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– ¡Hombre, hola! ¿Vienes por negocios o por placer?

– Sobre todo por negocios -contesté.

– Qué pena. -Terminó de abrir.

Al entrar en la habitación, tropecé en el umbral; me caí sobre Devi y apoyé brevemente una mano en su hombro para recobrar el equilibrio.

– Lo siento -dije, turbado.

– Tienes muy mala cara -comentó Devi mientras echaba el cerrojo-. Espero que no hayas venido a pedirme más dinero. No hago préstamos a la gente que acaba de resucitar de una borrachera de tres días.

Me senté, cansado, en una silla.

– Te traigo tu libro -dije; lo saqué de debajo de mi capa y lo puse encima de la mesa.

Devi lo miró y, esbozando una sonrisa, me preguntó:

– ¿Qué te ha parecido el viejo Malcaf?

– Árido. Farragoso. Aburrido.

– Y no tiene ilustraciones -dijo ella con aspereza-. Pero eso no viene al caso.

– Sus teorías sobre la percepción como fuerza activa me han parecido interesantes -admití-. Pero escribe como si temiera que alguien pudiese llegar a entenderlo.

Devi frunció los labios y movió afirmativamente la cabeza.

– Yo también pensé algo parecido. -Estiró un brazo y deslizó el libro hacia su lado de la mesa-. ¿Qué te ha parecido el capítulo sobre propiocepción?

– Me ha dado la impresión de que hablaba desde un profundo pozo de ignorancia -declaré-. En la Clínica he conocido a varios amputados. No creo que Malcaf haya conocido a ninguno.

Observé a Devi tratando de detectar alguna señal de culpabilidad, algún indicio de que hubiera practicado felonía contra mí. Pero no vi nada. Estaba como siempre, jovial e incisiva. Pero yo había crecido rodeado de actores, y sé que hay muchas maneras de ocultar los sentimientos.

Devi frunció el entrecejo exageradamente.

– Estás muy serio. ¿En qué piensas?

– Quería hacerte un par de preguntas -dije, evasivo. No tenía ningunas ganas de abordar el tema-. No tiene nada que ver con Malcaf.

– Estoy harta de que solo me valoren por mi intelecto. -Se recostó en la silla y estiró los brazos por encima de la cabeza-. ¿Cuándo encontraré a un chico guapo que solo me quiera por mi cuerpo? -Se desperezó con exuberancia, pero a medio camino se paró y me miró con cara de desconcierto-. Esperaba alguna ocurrencia. Normalmente eres más rápido.

– Tengo muchas cosas en la cabeza -dije esbozando una sonrisa-. Dudo que hoy pueda estar a la altura de tus agudezas.

– Nunca he creído que pudieras estar a la altura de mis agudezas -replicó ella-. Pero me gusta bromear un poco de vez en cuando. -Se inclinó hacia delante y entrelazó las manos sobre la mesa-. ¿Qué clase de preguntas?

– ¿Estudiaste mucha sigaldría en la Universidad?

– Preguntas personales. -Arqueó una ceja-. No. No me interesaba. Demasiado toqueteo para mi gusto.

– No pareces de esa clase de mujeres a las que no les interesa un poco de toqueteo de vez en cuando -dije, y conseguí arrancarme una débil sonrisa.

– Eso ya está mejor -dijo ella, satisfecha-. Sabía que podrías.

– Supongo que no tienes ningún libro sobre sigaldría avanzada, ¿verdad? -pregunté-. Sobre esas cosas a las que los Re'lar no tienen acceso.

– No -dijo Devi sacudiendo la cabeza-. Pero tengo unos textos de alquimia muy buenos. Libros que jamás encontrarías en tu precioso Archivo. -Cuando pronunció la última palabra, su voz adquirió un deje de resentimiento.

Entonces fue cuando lo entendí todo. Devi jamás habría sido tan negligente como para dejar que alguien robara mi sangre. Jamás la habría vendido para obtener un beneficio rápido. No necesitaba el dinero. No me guardaba rencor por nada.

Sin embargo, Devi habría dado cualquier cosa por entrar en el Archivo.

– Es curioso que menciones la alquimia -dije con toda la serenidad de que fui capaz-. ¿Has oído hablar de una cosa que se llama plombaza?

