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sin aliento en el pecho la sangre le borbota,

y tiñe su mejilla bella y ruborosa.

»Más o menos -dijo Sim distraídamente, sin dejar de escudriñar las páginas que tenía delante.

Me fijé en que Fela giraba la cabeza y miraba a Simmon como si le sorprendiera verlo allí sentado.

O mejor dicho: fue como si hasta ese momento Simmon únicamente hubiera ocupado espacio alrededor de Fela, como un mueble. Pero esa vez, cuando ella lo miró, lo captó por entero. El cabello rubio rojizo, la línea de su mandíbula, la amplitud de los hombros bajo la camisa. Esa vez, cuando lo miró, lo vio de verdad.

Dejadme decir una cosa. Todas las horas que pasamos buscando en el Archivo, todo el fastidio y el cansancio valieron la pena solo para presenciar aquel momento. Valió la pena sangre y temer a la muerte por verla enamorarse de Sim. Solo un poco. Solo el primer hálito débil del amor, tan leve que seguramente ni siquiera ella lo percibió. No fue espectacular, como un rayo seguido del estruendo de un trueno. Fue más bien como cuando golpeas pedernal contra acero y salta una chispa que se desvanece tan deprisa que casi no la ves. Pero sabes que está allí, donde no puedes verla, prendiendo.

– ¿Quién te leía poesía en víntico éldico? -preguntó Wil. Fela parpadeó varias veces y volvió a mirar el libro.

– Títere -contestó Sim-. El día que lo conocí.

– ¡Títere! -exclamó Wil, y pareció que fuera a mesarse los cabellos-. Que Dios me castigue, ¿cómo no se nos ha ocurrido recurrir a él? ¡Si existe una traducción atur de este libro, seguro que él sabe dónde está!

– Yo lo he pensado un montón de veces estos últimos días -dijo Simmon-. Pero últimamente no se encuentra bien. No creo que nos sirva de mucho.

– Y Títere sabe qué hay en la lista de libros restringidos -añadió Fela-. Dudo que nos diera una cosa así.

– ¿Todos conocéis a ese tal Títere excepto yo? -pregunté.

– Lo conocen los secretarios -dijo Wilem.

– Creo que yo podría descifrarlo casi todo -dijo Simmon volviéndose para mirarme-. ¿Tú entiendes este diagrama? Es incomprensible para mí.

– Eso son las runas -dije señalándolas-. Está más claro que el agua. Y eso son símbolos metalúrgicos. -Me acerqué un poco más-. El resto… no lo sé. Quizá sean abreviaciones. Supongo que podremos descifrarlas sobre la marcha.

Sonreí y me volví hacia Fela.

– Felicidades. Sigues siendo la mejor secretaria de todos los tiempos.

Tardé dos días en descifrar los diagramas del Scrivani con la ayuda de Simmon. O mejor dicho, tardamos un día en descifrarlos y otro más en revisar nuestro trabajo y volverlo a revisar.

Una vez descubierta la forma de fabricar mi gram, empecé a jugar a una especie de escondite extraño con Ambrose. Necesitaba disponer de toda mi capacidad de concentración para trabajar en la sigaldría del gram. Eso significaba que tendría que bajar la guardia. De modo que solo podía trabajar en el gram cuando tenía la certeza de que Ambrose estaba ocupado con otras cosas.

El gram requería un trabajo delicado, grabados minúsculos sin margen de error. Y el hecho de tener que dedicarle momentos sueltos no ayudaba mucho. Media hora mientras Ambrose tomaba café con una joven en un café público. Cuarenta minutos cuando asistía a una clase de Lógica Simbólica. Una hora y media, mientras realizaba su turno en el mostrador del Archivo.

Cuando no podía trabajar en el gram, trabajaba en mi proyecto de artificería. Por una parte, era una suerte que Kilvin me hubiera encargado hacer algo digno de un Re'lar. Me proporcionaba la excusa perfecta para todo el tiempo que pasaba en la Factoría.

El resto del tiempo lo pasaba en la taberna del Pony de Oro. Necesitaba convertirme en un cliente habitual de aquel local. Así, llegado el momento, levantaría menos sospechas.

