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Necesitaba una solución más permanente. Necesitaba un gram.

Un gram es una interesante obra de artificería pensada precisamente para esa clase de problemas. Es una especie de armadura simpática que impide que puedan hacer un vínculo contra tu cuerpo. Yo no sabía cómo funcionaban, pero sabía que existían. Y sabía dónde averiguar cómo fabricar uno.

Kilvin levantó la cabeza cuando me acerqué a su despacho. Sentí un gran alivio al comprobar que tenía el horno de vidrio apagado.

– ¿Va todo bien, Re'lar Kvothe? -me preguntó sin levantarse del banco de trabajo. Sujetaba una gran semiesfera de cristal con una mano y una aguja de diamante con la otra.

– Sí, maestro Kilvin -mentí.

– ¿Has pensado ya en tu próximo proyecto? -me preguntó-. ¿Has tenido sueños inspirados?

– Pues sí, buscaba un esquema para fabricar un gram, maestro Kilvin. Pero no lo encuentro en los rollos ni en los libros de consulta.

Kilvin me miró con curiosidad.

– Y ¿para qué necesitas un gram, Re'lar Kvothe? Ese interés no refleja mucha fe en tus colegas arcanistas.

Como no estaba seguro de si bromeaba o no, decidí jugar limpio.

– En Simpatía Experta hemos estudiado los deslices. He pensado que si un gram sirve para denegar afinidades externas…

Kilvin rió entre dientes.

– Dal ya os está metiendo miedo. Estupendo. Y tienes razón, un gram te ayudaría a protegerte de un desliz… -Me miró, muy serio, con sus oscuros ojos de ceáldico-. Hasta cierto punto. Sin embargo, lo lógico sería que un alumno listo estudiase bien la lección y evitara el desliz mediante la cautela y el esmero.

– Eso pienso hacer, maestro Kilvin -le aseguré-. Aun así, creo que tener un gram puede resultar útil.

– Eso es cierto -admitió Kilvin asintiendo con su enmarañada cabeza-. Sin embargo, entre las reparaciones y los pedidos de otoño, vamos escasos de personal. -Señaló la ventana que daba al taller-. No puedo prescindir de ningún trabajador para fabricar una cosa así. Y aunque pudiera, tengo que pensar en el coste. La fabricación de un gram requiere un trabajo muy delicado, y se necesita oro para la incrustación.

– Preferiría hacerlo yo mismo, maestro Kilvin.

– Si el esquema no aparece en los libros de consulta es por algo -dijo Kilvin sacudiendo la cabeza-. Todavía no has progresado lo suficiente para fabricar tu propio gram. Hay que tener mucho cuidado para jugar con la sigaldría y la propia sangre.

Fui a decir algo, pero el maestro me interrumpió:

– Y lo más importante: la sigaldría necesaria para fabricar ese artículo solo está a disposición de quienes han alcanzado el rango de El'the. Las runas para trabajar con sangre y hueso tienen un potencial excesivo de mala utilización.

El tono en que lo dijo me hizo comprender que no conseguiría nada discutiendo, así que fingí que no me importaba.

– No importa, maestro Kilvin. Tengo otros proyectos con que ocupar mi tiempo.

– No lo dudo, Re'lar Kvothe -dijo Kilvin componiendo una gran sonrisa-. Estoy impaciente por ver lo que me traes.

Entonces se me ocurrió una idea.

– Con ese propósito, maestro Kilvin, ¿podría utilizar uno de los talleres privados? Preferiría que no hubiera nadie fisgando por encima de mi hombro mientras trabajo.

Kilvin arqueó las cejas.

– Ahora siento el doble de curiosidad. -Dejó la semiesfera de cristal, se levantó y abrió un cajón de su mesa-. ¿Te va bien uno de los talleres del primer piso? ¿O hay algún riesgo de que explote algo? En ese caso, te daré uno del tercer piso. Hace más frío, pero el tejado es más adecuado para esas cosas.

Me quedé mirándolo y traté de decidir si bromeaba o no.

– Ya me va bien el del primer piso, maestro Kilvin. Pero necesitaré un fundidor pequeño y un poco de espacio para respirar.

Kilvin murmuró por lo bajo y sacó una llave.

