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El posadero se reclinó en el respaldo de la silla; su expresión de cansancio desapareció y se tornó pensativa.

– Creía que cuando llegara allí, todo sería fácil. Aprendería magia y encontraría respuestas para todas mis preguntas. Creía que todo sería sencillo como en los cuentos.

Kvothe sonrió, un poco abochornado, y su expresión hizo que su rostro pareciera asombrosamente joven.

– Y tal vez lo habría sido, si no tuviera tanto talento para crearme enemigos y buscarme problemas. Lo único que yo quería era tocar mi música, asistir a las clases y buscar mis respuestas. Todo lo que quería estaba en la Universidad. Lo único que quería era quedarme allí. -Asintió para sí-. Por ahí es por donde deberíamos empezar.

El posadero le devolvió la hoja de papel a Cronista, que, distraído, la alisó con una mano. A continuación, Cronista destapó el tintero y mojó la pluma. Bast se inclinó hacia delante, expectante, sonriendo como un niño impaciente.

Kvothe paseó la mirada por la estancia observándolo todo. Inspiró hondo y de pronto sonrió. Y por un instante no pareció en absoluto un posadero. Tenía los ojos intensos y brillantes, verdes como una brizna de hierba.

– ¿Preparados?

Capítulo 3

Suerte

Los bimestres de la Universidad siempre empezaban iguaclass="underline" con el sorteo de admisiones, seguido de todo un ciclo dedicado a exámenes. Eran una especie de mal necesario.

No pongo en duda que, al principio, ese proceso fuera razonable. Cuando la Universidad era más pequeña, imagino que los exámenes debían de ser auténticas entrevistas. Una oportunidad para que el alumno mantuviera una conversación con los maestros sobre lo que había aprendido. Un diálogo. Una discusión.

Pero la Universidad ya tenía más de mil alumnos. No había tiempo para discusiones. En lugar de eso, los alumnos se sometían a una batería de preguntas que solo duraba unos pocos minutos. Dado que las entrevistas eran muy breves, una sola respuesta incorrecta o un titubeo demasiado largo podían tener un grave efecto en tu matrícula.

Antes de las entrevistas, los alumnos estudiaban obsesivamente. Y después bebían para celebrarlo o para consolarse. Como consecuencia de ello, durante los once días de admisiones la mayoría de los alumnos andaban nerviosos y exhaustos, en el mejor de los casos. En el peor, se paseaban por la Universidad como engendros, pálidos y ojerosos por haber dormido poco, por haber bebido demasiado o por ambas cosas.

A mí, personalmente, me parecía extraño que todo el mundo se tomara aquel proceso tan en serio. La mayoría de los estudiantes eran nobles o miembros de familias adineradas de comerciantes. Para ellos, una matrícula cara no era más que un inconveniente, pues los dejaba con menos dinero de bolsillo para gastar en caballos y prostitutas.

Yo me jugaba mucho más. Una vez que los maestros habían determinado una matrícula, no había forma de cambiarla. De modo que si me ponían una matrícula demasiado alta, no podría entrar en la Universidad hasta haber reunido suficiente dinero para pagarla.

La primera jornada de admisiones siempre tenía un aire festivo. No había clases, y el sorteo ocupaba la primera mitad del día. Los desafortunados alumnos que obtenían las horas más tempranas se veían obligados a pasar por el examen de admisión pocas horas después.

Cuando llegué, ya se habían formado largas colas que serpenteaban por el patio, mientras que los alumnos que ya habían sacado sus fichas iban de un lado para otro, quejándose de la hora que les había tocado y tratando de venderla, intercambiarla o de comprar otra.

Como no veía a Wilem ni a Simmon por ninguna parte, me puse en la primera cola que encontré e intenté no pensar en el poco dinero que llevaba en mi bolsa: un talento y tres iotas. En otra época de mi vida, eso me habría parecido una fortuna. Pero no era suficiente, ni mucho menos, para pagar mi matrícula.