Capítulo 29

Robo

Todas las noches volvía a mi pequeña buhardilla de Anker's. Cerraba la puerta con llave, salía por la ventana y me colaba en la habitación de Wil o en la de Sim, según a quién le tocara la primera guardia esa noche.

Las cosas iban mal, pero sabía que irían infinitamente peor si Ambrose se enteraba de que era yo quien había entrado en sus habitaciones. Mis heridas se estaban curando, pero todavía eran lo bastante evidentes para incriminarme. Así que me esforzaba para mantener una apariencia de normalidad.

Una noche, ya tarde, entré en Anker's con toda la agilidad y el vigor de un engendro. Hice un débil intento de charlar con la nueva camarera de la taberna y cogí media hogaza de pan antes de desaparecer por la escalera.

Un minuto más tarde volvía a estar en la taberna. Estaba empapado de sudor, muerto de miedo, y mi corazón tronaba en mis oídos.

La camarera alzó la vista.

– ¿Has cambiado de idea sobre la copa? -me preguntó, sonriente.

Negué con la cabeza, tan enérgicamente que el pelo me azotó la cara.

– ¿Me dejé mi laúd aquí anoche cuando terminé de tocar? -pregunté, frenético.

La chica meneó la cabeza.

– Te lo llevaste, como siempre. ¿Recuerdas que te pregunté si necesitabas un trozo de cordel para sujetar el estuche?

Subí la escalera a más correr. Medio minuto más tarde volvía a estar abajo.

– ¿Estás segura? -pregunté respirando trabajosamente-. ¿Puedes mirar detrás de la barra, por si acaso?

Miró, pero el laúd no estaba allí. Tampoco estaba en la despensa. Ni en la cocina.

Subí la escalera y abrí la puerta de mi cuartito. En una habitación tan pequeña no había muchos sitios donde guardar un estuche de laúd. No estaba debajo de la cama. No estaba apoyado en la pared, junto a mi pequeño escritorio. No estaba detrás de la puerta.

El estuche del laúd era demasiado grande para caber en el viejo baúl que tenía a los pies de la cama, pero de todas formas, miré allí también. No estaba en el baúl. Miré otra vez debajo de la cama, para asegurarme. No estaba debajo de la cama.

Entonces miré la ventana. Miré el sencillo pestillo que yo mantenía bien engrasado para poder abrirlo desde fuera, estando de pie en el tejado.

Volví a mirar detrás de la puerta, pero tampoco estaba allí. Entonces me senté en la cama. Si momentos antes me sentía reventado, ahora sentía algo completamente diferente. Sentía que estaba hecho de papel mojado. Sentía que apenas podía respirar, como si me hubieran robado el corazón.

Capítulo 30

Más que la sal

Hoy -anunció Elodin alegremente- hablaremos de cosas de las que no se puede hablar. Concretamente discutiremos de por qué hay cosas de las que no se puede discutir.

Di un suspiro y dejé el lápiz. Todos los días abrigaba la esperanza de que aquella clase fuera la clase en que Elodin por fin nos enseñaría algo. Todos los días llevaba una tablilla y una de mis escasas y valiosas hojas de papel, dispuesto a aprovechar ese momento de claridad. Todos los días una parte de mí esperaba que Elodin se riera y confesase que con sus interminables tonterías no había estado haciendo nada más que poner a prueba nuestra determinación.

Y todos los días me llevaba una decepción.

– La mayoría de las cosas importantes no pueden decirse abiertamente -continuó Elodin-. No pueden hacerse explícitas. Solo pueden insinuarse. -Miró a su puñado de estudiantes en un aula enorme prácticamente vacía-. Nombrad algo que no pueda explicarse. -Señaló a Uresh-. Adelante.

Uresh pensó un poco y dijo:

– El humor. Si explicas un chiste, deja de ser un chiste.

Elodin asintió con la cabeza y apuntó a Fenton.

– ¿La nominación? -sugirió Fenton.

– Esa es una respuesta fácil, Re'lar -dijo Elodin con una pizca de reproche-. Pero anticipas correctamente el tema de mi disertación, de modo que te lo dejaremos pasar. -Me señaló a mí.

– No hay nada que no pueda explicarse -declaré con firmeza-. Si algo se puede entender, se puede explicar. Puede ser que alguien no sepa explicarlo bien. Pero eso solo significa que es difícil explicarlo, no que sea imposible.