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– Ah, ¿sí? -preguntó Sim. Wil asintió; nunca lo había visto sonreír tan abiertamente. Sim suspiró desconsolado-. Claro. Qué mala suerte. Además de ser la mujer más hermosa de la Mancomunidad, resulta que es modegana.

– Acepto que digas que es la chica más guapa al otro lado del río -le corregí-. Porque en este lado está…

– Ya nos has recordado lo guapa que es tu Denna -me interrumpió Wil-. Cinco veces.

– Mira -terció Simmon con repentina seriedad-, tienes que dar el paso. Es evidente que a Denna le interesas.

– Nunca me lo ha dicho.

– Las mujeres nunca te dicen que les interesas. -Simmon se rió de lo absurdo de esa idea-. Hay pequeños juegos. Es como una danza. -Levantó ambas manos e hizo como si hablaran una con otra-. «Oh, qué bien que te encuentro aquí.» «Ah, hola. Iba a comer algo.» «Qué casualidad, yo también. ¿Me dejas que te lleve los libros?»

Levanté una mano para hacerle callar.

– ¿Por qué no pasamos al final de ese espectáculo de marionetas, cuando te pasas un ciclo sollozando con la nariz metida en una jarra de cerveza?

Simmon me miró con el ceño fruncido. Wilem se rió.

– Tiene toda una corte de pretendientes -continué-. Vienen y van como… -Intenté buscar una analogía, pero no la encontré-. Prefiero que seamos amigos.

– Prefieres estar cerca de su corazón -dijo Wilem sin dar a su voz ninguna entonación en particular-. Prefieres ser feliz en sus brazos. Pero temes que te rechace. Te da miedo que se ría de ti y que quedes en ridículo. -Wilem encogió los hombros-. No eres el primero al que le pasa. No tienes de qué avergonzarte.

Wilem había dado en el blanco, mal que me pesara, y me quedé un buen rato sin saber qué decir.

– Me gustaría -admití en voz baja-. Pero no quiero dar nada por hecho. He visto lo que les pasa a los hombres que dan demasiado por hecho y que se aferran a ella.

Wilem asintió con solemnidad.

– Te regaló el estuche del laúd -dijo Sim para animarme-. Eso tiene que significar algo.

– Pero ¿qué significa? -pregunté-. Da la impresión de que le intereso, pero ¿y si solo son ilusiones mías? Todos esos otros hombres también deben de pensar que le interesan. Pero es evidente que se equivocan. ¿Y si yo también me equivoco?

– Si no lo pruebas, nunca lo sabrás -dijo Sim con cierta amargura-. Eso es lo que suelo decirme yo. Pero ¿sabes qué? No sirve de nada. Las persigo, y ellas me echan de una patada, como si fuera un perro que se acerca a pedir a la mesa. Estoy harto de esforzarme tanto. -Dio un hondo suspiro; seguía tumbado boca arriba-. Lo único que quiero es gustarle a alguien.

– Yo solo quiero una señal clara -dije.

– Yo quiero un caballo mágico que me quepa en el bolsillo -dijo Wil-. Y un anillo de ámbar rojo que me confiera poder contra los demonios. Y provisiones inagotables de pasteles.

Hubo otro momento de cómodo silencio. El viento susurraba entre los árboles.

– Dicen que los Ruh conocen todas las historias del mundo -dijo Simmon al cabo de un rato.

– Seguramente es cierto -admití.

– Cuéntanos una -dijo él.

Lo miré con los ojos entornados.

– No me mires así -protestó él-. Me apetece oír una historia, nada más.

– Nos falta entretenimiento -aportó Wilem.

– Está bien. Dejadme pensar. -Cerré los ojos, y surgió de mi memoria una historia en que aparecían los Amyr. No me extrañó. Desde que Nina me había encontrado, no había dejado de pensar en ellos.

Me incorporé.

– Muy bien. -Inspiré e hice una pausa-. Si tenéis que mear, id ahora. No me gusta tener que parar a la mitad.

Silencio.

