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– Y te quedan mejor a ti, claro. -Sacudió la cabeza con gesto de irritación-. Madre mía, Fela. Si yo tuviera unas tetas como las tuyas, ya sería la dueña de medio mundo.

– Yo también -dijo Sim con entusiasmo.

Wilem soltó una carcajada; entonces se tapó la cara y se apartó de Sim, sacudiendo la cabeza y esforzándose para dar a entender que no tenía ni la menor idea de quién era el que estaba a su lado.

Devi miró a Sim, que sonreía sin vergüenza ninguna, y luego preguntó a Fela:

– ¿Quién es este idiota?

Le hice señas a Mola; quería que se acercara para hablar con ella.

– No hacía falta, pero gracias. Es un gran alivio saber que Devi no trama nada contra mí.

– No des nada por hecho -dijo Mola con seriedad-. Nunca la había visto tan enfadada. Me pareció una pena que estuvierais enemistados. Os parecéis mucho.

Miré al otro lado de la hoguera, donde Wil y Sim se acercaban con cautela a Devi y Fela.

– He oído hablar mucho de ti -dijo Wilem mirando a Devi-. Pensaba que serías más alta.

– Y ¿qué te ha parecido? -preguntó Devi con aspereza-. Lo de pensar, quiero decir.

Agité las manos para atraer la atención de todos.

– Es tarde -dije-. Tenemos que ocupar nuestros puestos.

Fela asintió.

– Quiero llegar pronto, por si acaso. -Algo nerviosa, se ajustó bien los guantes-. Deseadme suerte.

Mola se le acercó y le dio un abrazo somero.

– Todo saldrá bien. No te alejes de los lugares públicos. Se comportará mejor si hay gente mirando.

– Insístele para que te hable de su poesía -le aconsejó Devi-. Se le irá el tiempo en eso.

– Si se pone impaciente, alábale el vino -añadió Mola-. Dile algo como «Ay, me encantaría otra copa, pero me da miedo que se me suba a la cabeza». Comprará una botella e intentará que te la bebas entera.

– Así no se te echará encima al menos durante media hora más -coincidió Devi. Tiró de la parte de arriba del vestido de Fela tapándole un poco el escote-. Empieza conservadora, y luego, hacia el final de la cena, exhíbelas un poco. Inclínate. Usa los hombros. Si él va viendo cada vez más, creerá que va por buen camino. Así no tendrá tanta prisa por meterte mano.

– Esto es lo más aterrador que he visto jamás -dijo Wilem en voz baja.

– ¿Qué pasa? ¿Acaso todas las mujeres del mundo se conocen? -preguntó Sim-. Porque eso lo explicaría todo.

– En el Arcano apenas somos cien -dijo Devi con mordacidad-. Nos confinan a una sola ala de las Dependencias, tanto si queremos vivir allí como si no. ¿Cómo no vamos a conocernos todas?

Me acerqué a Fela y le di una ramita de roble.

– Cuando hayamos terminado, te haré una señal. Tú me haces una señal si Ambrose te deja plantada.

Fela arqueó una ceja y dijo:

– Ese comentario tiene una interpretación despectiva -comentó; luego sonrió y se guardó la ramita.; dentro de uno de los guantes, largos y negros. Sus pendientes oscilaron, y la luz volvió a reflejarse en ellos. Eran esmeraldas. Con forma de lágrima.

– Qué pendientes tan bonitos -le dije a Devi-. ¿De dónde los has sacado?

Devi me miró con los ojos entrecerrados, como si tratara de decidir si debía ofenderse o no.

– Un joven muy guapo los utilizó para saldar su deuda -me contestó-. Pero que yo sepa, eso no es asunto tuyo.

– Era mera curiosidad -dije encogiéndome de hombros.

Fela nos dijo adiós con la mano y se marchó, pero todavía no se había alejado ni tres metros cuando Simmon la alcanzó. Le sonrió con torpeza, habló con ella e hizo unos gestos enfáticos antes de ponerle algo en la mano. Fela le devolvió la sonrisa y se lo guardó dentro del guante.

– Supongo que sabes cuál es el plan -le dije a Devi.

Ella asintió.

– ¿A qué distancia está su habitación?

– A un kilómetro, aproximadamente -dije disculpándome-. El desliz…

– Sé hacer mis propios cálculos -me interrumpió.

