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– Me lo temía -dije-. En fin, supongo que es menos grave que el envenenamiento con metal.

Simmon jugó con astucia y ganó cuatro bazas seguidas, y cuando terminamos esa mano, ya volvía a sonreír. Sim nunca le daba muchas vueltas a las cosas.

Wil guardó sus cartas, y yo retiré mi silla de la mesa.

– Toca esa de la vaca borracha y la mantequera -dijo Sim.

No pude evitarlo y esbocé una sonrisa.

– Quizá más tarde -dije. Cogí el estuche de mi laúd, cada vez más raído, y me dirigí al escalón de la chimenea en medio del familiar sonido de aplausos aislados. Tardé un buen rato en abrir el estuche, pues tuve que desenroscar el alambre de cobre que todavía sustituía una de las hebillas.

Toqué durante dos horas. Canté «El cazo de cobre», «La rama de lila» y «La tina de tía Emilia». El público reía, daba palmadas y me vitoreaba. Entretenido tocando las canciones, noté que iba deshaciéndome de mis preocupaciones. La música siempre ha sido el mejor remedio para mis bajones de ánimo. Mientras cantaba, hasta parecía que me dolieran menos las magulladuras.

De pronto sentí frío, como si un fuerte viento invernal descendiera por la chimenea que tenía detrás. Contuve un estremecimiento y terminé la última estrofa de «Licor de manzana», que al final había decidido tocar para hacer feliz a Sim. Cuando toqué el último acorde, el público aplaudió y, poco a poco, el murmullo de las conversaciones volvió a apoderarse del local.

Me volví y miré la chimenea, pero el fuego ardía alegremente y no había señales de corriente de aire. Bajé del escalón pensando que al andar se me pasaría el frío. Pero en cuanto di unos pasos comprendí que no iba a ser tan fácil. Tenía el frío metido en los huesos. Me volví otra vez hacia la chimenea y extendí las manos para calentármelas.

Wil y Sim aparecieron a mi lado.

– ¿Qué te pasa? -preguntó Sim-. Pareces mareado.

– Algo así -dije, y apreté las mandíbulas para que no me castañetearan los dientes-. Dile a Anker que no me encuentro bien y que esta noche tengo que acabar antes. Luego enciende una vela con este fuego y súbela a mi habitación. -Alcé la vista; ellos me miraban con seriedad-. Wil, ¿me ayudas a salir de aquí? No quiero montar una escena.

Wilem asintió y me ofreció el brazo. Me apoyé en él y me concentré en controlar los temblores mientras íbamos hacia la escalera. Nadie nos hizo mucho caso. Seguramente, parecía más borracho que otra cosa. Tenía las manos entumecidas y pesadas, y los labios congelados.

Tras subir el primer tramo de la escalera, ya no podía disimular los temblores. Todavía podía andar, pero los gruesos músculos de mis piernas se sacudían con cada paso que daba.

Wil se paró.

– Deberíamos ir a la Clínica. -Aunque hablaba con el tono de siempre, se le notaba más el acento ceáldico y empezaba a comerse palabras, una señal inequívoca de que estaba muy preocupado.

Sacudí enérgicamente la cabeza y me incliné hacia delante; sabía que Wil tendría que ayudarme a subir la escalera o dejarme caer. Me abrazó por la cintura y, prácticamente, me llevó en volandas el resto del camino.

Ya en mi pequeña habitación, me tambaleé hasta la cama y me dejé caer en ella. Wil me echó una manta sobre los hombros.

Oí pasos en el pasillo, y a continuación Sim asomó la cabeza por la puerta. Llevaba un cabo de vela y protegía la llama con la otra mano.

– Ya la tengo. Pero ¿para qué la quieres?

– Allí. -Señalé la mesilla que había junto a la cama-. ¿La has encendido en la chimenea?

– Sí -contestó Sim. Mirándome con cara de susto, añadió-: Tus labios. Se te han puesto de un color muy feo.

Arranqué una astilla de la basta madera de la mesilla y me la clavé con fuerza en el dorso de la mano. Cuando brotó la sangre, hice rodar la larga astilla sobre ella hasta empaparla bien.

– Cerrad la puerta -dije.

– Dime que no estás haciendo lo que creo que estás haciendo -dijo Sim con firmeza.

