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– ¿Estás preparado? -me susurró Denna al oído. Su voz sonaba a sonrisa. Su aliento me erizó el vello de la nuca.

– No tengo ni idea -dije con franqueza.

Noté el aliento de su risa contenida en la oreja.

– Muy bien. Abre los ojos.

Los abrí y vi a un hombre, mayor y enjuto, de pie detrás de un largo mostrador de madera. Tenía delante un estuche de laúd, abierto y vacío. Denna me había comprado un regalo. Un estuche para mi laúd. Un estuche para el laúd que me habían robado.

Di un paso adelante. El estuche, vacío, era largo y delgado, recubierto de suave piel negra. No tenía charnelas. Siete broches de acero reluciente recorrían todo el borde, de manera que la tapa se levantaba como la de una caja.

Por dentro estaba forrado de suave terciopelo. Alargué un brazo para tocarlo y comprobé que el relleno era blando pero elástico, como una esponja. El pelo del terciopelo tenía un centímetro de espesor, y era de color granate oscuro.

El hombre que estaba detrás del mostrador esbozó una sonrisa.

– La dama tiene buen gusto -declaró-. Y sabe muy bien lo que quiere.

Levantó la tapa.

– La piel está engrasada y encerada. Hay dos capas, y debajo, un armazón de arce. -Pasó un dedo a lo largo de la parte inferior del estuche, y luego señaló el correspondiente surco en la tapa-. Se ajusta muy bien, para que no entre ni salga el aire. Así no tendrá que preocuparse si lo saca de una habitación caldeada y húmeda al exterior, por mucho frío que haga.

Empezó a cerrar los broches alrededor del borde del estuche.

– La dama no quería broches de latón. Estos son de acero fino. Y una vez cerrados, la tapa queda sujeta contra una junta. Podría sumergirlo en un río y el terciopelo permanecería seco. -Encogió los hombros-. El agua acabaría traspasando la piel, por supuesto. Pero no se puede hacer más.

Le dio la vuelta y golpeó fuertemente la base redondeada con los nudillos.

– El armazón de arce es delgado, para que no abulte ni pese, y lo he reforzado con tiras de acero de Glantz. -Señaló a Denna, que estaba a un lado, sonriente-. La dama quería acero de Ramston, pero le expliqué que el acero de Ramston, pese a ser fuerte, es bastante quebradizo. El acero de Glantz es más ligero y conserva mejor la forma.

Me miró de arriba abajo.

– Si el joven maestro así lo desea, podría ponerse de pie sobre la base del estuche sin aplastarlo. -Frunció ligeramente los labios y me echó un vistazo a los pies-. Aunque yo preferiría que no lo hiciera.

Volvió a poner el estuche del derecho.

– Permítame decir que este quizá sea el estuche más bonito que he fabricado en veinte años. -Lo deslizó por el mostrador hacia mí-. Espero que sea de su agrado.

Me quedé sin habla, algo raro en mí. Estiré un brazo y pasé la mano por la piel. Era lisa y cálida. Toqué el aro de acero por donde había que pasar la correa. Miré a Denna, que casi danzaba de emoción.

Se acercó a mí, entusiasmada.

– Y ahora viene lo mejor -dijo abriendo los broches con una facilidad que revelaba que ya lo había hecho otras veces. Levantó la tapa y tocó el fondo con un dedo-. El relleno está diseñado para que se pueda retirar y volver a montar. Así, tengas el laúd que tengas en el futuro, seguirá encajando.

»¡Y mira! -Presionó sobre el terciopelo en el sitio donde debía descansar el mástil, y apareció una tapa revelando un hueco oculto. Volvió a sonreír-. Esto también ha sido idea mía. Es una especie de bolsillo secreto.

– Cuerpo de Dios, Denna -dije-. Debe de haberte costado una fortuna.

– Bueno, mira -dijo ella con fingida modestia-, tenía unos ahorrillos.

Pasé la mano por el interior acariciando el terciopelo.

– En serio, Denna. Este estuche debe de costar tanto como mi laúd… -Me quedé callado y mi estómago se retorció de una forma muy desagradable. Mi laúd. El laúd que ya no tenía.

– Si no le importa que lo diga, señor -dijo el hombre que estaba detrás del mostrador-, a menos que tenga usted un laúd de plata maciza, creo que este estuche vale muchísimo más.

