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No vacilé. Me levanté de un brinco y miré alrededor, frenético, dejando claro que buscaba dónde estaba el incendio. Para cuando la gente que estaba en la taberna empezó a moverse, yo corría a toda prisa hacia la escalera.

Seguían oyéndose gritos en la calle:

– ¡Fuego! ¡Dios mío! ¡Fuego!

Sonreí mientras escuchaba a Basil, que sobreactuaba en su pequeño papel. No lo conocía lo bastante para dejarlo participar en todas las fases del plan, pero era fundamental que alguien detectase el fuego pronto para que yo pudiera ponerme en acción. No me interesaba que ardiera media posada accidentalmente.

Llegué al piso superior del Pony de Oro y miré alrededor. Ya se oían pasos subiendo por la escalera detrás de mí. Unos pocos huéspedes ricos abrieron sus puertas y se asomaron al pasillo.

Por debajo de la puerta de las habitaciones de Ambrose salían unas finas volutas de humo. Perfecto.

– ¡Creo que es aquí! -grité, y al correr hacia la puerta, deslicé la mano en uno de los bolsillos de mi capa.

Mientras buscábamos en el Archivo, había encontrado referencias a infinidad de obras de artificería interesantes. Una de ellas era un ingenioso artilugio llamado «piedra de asedio».

Funcionaba basándose en los principios simpáticos más sencillos. Una ballesta almacena energía y la utiliza para disparar un virote a larga distancia y a gran velocidad. Una piedra de asedio es una pieza de plomo inscrita que almacena energía y la utiliza para desplazarse unos quince centímetros con la fuerza de un ariete.

Al llegar a la mitad del pasillo, me preparé y embestí la puerta de Ambrose con el hombro. Al mismo tiempo, la golpeé con la piedra de asedio que llevaba escondida en la palma de la mano.

La puerta, de madera gruesa, se rompió como un barril golpeado por un martillo de yunque. La gente que estaba en el pasillo profirió exclamaciones y gritos de asombro. Entré en la habitación tratando de borrar la sonrisa de maníaco de mi cara.

El salón de Ambrose estaba a oscuras, y el humo que se estaba acumulando lo oscurecía aún más. Vi una luz parpadeante más adentro, hacia la izquierda. Supe, por mi anterior visita, que el fuego estaba en el dormitorio.

– ¿Hola? -grité-. ¿Hay alguien? -Modulé cuidadosamente mi voz: enérgica pero preocupada. Ni pizca de pánico, por supuesto. Al fin y al cabo, yo era el héroe de aquella escena.

El dormitorio estaba lleno de un humo anaranjado que me producía escozor en los ojos. Contra la pared había una cómoda enorme, del tamaño de los bancos de trabajo de la Factoría. Las llamas salían por las rendijas de los cajones y lamían la madera. Por lo visto, había acertado: Ambrose guardaba el fetiche en el cajón de los calcetines.

Agarré la primera silla que encontré y la utilicé para romper la ventana por la que había entrado unas noches atrás.

– ¡Despejad la calle! -grité.

El cajón inferior izquierdo era el que ardía más violentamente, y cuando lo abrí, la ropa que había dentro prendió al recibir aire. Olí a pelo quemado y confié en no haber perdido las cejas. No quería pasarme un mes con expresión de sorpresa.

Después de la llamarada inicial, inspiré hondo, di un paso adelante y extraje el pesado cajón de madera de la cómoda con las manos desnudas. Estaba lleno de ropa ennegrecida y humeante, pero al correr hacia la ventana oí rodar un objeto duro por el fondo del cajón. Tiré el cajón por la ventana; la ropa volvió a arder al golpearla el viento.

Después abrí el cajón superior derecho. En cuanto lo saqué de la cómoda, el humo y las llamas salieron formando una masa casi sólida. Una vez extraídos esos dos cajones, el interior vacío de la cómoda formó una especie de chimenea, dando al fuego el aire que necesitaba. Mientras arrojaba el segundo cajón por la ventana, alcancé a oír el rugido del fuego extendiéndose por la madera barnizada y la ropa que había dentro.