Clavé la astilla en la blanda cera de la vela, junto a la mecha encendida. La llama chisporroteó un poco, y luego envolvió la astilla. Murmuré dos vínculos, uno detrás de otro, articulando despacio con mis labios entumecidos para pronunciar las palabras con claridad.

– ¿Qué haces? -me preguntó Sim-. ¿Quieres cocinarte?

Como no le contesté, vino hacia mí decidido a quitarme la vela.

Wil lo sujetó por un brazo.

– Tiene las manos heladas -dijo con serenidad-. Está frío. Muy frío.

Sim nos miró, nervioso, y dio un paso hacia atrás.

– Pues… pues ten cuidado.

Pero yo ya no le prestaba atención. Cerré los ojos y vinculé la llama de la vela con el fuego de la chimenea del piso de abajo. Entonces, con cuidado, hice la segunda conexión entre la sangre de la astilla y la sangre de mi cuerpo. Era muy parecido a lo que había hecho con la gota de vino en el Eolio. Con la evidente salvedad de que no tenía intención de que me hirviera la sangre.

Al principio solo percibí un breve cosquilleo de calor que no era suficiente, ni mucho menos. Seguí concentrándome y noté que todo mi cuerpo se relajaba a medida que el calor se extendía por él. Mantuve los ojos cerrados y centré toda mi atención en los vínculos hasta que pude respirar hondo varias veces sin estremecerme ni temblar.

Abrí los ojos y vi a mis dos amigos observándome, expectantes. Les sonreí.

– Estoy bien.

Pero nada más decir eso, empecé a sudar. De pronto tenía demasiado calor, un calor repugnante. Rompí los dos vínculos con la misma rapidez con que apartas la mano de una estufa de hierro caliente.

Respiré hondo varias veces, me levanté y me acerqué a la ventana. La abrí y me incliné sobre el alféizar, disfrutando del frío aire otoñal que olía a hojas muertas y a lluvia que se avecina.

Hubo un largo silencio.

– Eso parecía tiritona del simpatista -comentó Simmon-. Y fuerte.

– Sí, parecía tiritona -repuse.

– ¿Crees que tu cuerpo ha perdido la capacidad de regular la temperadora? -preguntó Wilem.

– Temperatura -le corrigió Sim distraídamente.

– Eso no explicaría la quemadura que tengo en el pecho -dije.

– ¿Quemadura? -dijo Sim ladeando la cabeza.

Estaba empapado de sudor, así que me alegré de tener una excusa para desabrocharme la camisa y quitármela por la cabeza. Tenía gran parte del torso y un brazo de un rojo intenso que contrastaba con el tono claro de mi piel.

– Mola dijo que era un sarpullido, y que yo era quisquilloso como una vieja. Pero no lo tenía antes de meterme en el río.

Simmon se inclinó para examinarme.

– Sigo pensando que son principios desvinculados -opinó-. Pueden tener efectos muy extraños. El bimestre pasado, un E'lir hizo una chapuza con su factorización. Se pasó casi dos ciclos sin poder dormir y sin poder fijar la vista.

Wilem se dejó caer en una silla.

– ¿Qué hace que tengas frío, calor y luego otra vez frío? -preguntó.

– Parece un acertijo -dijo Sim esbozando una sonrisa.

– Odio los acertijos -dije, y estiré un brazo para coger mi camisa. Entonces di un grito y me llevé una mano al bíceps del brazo izquierdo. La sangre se filtró entre mis dedos.

Sim se puso en pie de un brinco y miró alrededor, frenético y sin saber qué hacer.

Sentía como si me hubieran clavado un puñal invisible.

– ¡Maldita… mierda… ennegrecida! -mascullé apretando los dientes. Aparté la mano y vi la pequeña herida redonda que había aparecido en mi brazo como por arte de magia.

Simmon estaba aterrado; tenía los ojos como platos y se tapaba la boca con ambas manos. Dijo algo, pero yo estaba demasiado ocupado concentrándome, y no le escuché. Además, me imaginaba lo que debía de estar diciendo: felonía. Claro. Era todo lo mismo: felonía. Alguien me estaba atacando.

Me sumergí en el Corazón de Piedra y reuní todo mi Alar.