– Sí, claro -dijo ella con toda tranquilidad-. Es un potingue bastante asqueroso. Me parece que tengo la fórmula. -Se volvió un poco hacia la estantería, sin levantarse de la silla-. ¿Te interesa verla?

Su rostro no la delató, pero con suficiente práctica cualquiera puede controlar la expresión. Su lenguaje corporal tampoco revelaba nada. Solo había una ligera tensión en los hombros, una pizca de vacilación.

Fueron sus ojos. Cuando mencioné la plombaza, vi un destello en ellos. Y no era solo reconocimiento. Era culpabilidad. Claro. Devi le había vendido la fórmula a Ambrose.

Y ¿por qué no iba a vendérsela? Ambrose era un secretario de rango elevado. El podía colarla en el Archivo. Qué demonios, con los recursos económicos de que disponía, ni siquiera le hacía falta eso. Era bien sabido que a veces Lorren permitía entrar en el Archivo a estudiantes que no eran miembros del Arcano, sobre todo si sus padrinos estaban dispuestos a allanarles el terreno haciendo una generosa donación. En una ocasión, Ambrose había comprado una posada entera únicamente para fastidiarme. ¿Cuánto más estaría dispuesto a pagar por unas gotas de mi sangre?

No. Wil y Sim tenían razón en eso. Ambrose nunca se ensuciaba las manos si podía evitarlo. Para él era mucho más sencillo contratar a Devi para que le hiciera el trabajo sucio. A ella ya la habían expulsado. No tenía nada que perder y, en cambio, podía ganar el acceso a los secretos del Archivo.

– No, gracias -dije-. No me interesa mucho la alquimia. -Inspiré hondo y decidí ir al grano-. Pero necesito ver mi sangre.

La máscara de jovialidad de Devi se resquebrajó. Sus labios todavía sonreían, pero sus ojos estaban fríos.

– ¿Cómo dices? -En realidad no era una pregunta.

– Necesito ver la sangre que te dejé -dije-. Necesito saber que está bien guardada.

– Me temo que no podrá ser. -Su sonrisa se borró por completo, y sus labios dibujaron una fina línea horizontal-. Yo no trabajo así. Además, ¿acaso crees que soy tan estúpida como para guardar esas cosas aquí?

Noté un vacío en el estómago; todavía no quería creerlo.

– Podemos ir a donde la tengas -propuse con calma-. Alguien ha estado haciendo felonía contra mí. Necesito comprobar que nadie ha tocado mi sangre. Nada más.

– ¿Cómo voy a enseñarte dónde guardo esas cosas? -dijo Devi con mordacidad-. ¿Te has dado un golpe en la cabeza, o qué?

– Lo siento, pero tengo que insistir.

– Adelante, siéntelo todo lo que quieras -dijo Devi fulminándome con la mirada-. Adelante, insiste. No conseguirás nada.

Era ella. No tenía ningún otro motivo para no enseñarme la sangre.

– Si te niegas a enseñármela -continué, procurando mantener un tono de voz calmado-, debo deducir que has vendido mi sangre, o que tú misma has hecho un fetiche, por la razón que sea.

Devi se recostó en la silla y se cruzó de brazos con afectada despreocupación.

– Puedes deducir todas las estupideces que quieras. Verás tu sangre en cuanto saldes tu deuda conmigo, y punto.

Saqué un muñeco de cera de debajo de mi capa y apoyé la mano en la mesa para que Devi pudiera verlo.

– ¿Quién es? ¿Yo? ¿Con esas caderas? -Pero solo era el esqueleto de un chiste, un acto reflejo. Su tono de voz era monótono y estaba cargado de ira. Devi me miraba con dureza.

Con la otra mano saqué un pelo corto, rubio rojizo, y se lo enganché al muñeco en la cabeza. Devi, inconscientemente, se llevó una mano a la cabeza y puso cara de indignación.

– Me están atacando -dije-. Necesito asegurarme de que mi sangre está…

Esa vez, cuando mencioné mi sangre, vi que Devi desviaba brevemente la vista hacia uno de los cajones de su mesa. Le temblaron un poco los dedos.

La miré a los ojos.

– No lo hagas -dije con gravedad.

Devi movió una mano hacia el cajón y lo abrió de un tirón.

No tenía ninguna duda de que dentro del cajón estaba el fetiche que Devi había utilizado para atacarme. No podía permitir que lo cogiera. Me concentré y murmuré un vínculo.