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– ¿Reventado? -propuse.

– Sí. Reventado. -Escudriñaba mi rostro mientras se acariciaba la barba-. Tienes un don para las palabras. Supongo que esa es una de las razones por las que acabaste con Elodin.

No dije nada. Y mi silencio debió de parecerle elocuente, porque me miró con curiosidad y, fingiendo indiferencia, me preguntó:

– ¿Cómo van tus estudios con Elodin?

– Muy bien -dije eludiendo el tema.

Se quedó mirándome.

– No tan bien como esperaba -admití-. Estudiar con el maestro Elodin no es lo que yo había imaginado.

– A veces es difícil -convino Dal.

De pronto se me ocurrió preguntarle:

– ¿Usted sabe algún nombre, maestro Dal?

Asintió con solemnidad.

– ¿Cuáles? -insistí.

Se puso un poco tenso, y luego se relajó mientras giraba una y otra vez las manos sobre las brasas.

– Esa no es una pregunta muy educada -dijo sin enfado-. Bueno, no es que sea grosera, pero es de esas preguntas que no deben hacerse. Es como preguntarle a un hombre con qué frecuencia hace el amor con su esposa.

– Lo siento.

– No, no te disculpes -dijo-. No tienes por qué saberlo. Supongo que es un vestigio del pasado. De cuando teníamos más motivos para temer a nuestros colegas arcanistas. Si sabías qué nombres conocía tu enemigo, podías adivinar sus puntos fuertes y sus puntos débiles.

Nos quedamos callados un momento, calentándonos con las brasas.

– Fuego -dijo Dal-. Sé el nombre del fuego. Y otro.

– ¿Solo dos? -solté sin pensar.

– ¿Y cuántos sabes tú? -replicó Dal con leve burla-. Sí, solo dos. Pero hoy en día, saber dos nombres es mucho. Elodin dice que antes era diferente.

– ¿Cuántos sabe Elodin?

– Aunque lo supiera, estaría muy feo que te lo dijese -dijo con una nota de desaprobación-. Pero supongo que puedo afirmar que sabe unos cuantos.

– ¿Podría enseñarme algo con el nombre del fuego? -pregunté-. Si no es inapropiado, claro.

Dal vaciló un momento y luego sonrió. Miró fijamente el brasero que nos separaba, cerró los ojos y señaló el brasero apagado que había en el otro extremo de la habitación.

– Fuego. -Pronunció la palabra como si diera una orden, y en el otro brasero prendió una columna de llamas.

– ¿Fuego? -dije, perplejo-. ¿Ya está? ¿El nombre del fuego es fuego?

Elxa Dal sonrió y sacudió la cabeza.

– Eso no es lo que he dicho. Una parte de ti te ha hecho oír una palabra conocida.

– ¿Mi mente dormida lo ha traducido?

– ¿Tu mente dormida? -Me miró sin comprender.

– Así es como llama Elodin a esa parte de nosotros que sabe nombres -expliqué.

Dal encogió los hombros y se pasó una mano por la barba, corta y negra.

– Llámalo como quieras. Seguramente, el hecho de que me hayas oído decir algo es una buena señal.

– A veces no sé por qué me molesto en estudiar nominación -refunfuñé-. Habría podido encender ese brasero mediante simpatía.

– No sin una relación -objetó Dal-. Sin un vínculo, una fuente de energía…

– Aun así, no tiene mucho sentido -razoné-. En su clase aprendo cosas todos los días. Cosas útiles. En cambio, de todo el tiempo que llevo estudiando nominación no he sacado nada. ¿Sabe de qué trataba la clase de ayer de Elodin?

Dal negó con la cabeza.

– De la diferencia entre estar desnudo y estar en cueros -dije cansinamente. Dal soltó una risotada-. En serio. Antes me habría peleado por ser admitido en su clase, pero ahora solo pienso en todo el tiempo que estoy perdiendo allí, un tiempo que podría dedicar a cosas más prácticas.

– Hay cosas más prácticas que los nombres -reconoció Dal-. Pero observa. -Se concentró en el brasero que teníamos delante y se quedó como abstraído. Volvió a hablar, esa vez con un susurro, y poco a poco bajó una mano hasta colocarla a unos centímetros de las brasas.