– ¿Piensas respirar mucho? La habitación veintisiete tiene cincuenta metros cuadrados.

– Con eso tengo de sobra -dije-. Es posible que también necesite permiso para coger metales preciosos de Existencias.

Kilvin rió entre dientes, asintió con la cabeza y me entregó la llave.

– Me encargaré de eso, Re'lar Kvothe. Estoy impaciente por ver qué me presentarás.

Me daba rabia que el esquema que necesitaba fuera de uso restringido. Pero siempre hay otras formas de obtener información, y siempre hay personas que saben más de lo que se supone.

Estaba seguro, por ejemplo, de que Manet sabía fabricar un gram. Todos sabíamos que no significaba nada que solo fuera E'lir. Pero era imposible que compartiera conmigo esa información en contra de los deseos de Kilvin. La Universidad era el hogar de Manet desde hacía treinta años, y probablemente él era el único alumno que temía la expulsión más que yo.

Eso significaba que mis opciones eran limitadas. Aparte de una búsqueda prolongada en el Archivo, no se me ocurría ninguna otra forma de conseguir mi propio esquema. Tras varios minutos estrujándome el cerebro en busca de una opción mejor, me dirigí a la Bala y Cebada.

La Bala era una de las tabernas de peor fama de nuestro lado del río. Anker's no era un local sórdido en sentido estricto, sino que sencillamente carecía de pretensiones. Estaba limpio sin oler a flores y era barato sin ser hortera. La gente iba a Anker's a comer, beber, escuchar música y, de vez en cuando, a pelearse en plan amistoso.

La Bala estaba varios peldaños más abajo en el escalafón. Estaba mugrienta, la música no era una prioridad, y normalmente las peleas solo eran recreativas para uno de los implicados.

Ojo: la Bala no era tan chunga como la mitad de los locales de Tarbean. Pero era de lo peorcito que podías encontrar tan cerca de la Universidad. Pese a ser cutre, tenía suelos de madera y cristal en las ventanas. Y si bebías hasta perder el conocimiento y al despertar no encontrabas la bolsa del dinero, podías consolarte pensando que no te habían apuñalado ni te habían robado también las botas.

Como todavía era temprano, solo había un puñado de parroquianos repartidos por la taberna. Me alegré de ver a Sleat sentado al fondo. No lo conocía personalmente, pero sabía quién era. Había oído historias.

Sleat era una de esas personas, indispensables y raras, que tienen un don para organizar cosas. Según tenía entendido, llevaba diez años entrando y saliendo de la Universidad.

En ese momento estaba hablando con un individuo de aspecto nervioso, y preferí no interrumpirlos. Pedí dos jarras de cerveza y fingí que me bebía una mientras esperaba.

Sleat era atractivo, moreno y con los ojos castaño oscuro. Aunque no llevaba la barba característica, deduje que como mínimo era medio ceáldico. Su lenguaje no verbal transmitía una autoridad indudable. Se movía como si controlara cuanto lo rodeaba.

Y de hecho, no me habría extrañado que así fuera. Según las informaciones que tenía sobre él, podía ser perfectamente el dueño de la Bala. Los tipos como Sleat suelen tener dinero.

Sleat y el joven nervioso llegaron por fin a algún tipo de acuerdo. Sleat sonrió cordialmente cuando le estrechó la mano a su interlocutor, y le dio una palmada en la espalda antes de separarse de él.

Esperé un momento y me dirigí hacia donde estaba sentado. Al acercarme, me fijé en que había cierta separación entre su mesa y las otras de la taberna. No mucha, solo la suficiente para que resultara difícil escuchar a hurtadillas.

Al verme llegar, Sleat levantó la cabeza.

– ¿Podemos hablar un momento? -pregunté.

Sleat hizo un amplio ademán señalando la silla vacía.

– Qué sorpresa -dijo.

– ¿Por qué?

– No recibo muchas visitas de gente inteligente. La mayoría es gente desesperada. -Miró mis dos jarras-. ¿Son las dos para ti?

– Puedes escoger la que quieras, o quedarte las dos. -Apunté con la barbilla a la de la derecha-. Pero de esta ya he bebido.

Sleat miró las dos jarras con recelo, solo una milésima de segundo; compuso una amplia y blanca sonrisa y cogió la jarra de la izquierda.