie, de espaldas a mí, accionando con ímpetu un fuelle.

Golpeé el marco de la puerta con los nudillos para atraer su atención.

– ¿Maestro Kilvin? He ido a buscar unos materiales a Existencias. ¿Ocurre algo?

– Re'lar Kvothe -dijo Kilvin girando la cabeza-. Será solo un momento. Pasa.

Entré en su despacho y cerré la gruesa puerta detrás de mí. Si estaba en un brete, prefería que no nos oyera nadie.

Kilvin siguió dándole al fuelle un buen rato. Entonces extrajo un tubo largo y me di cuenta de que no era una fragua lo que había encendido, sino un pequeño horno de vidrio soplado. Moviéndose con destreza, sacó una gota de vidrio fundido con el extremo del tubo y procedió a soplar hasta obtener una burbuja cada vez más grande.

Al cabo de un minuto, el vidrio perdió su resplandor anaranjado.

– Fuelle -dijo Kilvin sin mirarme, y volvió a introducir el tubo por la boca del horno.

Me acerqué, obediente, y empecé a accionar el fuelle a buen ritmo, hasta que el vidrio volvió a resplandecer. Kilvin me indicó que parara, retiró el tubo y volvió a soplar por él, haciéndolo girar hasta que la burbuja alcanzó el tamaño de un melón pequeño.

Metió de nuevo el tubo en el horno, y yo accioné el fuelle sin esperar a que Kilvin me lo pidiera. La tercera vez que repetimos esa operación, yo ya estaba empapado de sudor. Lamenté haber cerrado la puerta del despacho, pero no quería dejar el fuelle para ir a abrirla.

A Kilvin no parecía afectarle el calor. La burbuja de vidrio creció hasta alcanzar el tamaño de mi cabeza, y luego el de una calabaza. Pero la quinta vez que la apartó del fuego y empezó a soplar, la burbuja se combó en el extremo del tubo, se desinfló y cayó al suelo.

– Kist, crayle, en kote -maldijo el maestro con rabia. Soltó el tubo metálico, que produjo un fuerte ruido al caer al suelo de piedra-. ¡Kraemet brevetan Aerin!

Contuve las repentinas ganas de echarme a reír. Mi siaru no era perfecto, pero estaba casi seguro de que Kilvin había dicho «Mierda en la barba de Dios».

El maestro, corpulento como un oso, se quedó un momento de pie contemplando la estropeada pieza de vidrio que había quedado en el suelo. Entonces, irritado, expulsó ruidosamente el aire por la nariz, se quitó las gafas protectoras y se volvió hacia mí.

– Tres juegos de campanillas sincronizadas, de latón -dijo sin preámbulo-. Un atractor, de hierro. Cuatro embudos de calor, de hierro. Seis sifones, de estaño. Veintidós hojas de vidrio reforzado, y otras piezas sueltas.

Era una lista de los trabajos que había realizado aquel bimestre en la Factoría. Cosas sencillas que no me llevaba mucho tiempo acabar y que podía vender a Existencias obteniendo un beneficio rápido.

– ¿Te satisface ese trabajo, Re'lar Kvothe? -me preguntó Kilvin mirándome con sus ojos oscuros.

– Son proyectos fáciles, maestro Kilvin -respondí.

– Ahora eres Re'lar -dijo él con una voz cargada de reproche-. ¿Te contentas con avanzar sin ningún esfuerzo, fabricando juguetes para los ricos y perezosos? ¿Es eso lo que esperas del tiempo que empleas en la Factoría? ¿Trabajo fácil?

Notaba el sudor empapándome el pelo y resbalando por mi espalda.

– Tengo cierto recelo a emprender proyectos por mi cuenta -expuse-. Usted no aprobó las modificaciones que le hice a mi lámpara de mano.

– Hablas como un cobarde -replicó Kilvin-. ¿No piensas salir nunca más de la casa porque una vez te regañaron? -Me miró-. Te lo preguntaré otra vez. Campanillas. Piezas fundidas. ¿Te satisface ese trabajo, Re'lar Kvothe?

– Me satisface pensar que podré pagar la matrícula del próximo bimestre, maestro Kilvin. -El sudor me resbalaba por la cara. Intenté enjugármelo con la manga, pero tenía la camisa empapada. Miré hacia la puerta del despacho de Kilvin.

– ¿Y el trabajo en sí? -continuó Kilvin. Tenía gotas de sudor en la oscura piel de la frente, pero por lo demás, el calor no parecía molestarle.

– ¿La verdad, maestro Kilvin? -pregunté; notaba un ligero mareo.

El maestro se mostró un poco ofendido.

– Valoro la verdad en todos los sentidos, Re'lar Kvothe.

– La verdad es que este último año he fabricado ocho lámparas marineras, maestro Kilvin. Si tengo que hacer una más, creo que me cagaré en los pantalones de puro aburrimiento.

Kilvin dio un resoplido que interpreté como una risa, y luego me sonrió.

– Estupendo. Así es como debe pensar un Re'lar. -Me apuntó con un grueso dedo-. Eres listo, y tienes buenas manos. Espero grandes cosas de ti, no trabajos monótonos. Haz algo inteligente, y ganarás más que con una lámpara. Más que con las piezas sueltas, sin duda. Eso déjaselo a los E'lir. -Señaló con desdén la ventana que daba al taller.

– Haré todo lo que pueda, maestro Kilvin -me comprometí. Mi propia voz me sonó extraña, lejana y embrollada-. ¿Le importa que abra la puerta para que entre un poco de aire?

Kilvin me dio permiso con un gruñido, y di un paso hacia la puerta. Pero me flaquearon las piernas, y todo empezó a rodar. Me tambaleé y estuve a punto de dar de bruces al suelo, pero conseguí asirme al borde del banco de trabajo y me caí de rodillas.

Cuando mis magulladas rodillas golpearon el suelo de piedra, sentí un dolor insoportable. Pero no grité. De hecho, el dolor parecía provenir de muy lejos.

Desperté desorientado, con la boca seca como el serrín. Me costaba despegar los párpados y estaba tan aletargado que tardé un buen rato en identificar aquel característico olor a antiséptico. Eso, combinado con el hecho de estar tendido bajo una sábana desnudo, me permitió saber que estaba en la Clínica.

Giré la cabeza y vi una cabeza de pelo rubio y corto y el uniforme oscuro de un fisiólogo. Volví a apoyar la cabeza en la almohada.

– Hola, Mola -dije con voz ronca.

Mola se volvió y me miró muy seria.

– Hola, Kvothe -dijo con formalidad-. ¿Cómo te sientes?

Todavía estaba medio adormilado, y tuve que pensar antes de contestar.

– Espeso -dije, y añadí-: Sediento.

Mola me llevó un vaso y me ayudó a beber. Era un líquido dulce y arenoso. Tardé bastante en acabármelo, pero después volví a sentirme medianamente humano.