Repartidas por el patio había carretas donde se vendían salchichas y castañas, sidra caliente y cerveza. Me llegó el olor a pan caliente y a grasa de una cercana. Tenía montones de pasteles de carne de cerdo para quienes pudieran permitirse ese lujo.

El sorteo siempre se celebraba en el patio más grande de la Universidad. La mayoría lo llamaban la plaza del poste, aunque unos pocos cuyos recuerdos se remontaban más allá se referían a ella como el Patio de las Interrogaciones. Yo la conocía por un nombre aún más antiguo: la Casa del Viento.

Me había quedado contemplando unas hojas que se arrastraban por los adoquines, y cuando levanté la cabeza vi a Fela mirándome. Estaba en la misma fila que yo, unos treinta o cuarenta puestos por delante de mí. Me sonrió con calidez y me saludó con la mano. Le devolví el saludo; ella dejó su sitio y vino hacia mí.

Fela era hermosa. La clase de mujer que no te sorprendería ver en un cuadro. No tenía la belleza elaborada y artificial que tanto abunda entre la nobleza; Fela era natural y sin afectación, de ojos grandes y labios carnosos que sonreían constantemente. Aquí, en la Universidad, donde había diez veces más hombres que mujeres, ella destacaba como un caballo en un redil de ovejas.

– ¿Te importa que espere contigo? -me preguntó colocándose a mi lado-. No soporto no tener a nadie con quien hablar. -Sonrió, adorable, a los dos jóvenes que iban detrás de mí-. No me estoy colando -aclaró-. Solo he retrocedido unos puestos.

Ellos no pusieron ninguna objeción, aunque no dejaban de mirarnos. Casi podía oírles preguntándose por qué una de las mujeres más encantadoras de la Universidad iba a dejar su puesto en la cola para ponerse a mi lado.

Era una pregunta lógica. Yo también sentía curiosidad.

Me hice a un lado para dejarle sitio y nos quedamos un momento codo con codo, sin decir nada.

– ¿Qué vas a estudiar este año? -pregunté.

Fela se apartó el cabello del hombro.

– Supongo que seguiré trabajando en el Archivo. Química, también. Y Brandeur me ha invitado a apuntarme a Matemáticas Múltiples.

– Demasiados números -dije estremeciéndome un poco-. A mí no se me dan nada bien.

Fela se encogió de hombros, y los largos y oscuros rizos de cabello que acababa de apartar aprovecharon la oportunidad para volver a enmarcar su rostro.

– Cuando le coges el truco, no es tan difícil como parece. Más que nada, es un juego. -Me miró ladeando la cabeza-. Y tú, ¿qué harás?

– Observación en la Clínica -dije-. Estudiar y trabajar en la Factoría. Simpatía también, si Dal me acepta. Seguramente también le daré un repaso a mi siaru.

– ¿Sabes siaru? -me preguntó, sorprendida.

– Un poco -respondí-. Pero según Wil, mi gramática da pena.

Fela asintió; luego me miró de reojo mordiéndose el labio inferior.

– Elodin también me ha pedido que coja su asignatura -dijo con una voz cargada de aprensión.

– ¿Elodin tiene una asignatura? -pregunté-. Creía que no le dejaban dar clases.

– Empieza este bimestre -me explicó Fela mirándome con curiosidad-. Creía que te apuntarías. ¿No fue él quien propuso que te ascendieran a Re'lar?

– Sí, fue él -confirmé.

– Ah. -Se turbó un poco y, rápidamente, añadió-: Seguramente es que todavía no te lo ha pedido. O quizá prefiera darte clases individuales.

Le quité importancia con un ademán, aunque me dolía pensar que Elodin me hubiera descartado.

– Con Elodin nunca se sabe -dije-. Si no está loco, es el mejor actor que he conocido jamás.

Fela fue a decir algo; miró alrededor, inquieta, y se acercó más a mí. Nuestros hombros se rozaron, y su rizado cabello me hizo cosquillas en la oreja cuando, en voz baja, me preguntó: