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– ¡Cuerpo de Dios! -exclamé-. ¡Mi laúd! -Intenté levantarme, pero no pude, y estuve a punto de abrirme el cráneo al golpearme contra el itinolito.

Simmon quiso incorporarse y tranquilizarme, pero cayó con torpeza hacia un lado y se puso a reír a carcajadas.

– ¡No tiene gracia! -grité.

– Está en el Eolio -dijo Wilem-. Ya nos lo has preguntado cuatro veces desde que hemos salido.

– No es verdad -dije con más convicción de la que sentía en realidad. Me froté la parte de la cabeza que me había golpeado contra el itinolito.

– No tienes por qué avergonzarte. -Wilem agitó una mano para enfatizar sus palabras-. Es propio del ser humano pensar en lo que tiene muy cerca del corazón.

– Me han contado que Kilvin pilló una cogorza en La Espita hace un par de meses y no paraba de hablar de su nueva lámpara fría de azufre -intervino Simmon.

Wil dio un resoplido.

– Lorren daría la lata sobre la forma correcta de guardar los libros en los estantes. «Cógelo por el lomo. Cógelo por el lomo.» -Gruñía y hacía como si agarrara algo con ambas manos-. Si le oigo decir eso una sola vez más, creo que lo cogeré a él por el lomo.

De pronto recordé una cosa.

– Tehlu misericordioso -dije, aterrorizado-. ¿Esta noche he cantado «Calderero, curtidor» en el Eolio?

– Sí -confirmó Simmon-. Y por cierto, no sabía que tuviera tantas estrofas.

Arrugué la frente y traté desesperadamente de recordar.

– ¿He cantado la estrofa del tehlino y la oveja?

No era una estrofa muy apropiada cuando había gente importante entre el público.

– No -dijo Wilem.

– Menos mal -dije, aliviado.

– Era una cabra -consiguió decir Wilem con seriedad, y a continuación rompió a reír a carcajadas.

– «¡… en la túnica del tehlino!» -cantó Simmon, y unió sus risas a las de Wilem.

– ¡No, no, no! -me lamenté, y me cogí la cabeza con ambas manos-. Mi madre hacía dormir a mi padre bajo el carromato cuando cantaba esa canción en público. Cuando vuelva a ver a Stanchion, me dará con un bastón y me quitará el caramillo.

– Pues les ha encantado -me tranquilizó Simmon.

– Y yo he visto a Stanchion coreándola -añadió Wilem-. El también tenía la nariz un poco roja.

Hubo un momento de agradable silencio.

– ¿Kvothe? -dijo entonces Simmon.

– ¿Sí?

– ¿Es verdad que eres un Edena Ruh?

Esa pregunta me pilló desprevenido. Normalmente me habría puesto en guardia, pero en ese momento no sabía muy bien cómo tomármela.

– ¿Importa mucho?

– No. Solo me lo preguntaba.

– Ya. -Seguí contemplando las estrellas un rato-. ¿Y qué te preguntabas?

– Nada en concreto. Ambrose te ha llamado Ruh un par de veces, pero también te ha llamado otras cosas insultantes.

– Eso no es un insulto -puntualicé.

– Me refiero a que te ha llamado cosas que no eran verdad -se apresuró a decir Simmon-. Nunca hablas de tu familia, pero a veces has dicho cosas que me han dejado intrigado. -Encogió los hombros; seguía tumbado boca arriba, contemplando las estrellas-. Nunca he conocido a ningún Edena. Bueno, nunca he conocido bien a ninguno.

– Lo que cuentan no es cierto -dije-. No robamos niños, ni adoramos a dioses oscuros ni nada parecido.

– Nunca me he creído esas cosas -dijo él con desdén, y añadió-: Pero algunas de las cosas que cuentan deben de ser verdad. Nunca he oído a nadie tocar como tú.

– Eso no tiene nada que ver con ser un Edena Ruh -repuse, pero luego me lo pensé mejor-. Bueno, quizá sí, un poco.

– ¿Sabes bailar? -preguntó Wilem, que hasta ese momento había permanecido muy callado.

Si ese comentario lo hubiera hecho cualquier otra persona, o el propio Wil en otro momento, seguramente habría provocado una pelea.

– Así es como la gente nos imagina. Tocando caramillos y violines. Bailando alrededor de las fogatas. Cuando no estamos robando cualquier cosa que no esté sujeta con clavos, claro. -El tono de mi voz adquirió un deje amargo cuando dije-: Ser un Edena Ruh no tiene nada que ver con eso.

– Entonces, ¿en qué consiste? -preguntó Simmon.

Reflexioné un momento, pero mi aturdido cerebro no estaba por la labor.

– En realidad somos gente normal y corriente -dije por fin-. Solo que nunca permanecemos mucho tiempo en un mismo sitio y que todo el mundo nos odia.

Nos quedamos los tres contemplando el cielo en silencio.

– ¿Es verdad que lo hacía dormir bajo el carromato? -preguntó Simmon.

– ¿Qué?

– Has dicho que tu madre hacía dormir a tu padre bajo el carromato cuando cantaba la estrofa de la oveja. ¿Es verdad?

– Básicamente es una expresión metafórica -dije-. Pero una vez lo hizo.

No pensaba mucho en mi pasado con la troupe, cuando mis padres todavía vivían. Evitaba hablar del tema del mismo modo que un lisiado aprende a no cargar el peso del cuerpo sobre su pierna mala. Pero la pregunta de Sim hizo emerger un recuerdo del fondo de mi memoria.

– No fue por cantar «Calderero, curtidor» -me sorprendí explicando-. Fue por cantar una canción que mi padre había escrito sobre ella…

Me interrumpí un momento. Y entonces lo dije:

– Sobre Laurian.

Era la primera vez desde hacía muchos años que pronunciaba el nombre de mi madre. La primera vez desde su muerte. Me produjo una sensación extraña en la boca.

Y entonces, sin proponérmelo, me puse a cantar:

Mi morena Laurian, de Arliden esposa,

tiene el rostro afilado de una raposa

y la voz erizada de una hechicera,

pero lleva las cuentas como una usurera.

Mi dulce contable de cocinar no sabe,

pero con el ábaco no hay quien la gane.

Aun con todos sus defectos, lo confieso,

ya me valdrá

que mi señora

no cuente de menos…

Me sentí extrañamente entumecido, desconectado de mi propio cuerpo. Curiosamente, aunque era un recuerdo muy vivido, no era doloroso.

– No me extraña que tu madre hiciera dormir a tu padre bajo el carromato -dijo Wilem con gravedad.

– No era por eso -me oí decir-. Ella era hermosa, y ambos lo sabían. Se chinchaban el uno al otro continuamente. Era la métrica. Ella no soportaba aquella pésima métrica.

Nunca hablaba de mis padres, y referirme a ellos en pasado me hizo sentir incómodo. Desleal. A Wil y a Simmon no les sorprendió mi revelación. Cualquiera que me conociese debía de saber que no tenía familia. Nunca había contado nada, pero ellos eran buenos amigos. Ellos sí sabían.

– En Atur los hombres duermen en las perreras cuando sus esposas se enfadan -dijo Simmon llevando la conversación a un terreno más seguro.

– Melosi rehu eda Stiti -murmuró Wilem.

– ¡En atur! -gritó Simmon, risueño-. ¡No hables en esa lengua de asnos!

– ¿Eda Stiti? -repetí-. ¿Dormís junto al fuego?

Wilem asintió con la cabeza.

– Permíteme elevar una queja formal por lo rápido que has aprendido siaru -dijo Sim levantando un dedo-. Yo tuve que estudiar un año para entender algo. ¡Un año! A ti te ha bastado con un bimestre.

– Aprendí mucho cuando era pequeño -dije-. Este bimestre no he hecho más que pulirlo.

– Tú tienes mejor acento -le aseguró Wil a Simmon-. Kvothe parece un comerciante del sur, es muy basto. Tu siaru suena mucho más refinado.

Eso aplacó a Sim.

– Junto al fuego -repitió-. ¿No os parece raro que tengan que ser siempre los hombres quienes vayan a dormir a otro sitio?

– Es evidente que las mujeres controlan la cama -dije.

– No es una idea desagradable -dijo Wil-. Depende de la mujer.

– Distrel es guapa -dijo Sim.

– Keh -repuso Wil-. Demasiado pálida. Fela.

– Fela juega en otra liga -dijo Simmon sacudiendo la cabeza con pesar.

– Es modegana -dijo Wilem, y compuso una sonrisa casi diabólica.