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Stanchion vio hacia dónde miraba y, apenado, dijo:

– No ha venido. De hecho, llevo un par de días sin verla.

Un grupo de personas entraron por la puerta del Eolio y gritaron algo en íllico. Stanchion los saludó con la mano y se levantó.

– El deber me llama -anunció, y fue a recibirlos.

– Hablando de mecenas -le dije a Threpe-, llevo días queriendo pedirte tu opinión sobre una cosa. -Bajé el tono de voz-. Una cosa que preferiría que quedara entre nosotros dos.

Los ojos de Threpe brillaban de curiosidad cuando se inclinó hacia delante.

Di otro sorbo de metheglin mientras ponía en orden mis ideas. La bebida me estaba afectando más deprisa de lo que había esperado. Era un efecto agradable, pues aliviaba el dolor de mis numerosas lesiones.

– Creo que conoces a la mayoría de los mecenas en potencia en un radio de ciento cincuenta kilómetros.

Threpe encogió los hombros sin molestarse en aparentar falsa modestia.

– Conozco a unos cuantos. A todos los que muestran interés. Y a los que tienen dinero.

– Tengo una amiga -dije-. Una intérprete que está empezando. Tiene un gran talento natural, pero todavía no está muy capacitada. Se le acercó una persona ofreciéndole ayuda y prometiéndole mecenazgo… -Me detuve; no sabía cómo explicar el resto.

Threpe asintió.

– Quieres saber si es una oferta legítima -dijo-. Me parece una preocupación razonable. Hay quienes creen que un mecenas tiene derecho a algo más que la música. Si quieres oír alguna historia -añadió señalando con la cabeza a Stanchion-, pregúntale por aquella vez que la duquesa Samista vino aquí de vacaciones. -Soltó una risita que fue casi un gemido y se frotó los ojos-. Que me ayuden los dioses minúsculos, aquella mujer era aterradora.

– Eso es lo que me preocupa -dije-. No sé si esa persona es de fiar.

– Puedo indagar un poco, si quieres -propuso Threpe-. ¿Cómo se llama?

– Eso es parte del problema -dije-. No sé su nombre. Y creo que ella tampoco.

– ¿Cómo no va a saber su nombre? -dijo Threpe arrugando la frente.

– Le dio un nombre -aclaré-. Pero ella no sabe si es el verdadero. Por lo visto, es muy maniático con su intimidad y le dio instrucciones muy estrictas de que no debía hablarle a nadie de él. Nunca se ven dos veces en el mismo sitio. Nunca en público. Desaparece durante meses. -Miré a Threpe-. ¿A ti qué te parece?

– Bueno, no suena muy bien -concedió Threpe con un tono cargado de desaprobación-. Es muy probable que ese individuo no sea un mecenas como es debido. Quizá intente aprovecharse de tu amiga.

– Eso mismo pienso yo -dije, apesadumbrado.

– Sin embargo -dijo Threpe-, hay mecenas que trabajan en secreto. Si encuentran a alguien con talento, lo cuidan en privado y luego… -Hizo un floreo con una mano-. Es como un truco de magia. De pronto te sacas de la manga a un músico brillante.

Threpe me sonrió con cariño.

– Yo creía que eso era lo que habían hecho contigo -confesó-. Apareciste un buen día y conseguiste tu caramillo. Pensé que alguien te había tenido escondido hasta que estuviste preparado para hacer tu gran aparición.

– No se me había ocurrido pensarlo -dije.

– A veces pasa -dijo Threpe-. Pero eso de los extraños lugares de reunión y el hecho de que tu amiga no esté segura de su nombre… -Sacudió la cabeza con el ceño fruncido-. Como mínimo, es bastante indecoroso. O ese tipo se divierte haciéndose pasar por un forajido, o es verdaderamente sospechoso.

Threpe se quedó pensando un momento, tamborileando con los dedos en la barra.

– Dile a tu amiga que tenga cuidado y que esté atenta. Es terrible que un mecenas se aproveche de una mujer. Eso es traición. Pero he conocido a hombres que se hacían pasar por mecenas para ganarse la confianza de una mujer. -Frunció la frente-. Eso es aún peor.

Estaba a medio camino de la Universidad, y el Puente de Piedra empezaba a asomar a lo lejos, cuando noté un desagradable calor y un hormigueo que me subían por el brazo. Al principio creí que era el dolor de la herida del codo, cosida ya dos veces, porque los puntos me habían escocido todo el día.

Pero en lugar de atenuarse, el calor siguió extendiéndose por mi brazo y por el lado izquierdo de mi pecho. Empecé a sudar como si de pronto me hubiera dado fiebre.

Me quité la capa para dejar que me enfriara la brisa, y empecé a desabrocharme la camisa. La brisa otoñal me ayudó, y me abaniqué con la capa. Pero el calor se hizo más intenso, casi doloroso, como si se me hubiera derramado agua hirviendo sobre el pecho.

Por suerte, aquel tramo del camino discurría junto a un arroyo que desembocaba en el cercano río Omethi. Como no se me ocurría nada mejor que hacer, me quité las botas, me descolgué el laúd del hombro y me metí en el agua.

El agua estaba muy fría y me hizo jadear y farfullar, pero me enfrió la piel abrasada. Me quedé allí, procurando no sentirme como un idiota mientras una pareja pasaba por el camino cogida de la mano e ignorándome deliberadamente.

Aquel extraño calor me recorrió todo el cuerpo, como si tuviera dentro un fuego que buscaba la forma de salir. Había empezado por el costado izquierdo, descendió por mis piernas y volvió a subir por mi brazo izquierdo. Cuando se desplazó a mi cabeza, me sumergí en el agua.

Al cabo de unos minutos se me pasó, y salí del arroyo. Temblando, me envolví en la capa, y me alegré de que no hubiera nadie en el camino. Entonces, como no podía hacer nada más, me cargué el laúd al hombro y eché a andar de nuevo hacia la Universidad, chorreando y muerto de miedo.

Capítulo 23

Principios

Sí se lo comenté a Mola -dije mientras barajaba las cartas-. Me contestó que eran todo imaginaciones mías y me echó de la Clínica.

– Ya, me lo imagino -dijo Sim con amargura.

Levanté la cabeza, sorprendido por la inusual aspereza de su voz; pero antes de que pudiera preguntarle qué pasaba, Wilem me miró y meneó la cabeza, previniéndome. Conociendo a Sim, supuse que se trataba de otro rápido y doloroso final de otra rápida y dolorosa relación.

Cerré la boca y repartí otra mano de aliento. Nos habíamos puesto a jugar para matar el tiempo, a la espera de que la sala se llenase y pudiera empezar a tocar ante mi público habitual de las noches de Abatida en Anker's.

– ¿Qué crees que te pasa? -me preguntó Wilem.

Vacilé; temía que si expresaba mis temores en voz alta se harían realidad.

– Quizá me haya expuesto a algo peligroso en la Factoría.

– ¿Como qué? -preguntó Wil.

– Alguno de los productos que utilizamos. Te atraviesan la piel y te matan de dieciocho formas lentas diferentes. -Recordé el día que se me había roto el matraz en la Factoría. Pensé en aquella gota de agente conductor que me había caído en la camisa; solo fue una gota diminuta, apenas mayor que la cabeza de un clavo. Estaba convencido de que no me había tocado la piel-. Espero que no sea eso. Pero no sé qué otra cosa podría ser.

– Quizá se trate de un efecto secundario de la plombaza -propuso Sim con gravedad-. Ambrose no es un gran alquimista. Y tengo entendido que uno de los ingredientes principales es el plomo. Si la preparó él mismo, cabe la posibilidad de que algunos principios latentes estén afectando a tu organismo. ¿Has comido o bebido algo diferente hoy?

Reflexioné.

– En el Eolio he bebido bastante metheglin -admití.

– Esa porquería pone enfermo a cualquiera -dijo Wil, tajante.

– A mí me gusta -dijo Sim-. Pero es una verdadera panacea. Lleva muchas tinturas diferentes. No contiene ningún ingrediente alquímico, pero sí nuez moscada, tomillo, clavo… toda clase de especias. Podría ser que alguna de ellas hubiera activado alguno de los principios libres latentes en tu organismo.

– Maravilloso -mascullé-. Y ¿qué tengo que hacer para remediarlo?

Sim extendió ambas manos con las palmas hacia arriba.