En la calle, la gente atraída por la conmoción hacía lo que podía para apagar los escombros. En medio de ese grupo, Simmon iba dando pisotones con sus botas nuevas de tachuelas, haciendo añicos todo lo que encontraba, como un niño que salta en los charcos tras la primera lluvia de primavera. Si el fetiche había sobrevivido a la caída, no sobreviviría a los pisotones de Simmon.

Ese detalle no era ninguna nimiedad. Hacía veinte minutos que Devi me había enviado la señal para hacerme saber que ya había probado con el muñeco de cera. No se había producido ningún resultado, y eso significaba que Ambrose había utilizado mi sangre para hacer un muñeco de arcilla. El fuego no iba a bastar para destruirlo.

Uno a uno, saqué los otros cajones y también los tiré a la calle, deteniéndome para arrancar las gruesas cortinas de terciopelo del dosel de la cama de Ambrose para protegerme las manos del calor del fuego. Eso también podría parecer una pequeñez, pero no lo era. Me aterrorizaba quemarme las manos. Todos mis talentos dependían de ellas.

Lo que sí fue un capricho fue la patada que le di al orinal cuando volvía de la ventana a la cómoda. Era un orinal caro, de cerámica esmaltada. Se volcó y rodó por el suelo hasta chocar contra la chimenea y romperse. Huelga decir que lo que se derramó por las alfombras de Ambrose no era delicioso caramelo.

Las llamas danzaban sin obstáculo en los huecos que habían dejado los cajones, iluminando la habitación; por la ventana rota entraba aire fresco. Al final alguien más tuvo valor suficiente para entrar en la habitación. Cogió una de las mantas de la cama de Ambrose para protegerse las manos y me ayudó a lanzar los últimos cajones en llamas por la ventana. Hacía calor y había mucho humo, y pese a contar con ayuda, cuando el último cajón cayó a la calle, la tos apenas me dejaba respirar.

Duró menos de tres minutos. Unos pocos clientes lúcidos de la taberna trajeron jarras de agua y remojaron el armazón de la cómoda, que todavía ardía. Lancé las cortinas de terciopelo, humeantes, por la ventana y grité: «¡Cuidado con eso!». Para que Simmon supiera que tenía que recuperar mi piedra de asedio de entre la maraña de tela.

Encendieron unas lámparas, y poco a poco el aire que entraba por la ventana dispersó el humo. Fue metiéndose gente en la habitación para echar una mano, contemplar el desastre o sencillamente chismorrear. Se formó un grupito de curiosos ante la destrozada puerta de Ambrose; distraído, me pregunté qué clase de rumores surgirían de mi actuación de esa noche.

Una vez que la habitación quedó bien iluminada, admiré los daños que había producido el fuego. La cómoda había quedado reducida a un montón de palos calcinados, y la pared de yeso que tenía detrás estaba resquebrajada y cubierta de ampollas a causa del calor. En el techo blanco, había aparecido una mancha negra de hollín con forma de abanico.

Me vi reflejado en el espejo del vestidor y me llevé una alegría al comprobar que tenía las cejas más o menos intactas. Estaba empapado de sudor, con el cabello enmarañado y la cara manchada de ceniza. El blanco de mis ojos destacaba contra el negro de mi piel.

Wilem vino a mi lado y me ayudó a vendarme la mano izquierda. En realidad no me la había quemado, pero sabía que parecería extraño que saliera del incendio completamente ileso. Aparte de un poco de pelo chamuscado, mis únicas heridas eran los agujeros que se me habían hecho en las mangas. Otra camisa perdida. Si seguía así, a finales del bimestre tendría que ir desnudo.

Me senté en el borde de la cama mientras traían más agua para rociar la cómoda. Señalé una viga chamuscada del techo, y la remojaron también; se oyó un intenso silbido y de la viga salió una nube de humo y vapor. Seguían entrando y saliendo curiosos que contemplaban los destrozos y murmuraban sacudiendo la cabeza.

Cuando Wil estaba terminando de vendarme la mano, oí ruido de cascos de caballo sobre adoquines; el chacoloteo acalló momentáneamente el ruido de unos enérgicos pisotones de unas botas de tachuelas.