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Cuando salí de entre los árboles, Wil levantó la cabeza. La luz parpadeante del fuego le acentuaba las ojeras. Sim y él llevaban casi dos ciclos enteros velándome por las noches.

– Llegas tarde -dijo.

Sim levantó también la cabeza; su expresión era alegre, como siempre, pero también en su cara se reflejaba el cansancio.

– ¿Está terminado? -preguntó, emocionado.

Asentí con la cabeza. Me desabroché el puño de la camisa y me enrollé la manga para mostrar un disco de hierro un poco mayor que un penique de la Mancomunidad. Estaba cubierto de finos grabados de sigaldría e incrustaciones de oro. Era mi gram, recién acabado. Lo llevaba atado, plano, contra la parte interna del antebrazo con un par de cordones de cuero.

Todos se pusieron a aplaudir.

– Qué forma tan interesante de llevarlo -observó Mola-. Muy moderno, estilo asaltante bárbaro.

– Funciona mejor si está en contacto con la piel -expliqué-. Y tengo que mantenerlo oculto, porque se supone que no sé cómo fabricarlo.

– Pues entonces, moderno y práctico -dijo Mola.

Simmon se me acercó y lo examinó; alargó una mano para tocarlo con un dedo.

– Es muy pequeño… ¡aaay! -Dio un salto hacia atrás retorciéndose la mano-. ¡Negra maldición! -blasfemó, avergonzado-. Lo siento. Me he asustado.

– Kist y crayle -dije; el corazón me latía muy deprisa-. ¿Qué pasa?

– ¿Has tocado alguna vez un florín del Arcano? -me preguntó-. Esos que te dan cuando te conviertes en arcanista.

– Sí -respondí-. Noté una especie de zumbido y se me quedó la mano entumecida, como si se me hubiera dormido.

Sim apuntó a mi gram con la barbilla mientras sacudía la mano.

– Es una sensación parecida. Me ha sorprendido.

– No sabía que los florines actuaran como grams -dije-. Pero tiene sentido, claro.

– ¿Ya lo has probado? -preguntó Wilem.

– No, no quería probarlo yo solo -admití.

– ¿Quieres que lo haga uno de nosotros? -dijo Simmon riendo-. Tienes razón, es perfectamente normal.

– También he pensado que sería conveniente que hubiera un fisiólogo cerca. -Señalé a Mola con la cabeza-. Por si acaso.

– No sabía que mi presencia aquí esta noche respondía a mi capacitación profesional -protestó Mola-. No me he traído el botiquín.

– No creo que sea necesario -dije; saqué un taco de cera de simpatía de debajo de mi capa y se lo mostré a todos-. ¿Quién quiere hacer los honores?

Hubo un momento de silencio, y entonces Fela levantó la mano.

– Si queréis, yo hago el muñeco. Pero no pienso clavarle la aguja.

– Vhenata -dijo Wilem.

Simmon se encogió de hombros y dijo:

– Ya se la clavaré yo. Qué remedio.

Le di el taco de cera a Fela, que empezó a calentarlo con las manos.

– ¿Qué quieres usar, pelo o sangre? -me preguntó en voz baja.

– Las dos cosas -contesté procurando disimular mi creciente ansiedad-. Para poder dormir tranquilo por las noches necesito estar absolutamente seguro. -Saqué un alfiler de sombrero, me pinché en el dorso de la mano y observé la brillante gota de sangre que se formaba.

– No, así no funcionará -dijo Fela, que seguía trabajando la cera con las manos-. La sangre no se mezcla bien con la cera. Forma gotas y se queda en la superficie.

– Y tú ¿de dónde has sacado esa información? -bromeó Simmon, nervioso.

Fela se sonrojó; agachó un poco la cabeza y el largo cabello se derramó por su hombro.

– Lo sé por las velas. Cuando haces velas de colores no puedes usar tintes con base de agua. Necesitas tintes con base de aceite, o en polvo. Es un tema de solubilidad. Alineación polar y no polar.

– Me encanta la Universidad -le dijo Sim a Wilem al otro lado de la hoguera-. Las mujeres instruidas son mucho más atractivas.

– Me gustaría poder decir lo mismo de vosotros -dijo Mola con aspereza-. Pero nunca he conocido a ningún hombre instruido.

Me agaché y cogí un pellizco de ceniza de la hoguera; a continuación me froté con ella el dorso de la mano para que absorbiera mi sangre.

