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– Primero practiqué con unas tablillas -me dijo-. Pero sabía que eso no funcionaría. Además, sabía que tendría que esconderlo. Así que me colé en la iglesia y corté unas hojas de ese libro que tienen allí -dijo sin la más mínima inhibición.

– ¿Las cortaste del Libro del camino? -pregunté, horrorizado. No soy muy religioso, pero tengo cierto sentido del decoro. Y después de tantas horas en el Archivo, la idea de cortar unas hojas de un libro me horrorizaba.

Nina asintió, tan tranquila.

– Me pareció que era lo mejor que podía hacer, puesto que el ángel me había regalado aquel sueño. Y ya no pueden cerrar la puerta de la iglesia con llave por la noche, porque tú destrozaste la fachada del edificio y mataste a aquel demonio. -Estiró un brazo y pasó un dedo por la hoja-. No es tan difícil. Lo único que tienes que hacer es coger un cuchillo y rascar un poco, y las palabras se van. -Señaló con un dedo-. Pero puse mucho cuidado en no borrar el nombre de Tehlu. Ni el de Andan, ni los de los otros ángeles -añadió piadosamente.

Examiné detenidamente la hoja y comprobé que era cierto. Había pintado al Amyr de forma que las palabras «Andan» y «Ordal» descansaran justo encima de sus hombros, uno a cada lado. Como si Nina pretendiera que esos nombres lo aprisionaran.

– Y tú dijiste que no debía contarle a nadie lo que había visto -prosiguió Nina-. Y pintar es como contar con dibujos en lugar de palabras. Por eso pensé que sería más prudente utilizar las hojas del libro de Tehlu, porque ningún demonio miraría una página de ese libro. Y mucho menos una que todavía tuviera escrito el nombre de Tehlu. -Me miró con orgullo.

– Hiciste muy bien -corroboré.

La campana de la torre empezó a sonar, y de pronto el pánico se apoderó de la expresión de Nina.

– ¡Oh, no! -dijo lastimosamente-. Ya debería haber vuelto a los muelles. ¡Mi madre me va a dar una zurra!

Me reí. En parte porque no podía creer la suerte que había tenido. Y en parte de pensar en una niña lo bastante valiente para desafiar a los Chandrian, pero a la que todavía le daba miedo hacer enfadar a su madre. Pero así es la vida.

– Nina, me has hecho un favor inmenso. Si alguna vez necesitas algo, o si tienes otro sueño, puedes encontrarme en una posada que se llama Anker's. Siempre toco allí.

– ¿Es música mágica? -preguntó con los ojos como platos. Volví a reír.

– Hay gente que lo cree.

– Tengo que marcharme -dijo mirando alrededor con nerviosismo; me dijo adiós con la mano y echó a correr hacia el río. El viento le levantó la capucha.

Enrollé cuidadosamente el trozo de papel vitela y lo guardé dentro del cuerno hueco. Estaba impresionado por aquel descubrimiento. Recordé las palabras que Haliax le había dicho a Ceniza aquel día, años atrás: «¿Quién te protege de los Amyr? ¿De los cantantes? ¿De los Sithe?».

Tras meses de búsqueda, estaba prácticamente convencido de que en el Archivo solo había cuentos de hadas sobre los Chandrian. Nadie los consideraba más reales que a los engendros o a las hadas.

Sin embargo, todos sabían quiénes eran los Amyr. Eran los caballeros resplandecientes del imperio de Atur. Habían sido la mano dura de la iglesia durante doscientos años. Eran el tema de un centenar de canciones e historias.

Yo había estudiado Historia. La iglesia de los tehlinos había fundado la orden de los Amyr en los albores del imperio de Atur.

Pero la pieza de cerámica que había visto Nina era mucho más antigua.

Yo había estudiado Historia. La iglesia había condenado y disuelto la orden de los Amyr antes de la caída del imperio.

Pero yo sabía que los Chandrian todavía les tenían miedo.

Por lo visto, había una parte de la historia que no conocía.

Capítulo 36

Pese a saber todo eso

Transcurrieron los días, e invité a Wil y a Sim a ir a Imre para celebrar el éxito de nuestra campaña contra Ambrose.