– Vale. -Señalé mi macuto, que estaba en el suelo, cerca del borde de la hoguera-. Ahí dentro encontrarás cera y arcilla. -Le di una ramita de abedul-. Te haré una señal cuando estemos en nuestros puestos. Empieza con la cera. Dedícale media hora buena. Luego haz una señal y empieza con la arcilla. Dedícale como mínimo una hora.

– ¿Con una hoguera detrás de mí? -Devi dio un resoplido-. Tardaré quince minutos, como mucho.

– Piensa que quizá no lo tenga escondido en el cajón de los calcetines. Podría estar guardado bajo llave, en un sitio sin mucho aire.

– Sé lo que hago -dijo Devi, mandándome que me largara con un ademán.

Hice una pequeña reverencia y dije:

– Lo dejo en tus competentes manos.

– ¿Ya está? -preguntó Mola, indignada-. ¡A mí me has echado un sermón de una hora! ¡Me has interrogado!

– No tengo tiempo -me excusé-. Y tú estarás aquí para ayudarla, si es necesario. Además, sospecho que Devi podría ser una de las pocas personas que conozco que domina la simpatía más que yo.

– ¿Sospechas? -dijo Devi mirándome torvamente-. Te vencí como a un miserable pelirrojo. Fuiste mi pequeño títere simpático de mano.

– Eso fue hace dos ciclos -puntualicé-. Desde entonces he aprendido mucho.

– ¿Títere de mano? -preguntó Sim a Wilem. Wil hizo un gesto aclaratorio, y ambos rompieron a reír.

Le hice una seña a Wilem y dije:

– Vámonos.

Antes de que nos pusiéramos en marcha, Sim me entregó un tarrito.

Lo miré, extrañado. Ya llevaba su ungüento alquímico guardado en la capa.

– ¿Qué es esto?

– Solo es pomada, por si te quemas -explicó-. Pero si la mezclas con meados, se convierte en caramelo. -El rostro de Sim no delataba emoción alguna-. Un caramelo delicioso.

Asentí, muy serio.

– Sí, señor.

Mola nos miraba, perpleja. Devi nos ignoró deliberadamente y empezó a echar leña al fuego.

Una hora más tarde, Wilem y yo jugábamos a las cartas en El Pony de Oro. La taberna estaba casi llena, y un arpista interpretaba una versión bastante aceptable de «Dulce centeno de invierno». Se oía un murmullo de conversaciones; clientes adinerados jugaban a las cartas, bebían y hablaban de esas cosas de que hablan los ricos. De cómo había que pegar al mozo de cuadra, supuse. O de las mejores técnicas para perseguir a la doncella por la finca.

El Pony de Oro no era el tipo de local que a mí me gustaba. La clientela era demasiado distinguida, las copas eran demasiado caras y los músicos satisfacían más la vista que el oído. Pese a todo, llevaba casi dos ciclos yendo allí y fingiendo que me proponía ascender en la escala social. Así, nadie podría decir que era raro que estuviera allí esa noche en particular.

Wilem bebió un poco y barajó las cartas. A mí me quedaba media jarra, ya caliente; solo me había tomado una cerveza barata, pero con los precios del Pony, me había quedado literalmente sin un penique.

Wil repartió otra mano de aliento. Cogí mis cartas con cuidado, pues el ungüento alquímico de Simmon me había dejado los dedos un poco pegajosos. Poco habría importado que hubiéramos jugado con cartas en blanco. Yo cogía y lanzaba al azar, fingiendo concentrarme en el juego cuando en realidad me limitaba a esperar y escuchar.

Noté un ligero picor en la comisura de un ojo y levanté una mano para frotármelo, pero me detuve en el último momento. Wilem me miró fijamente desde el otro lado de la mesa, alarmado, y dio una breve pero firme sacudida con la cabeza. Me quedé quieto un momento y bajé lentamente la mano.

Ponía tanto empeño en aparentar despreocupación que cuando se oyó el grito fuera me asusté de verdad. Traspasó el murmullo grave de las conversaciones como solo puede hacer una voz estridente cargada de pánico.

– ¡Fuego!¡Fuego!

En el Pony todos se quedaron paralizados un momento. Siempre pasa lo mismo cuando la gente se asusta y se desconcierta. Esperan un segundo para mirar alrededor, olfatear el aire y pensar cosas como «¿Ha dicho fuego?», o «¿Fuego? ¿Dónde? ¿Aquí?».