– Creo que así sí funcionará -dijo Fela.

– Esta carne arderá. A ser ceniza todo vuelve -recitó Wilem con tono sombrío; luego miró a Simmon-. ¿No dice eso en tu libro sagrado?

– No es mi libro sagrado -replicó Simmon-. Pero te has acercado bastante. «Todo vuelve a las cenizas, así que esta carne también arderá.»

– Veo que os lo estáis pasando en grande -observó Mola con irritación.

– Es que estoy emocionado de pensar en dormir la noche seguida -dijo Wilem-. Hasta ahora, toda la diversión nocturna era empezar a beber café después del postre.

Fela levantó la masa de cera y yo le adherí la ceniza. Fela volvió a amasarla, y entonces empezó a moldearla; con unos pocos y hábiles movimientos, le dio forma de muñeco. Se lo mostró a los demás.

– Kvothe tiene la cabeza mucho más grande -opinó Simmon componiendo su sonrisa infantil.

– Y tengo genitales -dije yo; cogí el muñeco y le enganché un pelo en la cabeza-. Pero en ciertas situaciones el realismo resulta improductivo. -Me acerqué a Simmon y le di el simulacro y el largo alfiler de sombrero.

Sim cogió una cosa con cada mano y se quedó mirándolas, indeciso.

– ¿Estás seguro de que quieres hacer esto?

Asentí.

– Ya. -Sim inspiró y cuadró los hombros. Clavó la vista en el muñeco, arrugando la frente por la concentración.

Me doblé por la cintura, chillando y sujetándome una pierna.

Fela dio un grito ahogado. Wilem se puso en pie de un brinco. Simmon, aterrado y con los ojos como platos, sujetaba el muñeco y el alfiler separándolos cuanto podía uno de otro. Miró alrededor, asustado.

– Yo no… no he…

Me enderecé y me sacudí la camisa.

– Solo practicaba -dije-. ¿Me ha salido un grito demasiado femenino?

Sim respiró aliviado.

– Maldito seas -dijo sin fuerzas, riendo-. No ha tenido gracia, capullo. -No podía parar de reír mientras se enjugaba el sudor de la frente.

Wilem murmuró algo en siaru y volvió a sentarse.

– Los tres juntos sois peores que una troupe itinerante -declaró Mola.

Sim respiró hondo y soltó el aire poco a poco. Volvió a cuadrar los hombros y sostuvo el muñeco y el alfiler ante sí. Le temblaban las manos.

– Que Tehlu nos asista -dijo-. Me has dado un susto de muerte. Ahora ya no puedo hacerlo.

– Por el amor de Dios. -Mola se levantó, rodeó la hoguera y se colocó delante de Simmon. Tendió ambas manos-. Dámelo. -Cogió el fetiche y el alfiler, se dio la vuelta y me miró a los ojos-. ¿Estás preparado?

– Un momento. -Tras dos ciclos de vigilancia constante, soltar el Alar que me protegía era como abrir el puño cuando llevas mucho rato apretando algo y se te han quedado los dedos agarrotados.

Al cabo, sacudí la cabeza. Sin el Alar me sentía extraño, casi desnudo.

– No te cortes, pero dame en la pierna, por si acaso.

Mola esperó un momento, murmuró un vínculo y hundió lentamente el alfiler en la pierna del muñeco.

Silencio. Todos me miraban, inmóviles.

No noté nada.

– Estoy bien -dije. Todos volvieron a respirar; miré a Mola con curiosidad-. ¿Ya está? ¿No tienes nada más?

– No, no está -contestó Mola; sacó el alfiler de la pierna del muñeco, se arrodilló y lo sostuvo sobre el fuego-. Eso solo ha sido una prueba. No quería volver a oírte gritar como una niñita. -Retiró el alfiler del fuego y se levantó-. Esta vez te vas a enterar. -Sostuvo el alfiler sobre el muñeco y me miró-. ¿Preparado?

Asentí con la cabeza. Mola cerró los ojos un momento, murmuró un vínculo y clavó el alfiler caliente en la pierna del fetiche. Noté que el metal del gram se enfriaba contra la cara interna de mi antebrazo, y sentí una breve presión contra el músculo de mi pantorrilla, como si alguien me hubiera hincado un dedo. Me miré la pierna para asegurarme de que Simmon no se estaba vengando de mí pinchándome con un palo.