Dada mi afición al sounten, yo no era un gran bebedor, pero Wil y Sim tuvieron la amabilidad de enseñarme las claves de ese arte. Visitamos diferentes tabernas, por cambiar un poco, pero al final acabamos en el Eolio. Yo lo prefería por la música, Simmon por las mujeres y Wilem porque allí servían scutten.

Cuando me pidieron que subiera al escenario estaba moderadamente cocido, pero hace falta algo más que un poco de alcohol para que me fallen los dedos. Para demostrar que no estaba borracho, toqué «Tres trasiegan tragos», una canción que ya cuesta interpretar cuando estás completamente sobrio.

Al público le encantó, y expresó debidamente su agradecimiento. Y como aquella noche no bebí sounten, no recuerdo mucho más de la velada.

Salimos los tres juntos del Eolio y emprendimos el largo camino de regreso. El aire frío anunciaba la proximidad del invierno, pero éramos jóvenes y el alcohol nos calentaba por dentro. Una ráfaga de viento me abrió la capa e inspiré hondo, feliz.

Entonces el pánico se apoderó de mí.

– ¿Dónde está mi laúd? -pregunté, exaltado.

– Se lo has dejado a Stanchion en el Eolio -me recordó Wilem-. Temía que tropezases con él y te partieras el cuello.

Simmon se había parado en medio del camino. Choqué con él, perdí el equilibrio y me caí al suelo. Simmon apenas pareció darse cuenta.

– Bueno -dijo, muy serio-, ahora no me veo con ánimos para eso.

El Puente de Piedra se alzaba ante nosotros: sesenta metros de longitud, con un arco de una altura equivalente a cinco plantas sobre el río. Formaba parte del Gran Camino de Piedra, recto como un clavo, plano como una tabla y más viejo que Dios. Yo sabía que pesaba más que una montaña. Sabía que tenía un parapeto de un metro de alto a lo largo de ambos bordes.

Pese a saber todo eso, la idea de cruzarlo me producía un profundo desasosiego. Me levanté del suelo con dificultad.

Mientras los tres examinábamos el puente, Wilem empezó a inclinarse lentamente hacia un lado. Estiré un brazo para enderezarlo, y al mismo tiempo Simmon me cogió por el brazo, aunque no supe si lo hacía para ayudarme o para sujetarse a mí.

– Ahora no me veo con ánimos para eso -repitió Simmon.

– Allí hay un sitio para sentarse -observó Wilem-. Kella trelle turen navor ka.

Simmon y yo contuvimos la risa, y Wilem nos guió entre los árboles hasta un pequeño claro que había a solo quince metros de la entrada del puente. Me llevé una sorpresa al ver un alto itinolito apuntando al cielo en medio del calvero.

Wil entró en el claro como si lo conociera muy bien. Yo lo hice más despacio, mirando alrededor con curiosidad. Los itinolitos tienen algo especial para los artistas de troupe, y verlo me produjo una mezcla de sensaciones.

Simmon se dejó caer en la densa alfombra de hierba mientras Wilem apoyaba la espalda en el tronco inclinado de un abedul. Fui hasta el itinolito y lo toqué con las yemas de los dedos. Estaba caliente al tacto, y me resultaba familiar.

– No empujes esa cosa -dijo Simmon, inquieto-. Se puede caer.

Me reí.

– Esta piedra lleva mil años aquí, Sim. Dudo mucho que mi aliento le haga daño alguno.

– No importa, apártate. Esas cosas no son nada buenas.

– Es un itinolito -dije, y le di una palmadita-. Señalan los caminos antiguos. En todo caso, estamos más seguros a su lado. Los itinolitos señalan los lugares seguros. Eso lo sabe todo el mundo.

– Son reliquias paganas -me contradijo Simmon sacudiendo la cabeza con testarudez.

– Me juego una iota a que tengo razón -le provoqué.

– ¡Ja! -Sim, que seguía tumbado boca arriba, levantó una mano. Me acerqué y entrechoque mi palma con la suya, formalizando nuestra apuesta-. Mañana podemos ir al Archivo a comprobarlo.

Me senté junto al itinolito, y cuando estaba empezando a relajarme, me invadió un pánico repentino.