– Vale. -Carraspeé-. Hay un lugar que muy poca gente conoce. Un lugar extraño llamado Faeriniel. Si crees en lo que cuentan las historias, hay dos cosas que hacen que Faeriniel sea un sitio único. En primer lugar, es a donde van a parar todos los caminos del mundo. Y segundo, es un lugar que ningún hombre ha encontrado buscándolo. No es un lugar al que puedas viajar, sino un lugar por el que pasas cuando vas de camino a algún otro sitio.

»Dicen que cualquiera que viaje el tiempo suficiente llegará allí. Esta es una historia de ese lugar, y de un anciano que viajaba por un largo camino, y de una larga y solitaria noche sin luna…

Capítulo 37

Un poco de fuego

Faeriniel era una gran encrucijada, pero donde convergían los caminos no había posada. Solo había claros entre los árboles, donde los viajeros montaban sus campamentos y pasaban la noche.

Una vez, hace muchos años, muy lejos de aquí, llegaron a Faeriniel cinco grupos de viajeros. Cuando empezó a ponerse el sol, escogieron sus claros y encendieron sus fogatas, e hicieron un alto en el camino de un sitio a otro.

Más tarde, cuando el sol ya se había ocultado y la noche se había adueñado del cielo, llegó por el camino un viejo mendigo con la túnica hecha jirones. Caminaba despacio, con mucho cuidado, apoyándose en un bastón.

El anciano no venía de ninguna parte y no se dirigía a ninguna parte. No tenía sombrero con que protegerse la cabeza, ni fardo que echarse a la espalda. No tenía ni un penique, ni bolsa donde ponerlo. Apenas tenía su propio nombre, y hasta eso se había gastado y deshilachado con los años.

Si le hubieran preguntado quién era, habría contestado: «Nadie». Pero se habría equivocado.

El anciano llegó a Faeriniel. Estaba hambriento como un fuego de ramas secas y tenía los huesos molidos. Lo único que lo mantenía en marcha era la esperanza de que alguien le ofreciera algo de cena y un poco de fuego.

Así que cuando el anciano divisó la luz parpadeante de una hoguera, se desvió del camino y avanzó hacia ella con andar cansado. Pronto distinguió cuatro altos caballos entre los árboles. Llevaban plata en los adornos de los arreos, y plata en el hierro de las herraduras. Cerca de los caballos, el anciano vio una docena de mulas cargadas de mercancías: prendas de lana, joyas preciosas y afilados cuchillos de acero.

Pero lo que más llamó la atención al mendigo fue el costillar que había sobre el fuego, que humeaba y goteaba grasa sobre las brasas. Al oler la carne, casi se desmayó, porque había caminado todo el día sin comer más que un puñado de bellotas y una manzana magullada que había encontrado en el margen del camino.

El viejo mendigo entró en el claro y saludó a los tres individuos morenos y barbudos que se hallaban sentados alrededor de la hoguera.

– ¡Salud! -dijo-. ¿Os sobra un pedazo de carne y un poco de fuego?

Los hombres se volvieron; sus cadenas de oro relumbraron, iluminadas por las llamas.

– Desde luego -respondió el jefe del grupo-. ¿Qué llevas, sueldos o peniques? ¿Anillos o strehlanes? ¿Acaso llevas auténtica moneda ceáldica, la que valoramos por encima de todas las otras?

– No, no tengo nada de eso -contestó el viejo mendigo, y abrió las manos para mostrarles que estaban vacías.

– Entonces, aquí no encontrarás lo que buscas -dijeron ellos, y el mendigo vio que empezaban a cortar gruesos pedazos del costillar suspendido sobre el fuego.

– Lo siento, Wilem. Es lo que dice la historia.

– Yo no he dicho nada.

– Me ha parecido que ibas a hacer algún comentario.

– Quizá lo haga. Pero puedo esperar.

El anciano siguió caminando hacia otra hoguera que divisaba entre los árboles.

– ¡Salud! -saludó el mendigo al entrar en el segundo claro. Intentó dar un tono alegre a su voz, pese a lo cansado y dolorido que estaba-. ¿Os sobra un pedazo de carne y un poco de fuego?

Había allí cuatro viajeros, dos hombres y dos mujeres. Al oír la voz, se pusieron en pie, pero ninguno dijo nada. El anciano esperó educadamente, procurando mostrarse agradable e inofensivo. Pero el silencio se prolongó, largo como él solo, y los viajeros seguían sin decir nada.