Entonces, con expresión concentrada, Dal hundió la mano en el corazón del fuego y extendió los dedos entre las brasas ardientes como si estas solo fueran grava.

Me di cuenta de que contenía la respiración y solté el aire despacio, pues no quería desconcentrarle.

– ¿Cómo?

– Nombres -dijo Dal con firmeza, y apartó la mano del brasero. La tenía manchada de ceniza, pero ilesa-. Los nombres reflejan la verdadera comprensión de una cosa, y cuando comprendes de verdad una cosa, tienes poder sobre ella.

– Pero el fuego no es una cosa -objeté-. Solo es una reacción química exotérmica. Es… -farfullé.

Dal inspiró, y por un instante pensé que iba a darme una explicación. Pero lo que hizo fue reír y encogerse de hombros.

– Yo no tengo suficiente ingenio para explicártelo. Pregúntaselo a Elodin. Él es quien afirma entender de estos temas. Yo solo trabajo aquí.

Después de la clase de Dal, crucé el río y me fui a Imre. No encontré a Denna en la posada donde se hospedaba, así que me dirigí al Eolio pese a saber que era demasiado temprano para encontrarla allí.

Dentro solo había un puñado de personas, pero al final de la barra vi una cara conocida hablando con Stanchion. El conde Threpe me saludó con la mano, y fui hacia él.

– ¡Kvothe, amigo mío! -dijo Threpe con entusiasmo-. Hacía una eternidad que no te veía.

– Últimamente ha habido un poco de jaleo al otro lado del río -dije, y dejé el estuche de mi laúd en el suelo.

– Se nota -dijo Stanchion con franqueza mirándome de arriba abajo-. Estás pálido. Deberías comer más carne roja. O dormir más. -Señaló un taburete-. A falta de eso, te ofrezco una jarra de metheglin.

– Te lo agradezco -dije, y me senté en el taburete. Sentí un gran alivio al poder descansar las piernas doloridas.

– Si lo que necesitas es carne y sueño -dijo Threpe, obsequioso-, deberías venir a cenar a mi casa. Te prometo una comida maravillosa y una conversación tan aburrida que podrás dormirte sin temor a perderte nada interesante. -Me lanzó una mirada implorante-. Ven conmigo. Si es necesario, te lo pediré de rodillas. Solo habrá unas diez personas. Hace meses que quiero alardear de ti.

Cogí la jarra de metheglin y miré a Threpe. Llevaba una chaqueta de terciopelo azul real y unas botas de ante teñidas a juego. No podía presentarme en una cena formal en su casa vestido con ropa de viaje de segunda mano, que era la única que poseía.

Threpe no era nada ostentoso, pero era un noble en toda regla. Seguramente ni siquiera se le había ocurrido pensar que yo no tenía ropa elegante. No se lo reprochaba. La inmensa mayoría de los estudiantes de la Universidad eran, como mínimo, moderadamente ricos. Si no, ¿cómo habrían podido pagar sus matrículas?

Lo cierto era que nada me apetecía más que una buena cena y la ocasión de relacionarme con los nobles de la región. Me habría encantado bromear mientras bebíamos y reparar parte del daño que Ambrose había causado a mi reputación, y quizá despertar el interés de algún posible mecenas.

Pero sencillamente no podía pagar el precio de mi admisión en ese círculo. Un traje medianamente elegante me habría costado al menos un talento y medio, aunque lo hubiera comprado en una tienda de ropa usada. El hábito no hace al monje, pero si quieres interpretar un papel, necesitas el disfraz adecuado.

Stanchion, que estaba sentado detrás de Threpe, asintió enérgicamente con la cabeza.

– Me encantaría ir a cenar -le dije a Threpe-. Te lo prometo. En cuanto la situación se normalice un poco en la Universidad.

– Excelente -dijo Threpe con entusiasmo-. Te tomo la palabra. Nada de evasivas. Te conseguiré un mecenas, hijo mío. Uno que valga la pena. Te lo juro.

A sus espaldas, Stanchion asintió con la cabeza expresando su aprobación.

Les sonreí a los dos y di otro sorbo de metheglin. Eché un vistazo a la escalera del segundo piso.