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No había pasado ni un minuto cuando oí a Ambrose en el pasillo.

– ¿Qué está pasando aquí, en el nombre de Dios? ¡Largaos! ¡Fuera!

Maldiciendo y apartando a la gente a empellones, Ambrose entró en su habitación. Cuando me vio sentado en su cama, se paró en seco.

– ¿Qué haces en mis habitaciones?

– ¿Qué? -pregunté, y miré alrededor-. ¿Estas son tus habitaciones? -No fue fácil darle a mi voz el tono adecuado de consternación, porque todavía estaba un poco ronco a causa del humo-. ¿Me he quemado para salvar tus cosas?

Ambrose entrecerró los ojos y fue hacia los restos de su cómoda. Me miró, y entonces abrió mucho los ojos: por fin lo había entendido. Reprimí el impulso de sonreír.

– Largo de aquí, asqueroso ladrón Ruh -me espetó con todo su odio-. Te juro que si falta algo, te denunciaré ante el alguacil. Haré que te lleven ante la ley del hierro y veré cómo te ahorcan.

Inspiré para responder, pero me dio un ataque de tos y tuve que contentarme con mirarlo con odio.

– Bien hecho, Ambrose -dijo Wilem con sarcasmo-. Lo has descubierto. Te ha robado tu fuego.

Uno de los curiosos intervino:

– ¡Sí, haz que te lo devuelva!

– ¡Largo! -gritó Ambrose, colorado de ira-. Y llévate a ese repugnante miserable si no queréis que os dé a los dos la paliza que os merecéis. -Los que estaban allí miraban perplejos a Ambrose, asombrados de su comportamiento.

Lo miré con orgullo, largamente, regodeándome con mi actuación.

– De nada -dije con dignidad ofendida, y pasé a su lado y lo aparté de un brusco empujón.

Cuando salía, un individuo gordo y rubicundo con chaleco entró tambaleándose por la estropeada puerta de la habitación de Ambrose. Lo reconocí: era el dueño del Pony de Oro.

– ¿Qué demonios pasa aquí? -preguntó.

– Las velas son peligrosas -dije. Miré a Ambrose por encima del hombro-. Francamente, chico -le dije-, no sé dónde tienes la cabeza. Se diría que un miembro del Arcano tendría más cuidado con esas cosas.

Wil, Mola, Devi y yo estábamos sentados alrededor de lo que quedaba de la hoguera cuando oímos unas pisadas que se acercaban entre los árboles. Fela todavía iba elegantemente vestida, pero se había soltado el pelo. Sim caminaba a su lado, sujetando distraídamente las ramas para apartarlas del camino a medida que avanzaban por la maleza.

– ¿Se puede saber dónde estabais? -preguntó Devi.

– He tenido que volver andando desde Imre -explicó Fela-. Sim me esperaba a mitad de camino. No te preocupes, mamá, se ha portado como un perfecto caballero.

– Espero que no lo hayas pasado muy mal -dije.

– La cena ha ido más o menos como esperábamos -admitió Fela-. Pero la segunda parte ha hecho que valiera la pena.

– ¿La segunda parte? -preguntó Mola.

– Cuando volvíamos, Sim me ha llevado a ver cómo había quedado el Pony, y me he parado a hablar un momento con Ambrose. Nunca me había divertido tanto. -Fela compuso una sonrisa traviesa-. Me he hecho la ofendida y le he leído la cartilla.

– Sí, ha sido genial -confirmó Simmon.

Fela se volvió hacia Sim y puso los brazos en jarras.

– ¿Cómo te atreves a dejarme plantada?

Sim frunció exageradamente el ceño y se puso a gesticular.

– ¡Escúchame, tonta del bote! -dijo imitando el acento víntico de Ambrose-. ¡Había un incendio en mis habitaciones!

Fela se dio la vuelta y, alzando las manos, exclamó:

– ¡No me mientas! Te has largado con alguna prostituta. ¡Jamás me había sentido tan humillada! ¡No quiero volver a verte!

Todos aplaudimos. Fela y Sim entrelazaron los brazos e hicieron una reverencia.

– Para ser precisos -dijo Fela con brusquedad-, Ambrose no me ha llamado «tonta del bote». -No se soltó del brazo de Sim.

