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Eso la hizo sonreír; se sorbió la nariz y se frotó los ojos con la manga.

– Somos una pareja encantadora de idiotas llorones, ¿verdad?

– Sí -coincidí.

– Lo siento -dijo una vez más, y la sonrisa se borró de sus labios-. Solo quería hacerte un detalle bonito. Pero no se me dan bien estas cosas.

Le cogí una mano entre las mías y se la besé.

– Denna -dije con absoluta sinceridad-, esto es lo más bonito que nadie ha hecho para mí en toda mi vida.

Denna dio un resoplido muy poco delicado.

– Es la pura verdad -dije-. Eres mi penique reluciente en la cuneta. Vales más que la sal o que la luna una larga noche de caminata. Eres un vino dulce en mi boca, una canción en mi garganta, y la risa en mi corazón.

Denna se ruborizó, pero yo continué, imperturbable:

– Eres demasiado buena para mí. Eres un lujo que no puedo permitirme. A pesar de todo, insisto en que hoy vengas conmigo. Te invitaré a cenar y pasaré horas hablando extasiado del inmenso y maravilloso paisaje que eres tú.

Me puse de pie y la ayudé a levantarse.

– Tocaré el laúd para ti. Te cantaré canciones. Durante el resto de la tarde, nada ni nadie podrá molestarnos. -Ladeé la cabeza convirtiéndolo en una pregunta.

Denna curvó los labios.

– Es una buena proposición -dijo-. Me encantaría pasar una tarde alejada de todo.

Horas más tarde, volví a la Universidad con paso alegre. Iba silbando. Cantando. El laúd, terciado a la espalda, era ligero como un beso. Hacía un sol cálido y relajante. Soplaba una brisa fresca.

Mi suerte estaba empezando a cambiar.

Capítulo 31

El Crisol

En cuanto recuperé mi laúd, todos los otros aspectos de mi vida volvieron a equilibrarse. El trabajo en la Factoría me parecía más fácil. Las clases se me pasaban volando. Hasta le encontraba sentido a Elodin.

Muy animado, fui a visitar a Simmon al laboratorio de alquimia. Llamé a la puerta; Simmon me abrió y me hizo señas para que entrara.

– Ha funcionado -dijo, emocionado.

Cerré la puerta, y Sim me guió hasta una mesa donde había una serie de botellas, tubos y quemadores de gas de hulla. Sonrió orgulloso y levantó un tarro no muy hondo como los que se utilizan para guardar maquillaje o colorete.

– ¿Me lo enseñas? -pregunté.

Sim encendió un pequeño quemador de gas de hulla, y la llama empezó a calentar la base de un cazo bajo de hierro. Nos quedamos un momento callados, oyéndolo sisear.

– Me he comprado unas botas -dijo Sim, y levantó un pie para enseñármelas.

– Bonitas -dije sin pensar; entonces me fijé bien y, extrañado, pregunté-: ¿Son tachuelas?

Sim sonrió con malicia. Me reí.

El cazo de hierro se calentó, y Sim destapó el tarro e introdujo la yema del dedo índice en la sustancia traslúcida que había dentro. Entonces, con un pequeño floreo, levantó la mano y presionó la punta del dedo en el cazo de hierro caliente.

Hice una mueca de dolor. Sim sonrió con petulancia, esperó lo que dura una inspiración larga y luego apartó el dedo.

– Increíble -dije-. Hacéis unas cosas asombrosas. Un escudo de calor.

– No. -Sim se puso muy serio-. No tiene nada que ver con eso. No es un escudo. Tampoco es un aislante. Es como una capa de piel extra que se quema antes de que la piel de verdad llegue a calentarse.

– Es como tener agua en las manos -dije.

– No -repitió Sim, meneando la cabeza-. El agua conduce el calor. Esto no.

– Entonces es un aislante.

– Vale -dijo Sim, exasperado-. Tienes que callarte y escuchar. Esto es alquimia. Tú no entiendes nada de alquimia.

– Ya lo sé, ya lo sé -dije haciendo un gesto apaciguador.

– Venga, dilo. Di: no entiendo nada de alquimia.

Lo mire con enojo.

– La alquimia no es química con unos toquecitos mágicos -dijo-. Eso quiere decir que si no me escuchas, sacarás tus propias conclusiones y estarás mortalmente equivocado. Equivocado y muerto.

Inspiré hondo y solté el aire despacio.

– Está bien. Explícamelo.

– Tendrás que extendértelo deprisa -dijo-. Solo tendrás unos diez segundos para extendértelo bien por las manos y los brazos. -Se señaló la parte media del antebrazo-. No se marchará solo, pero perderás un poco si te rozas demasiado las manos. No te toques la cara. No te restriegues los ojos. No te hurgues la nariz. No te muerdas las uñas. Es un poco venenoso.

– ¿Un poco? -pregunté.

Sim me ignoró y me mostró el dedo con el que había tocado el cazo de hierro caliente.

– No es como los guantes blindados. En cuanto se expone al calor, empieza a consumirse.

– ¿Olerá? -pregunté-. ¿No desprende nada que pueda detectarse?

– No. Técnicamente no arde. Solo se descompone.

– Y ¿en qué se convierte?

– En cosas -dijo Simmon con irritación-. Se descompone en cosas complicadas que tú no puedes entender porque no sabes nada de alquimia.

– ¿No es peligroso respirarlo? -me corregí.

– No. Si lo fuera, no te lo daría. Es una fórmula muy antigua. Está probada y comprobada. Pues bien, como no transmite el calor, tus manos pasarán de no notar calor alguno a presionar contra algo que está al rojo. -Me miró con énfasis-. Te aconsejo que dejes de tocar objetos calientes antes de que se haya consumido.

– ¿Cómo sabré cuándo está a punto de consumirse?

– No lo sabrás -dijo Sim-. Por eso te aconsejo que utilices algo que no sean las manos desnudas.

– Maravilloso.

– Si se mezcla con alcohol se vuelve un ácido. Pero no mucho. Tendrías tiempo de sobra para lavarte. Si se mezcla con un poco de agua, como por ejemplo con sudor, no pasa nada. Pero si se mezcla con mucha agua, pongamos en una proporción de cien a uno, se vuelve inflamable.

– Y si lo mezclo con meados se convierte en delicioso caramelo, ¿verdad? -Me reí-. ¿Has hecho una apuesta con Wilem para ver cuántas tonterías me tragaría? No hay nada que se vuelva inflamable cuando lo mezclas con agua.

Sim me miró con los ojos entrecerrados. Cogió un crisol vacío.

– Muy bien -dijo-. Llena esto.

Sin dejar de sonreír, fui hasta el bote de agua que había en un rincón de la habitación. Era idéntico a los de la Factoría. El agua pura también es importante en artificería, sobre todo cuando mezclas arcillas y enfrías metales que no quieres que se contaminen.

Puse un poco de agua en el crisol y se lo llevé a Sim. Metió la punta del dedo dentro, agitó un poco el agua y la vertió en el cazo de hierro caliente.

Empezaron a salir unas llamas densas y anaranjadas de medio metro de altura que al cabo de un momento parpadearon y se apagaron. Sim dejó el crisol vacío en la mesa y me miró con gravedad.

– Dilo.

Agaché la cabeza.

– No entiendo nada de alquimia.

Sim asintió, satisfecho.

– Muy bien -dijo, y se volvió de nuevo hacia la mesa-. Vamos a repasarlo.

Capítulo 32

Sangre y ceniza

Las hojas secas crujían bajo mis pies mientras cruzaba el bosque que había al norte de la Universidad. La pálida luz de la luna que se filtraba entre las ramas desnudas de los árboles no era suficiente para ver con claridad, pero había recorrido aquel camino varias veces en el último ciclo y me lo sabía de memoria. Olí el humo de leña mucho antes de oír las voces y divisar el resplandor del fuego entre los árboles.

No era exactamente un claro, sino solo un lugar tranquilo, oculto detrás de un afloramiento rocoso. Unas rocas y el tronco de un árbol caído servían de asientos improvisados. Yo mismo había cavado el hoyo para la hoguera unos días atrás. Tenía un palmo de hondo y seis de ancho, y estaba bordeado de piedras. Era un hoyo demasiado grande para la pequeña fogata que ardía en él.

Ya habían llegado todos. Mola y Fela compartían el tronco caído. Wilem estaba sentado encorvado en una roca. Sim, en el suelo con las piernas cruzadas, hurgaba en el fuego con un palo.