Volví a pasar las manos por la tapa; cada vez tenía el estómago más revuelto. No se me ocurrió nada que decir. ¿Cómo podía decirle a Denna que me habían robado el laúd después de que ella se hubiera tomado tantas molestias para que me hicieran aquel precioso regalo?

Denna sonrió emocionada.

– ¡Vamos a ver si tu laúd encaja!

Hizo una señal con la mano, y el hombre que estaba detrás del mostrador sacó mi laúd y lo puso dentro del estuche. Encajaba como un guante.

Rompí a llorar.

– Dios mío, estoy avergonzado -dije sonándome la nariz.

Denna me tocó suavemente el brazo.

– Lo siento mucho -repitió por tercera vez.

Estábamos sentados en la acera, frente a la tiendecita. Ya tenía suficiente con romper a llorar delante de Denna; quería serenarme sin haber de soportar al dueño de la tienda con la vista clavada en mí.

– Solo quería asegurarme de que encajaba bien -dijo Denna, consternada-. Te dejé una nota. Tenías que venir para que pudiera darte la sorpresa. Lo había calculado todo para que ni siquiera te dieras cuenta de que no tenías el laúd.

– No pasa nada -dije.

– Claro que pasa -replicó Denna, y sus ojos empezaron a anegarse de lágrimas-. Al ver que no aparecías, no sabía qué hacer. Anoche te estuve buscando por todas partes. Llamé a tu puerta, pero no contestaste. -Agachó la cabeza-. Nunca te encuentro cuando te busco.

– Denna -dije-. No pasa nada.

Sacudió enérgicamente la cabeza evitando mirarme mientras las lágrimas empezaban a resbalarle por las mejillas.

– Sí pasa. Debí saberlo. Lo tratas como si fuera tu bebé. Si alguien me hubiera mirado alguna vez como tú miras ese laúd, yo…

Se le quebró la voz y tragó saliva antes de que las palabras volvieran a salir en tropel.

– Yo ya sabía que era la cosa más importante de tu vida. Por eso quería regalarte un estuche donde pudieras guardarlo bien. Pero no se me ocurrió pensar que sería tan… -Volvió a tragar saliva y apretó los puños. Tenía el cuerpo tan tenso que casi temblaba-. Dios mío. ¡Qué estúpida soy! Nunca pienso. Siempre hago lo mismo. Lo estropeo todo.

Se le había soltado el cabello y le tapaba la cara, de modo que no podía verle la expresión.

– ¿Qué me pasa? -dijo en voz baja, pero con rabia-. ¿Por qué soy tan imbécil? ¿Por qué no puedo hacer al menos una sola cosa bien?

– Denna. -Tuve que interrumpirla, porque apenas hacía pausas para respirar. Apoyé una mano en su brazo y ella se quedó quieta y rígida-. Denna, tú no tenías forma de saberlo -le dije-. ¿Cuánto tiempo hace que tocas? ¿Un mes? ¿Alguna vez has tenido tu propio instrumento?

Ella sacudió la cabeza; el cabello seguía tapándole la cara.

– Tenía aquella lira -dijo en voz baja-, Pero solo me duró unos días antes del incendio. -Levantó la cabeza por fin, y vi que su rostro revelaba una profunda tristeza. Tenía los ojos y la nariz enrojecidos-. Siempre me pasa lo mismo. Intento hacer algo bien, pero siempre se complica. -Me miró con expresión de desdicha-. Tú no sabes lo que es eso.

Me reí. Volver a reír me produjo una sensación maravillosa. La risa borbotaba en el fondo de mi estómago y ascendía por mi garganta como las notas de un cuerno de oro. Aquella risa, por sí sola, valía tres comidas calientes y veinte horas de sueño.

– Sé perfectamente lo que es -dije, y noté las magulladuras de mis rodillas y la tirantez de las cicatrices de mi espalda, que todavía no estaban curadas del todo. Me planteé contarle cómo se me habían complicado las cosas cuando quise recuperar su anillo. Pero decidí que seguramente no la ayudaría a animarse si le explicaba que Ambrose estaba intentando matarme-. Denna, estás hablando con el rey de las ideas luminosas que se fuercen estrepitosamente.