– Bueno, sí -dijo Simmon, un poco abochornado-. Hay cosas que no se le pueden llamar a una mujer, ni siquiera en broma. -Se soltó de Fela de mala gana y se sentó en el tronco del árbol caído. Ella se sentó a su lado.

Entonces Fela se inclinó hacia él y le susurró algo al oído. Sim rió y sacudió la cabeza.

– Por favor -dijo Fela, y apoyó una mano en su brazo-. Kvothe no ha traído su laúd. De alguna forma tenemos que distraernos.

– Está bien -concedió Simmon, ligeramente aturullado. Cerró los ojos un momento y recitó con voz resonante:

Y presta llegó Fela de luceros ardientes,

cruzó los adoquines con un paso bien fuerte.

Se plantó ante Ambrose de cenizas rodeado,

de mirada severa y rostro demudado.

Mas no le temió Fela la del bravío pe…

Simmon paró bruscamente antes de terminar la palabra «pecho», y se puso rojo como una remolacha. Devi, sentada al otro lado de la hoguera, soltó una risotada campechana.

Wilem, como buen amigo, intervino para distraer la atención de todos.

– ¿Qué significa esa pausa que haces? -quiso saber-. Parece como si te quedaras sin respiración.

– Yo también se lo he preguntado -dijo Fela sonriendo.

– Es un recurso de la poesía en víntico éldico -explicó Sim-. Es una pausa en medio del verso que se llama cesura.

– Estás peligrosamente bien informado sobre poesía, Sim -observé-. Estoy a punto de perder el respeto que siento por ti.

– No digas eso -dijo Fela-. A mí me encanta. Lo que pasa es que estás celoso porque tú no sabes improvisar como él.

– La poesía es una canción sin música -dije con altivez-. Y una canción sin música es como un cuerpo sin alma.

Wilem levantó una mano antes de que Simmon pudiera replicar.

– Antes de embrollarnos en conversaciones filosóficas, tengo que confesaros una cosa -dijo con gravedad-. He dejado un poema en el pasillo, frente a las habitaciones de Ambrose. Es un acróstico que habla del gran afecto que siente por el maestro Hemme.

Todos reímos, pero Simmon lo encontró particularmente gracioso. Tardó un buen rato en volver a respirar con normalidad.

– Si lo hubiéramos planeado, no habríamos podido hacerlo mejor -dijo-. Yo compré unas cuantas prendas femeninas y las he mezclado con la ropa de los cajones que había en la calle. Raso rojo. Prendas de encaje. Un corsé de ballena.

Hubo más risas. Entonces todos me miraron.

– Y ¿qué has hecho tú? -me preguntó Devi.

– Solo lo que tenía previsto hacer -dije sombríamente-. Solo lo necesario para destruir el fetiche y poder dormir tranquilo y seguro por las noches.

– Le has dado una patada al orinal -me recordó Wilem.

– Cierto -admití-. Y he encontrado esto. -Les mostré un trozo de papel.

– Si es uno de sus poemas -dijo Devi-, te sugiero que lo quemes cuanto antes y que te laves las manos.

Desdoblé el trozo de papel y leí en voz alta:

– «Entrada 4535: Anillo. Oro blanco. Cuarzo azul. Reparar engarce y pulir.» -Lo doblé con cuidado y me lo guardé en un bolsillo-. Para mí -dije-, esto es mejor que un poema.

Sim se enderezó.

– ¿Qué es, el resguardo que le dieron en la casa de empeños por el anillo de tu novia?

– Si no me equivoco, es el resguardo de una joyería. Pero sí, es el del anillo -dije-. Y no es mi novia, por cierto.

– No entiendo nada -dijo Devi.

– Así fue como empezó todo -explicó Wilem-. Kvothe quería recuperar un objeto para una chica que le gusta.

– Alguien debería ponerme al día -dijo Devi-. Por lo visto, he llegado cuando la historia ya estaba muy avanzada.

Me recliné en la roca, y dejé que mis amigos le contaran la historia.

El trozo de papel no estaba en la cómoda de Ambrose. No estaba en la chimenea, ni en su mesilla de noche. No estaba en su bandeja para las joyas ni en su escritorio.

De hecho, estaba en la bolsa de Ambrose. Se la había hurtado, en un arranque de despecho, medio minuto después de que él me llamara «asqueroso ladrón Ruh». Había sido casi un acto reflejo al pasar a su lado y empujarlo antes de salir de sus habitaciones.