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El anciano se impacientó, como es lógico. Estaba acostumbrado a que lo rehuyeran y lo ignorasen, pero aquellos cuatro viajeros se limitaron a quedarse de pie. Guardaban silencio y se movían en el sitio, nerviosos, sin parar de agitar las manos.

Cuando el mendigo estaba a punto de marcharse, enfurruñado, las llamas de la hoguera se avivaron y pudo ver que los cuatro viajeros llevaban la ropa de color sangre que los identificaba como mercenarios adem. Entonces el anciano lo entendió. A los Adem los llaman «la gente silenciosa», porque raramente hablan.

El anciano sabía muchas historias sobre los Adem. Había oído decir que poseían un arte secreto llamado Lethani. Usaban su silencio como una armadura capaz de desviar un puñal o detener una flecha en el aire. Por eso casi nunca hablaban. Se guardaban las palabras dentro, como el carbón del fondo de una caldera.

Esas palabras acumuladas y escondidas les proporcionaban tal cantidad de energía que nunca podían estarse completamente quietos, y por eso siempre se movían y agitaban las manos. Y cuando luchaban, utilizaban su arte secreto para quemar esas palabras dentro de sí como si fueran combustible. Eso los hacía fuertes como osos y rápidos como serpientes.

La primera vez que el mendigo oyó esos rumores, pensó que solo eran esas historias estúpidas que se cuentan alrededor de una hoguera. Pero años antes, en Modeg, había visto a una mujer adem pelear contra la guardia de la ciudad. Los soldados iban armados y provistos de armaduras, con los brazos y el pecho bien protegidos. Habían exigido ver la espada de aquella mujer en nombre del rey, y tras titubear unos instantes, ella se la entregó. En cuanto tuvieron la espada en las manos, los soldados empezaron a lanzar miradas lascivas a la mujer y a manosearla, haciendo sugerencias subidas de tono acerca de lo que podía hacer para recuperar su espada.

Aquellos hombres, altos, con armaduras relucientes y espadas bien afiladas, cayeron como el trigo de otoño. La mujer adem mató a tres soldados, partiéndoles los huesos con las manos.

Ella solo sufrió heridas leves: un cardenal en el pómulo, una ligera cojera, un corte superficial en una mano. Había pasado mucho tiempo, pero el anciano recordaba a la mujer lamiéndose la sangre del dorso de la mano como un gato.

En eso fue en lo que pensó el mendigo cuando vio a los Adem allí de pie. Dejó de pensar en la comida y en el fuego, y retrocedió despacio y buscó refugio entre los árboles.

Se dirigió hacia la siguiente fogata, con la esperanza de que a la tercera tendría mejor suerte.

En aquel claro había unos atures alrededor de un asno muerto tumbado cerca de un carro. Uno de ellos vio al anciano y gritó: «¡Mirad! ¡Apresadlo! ¡Lo engancharemos al carro y le haremos tirar de él!».

El anciano corrió hacia los árboles, y consiguió despistar a los atures escondiéndose bajo un montón de hojas enmohecidas.

Cuando dejó de oír a los atures, el anciano salió de debajo de las hojas y buscó su bastón. Entonces, con el coraje de quien es pobre y tiene hambre, se dirigió hacia la cuarta hoguera que divisó a lo lejos.

Quizá allí habría encontrado lo que buscaba, porque alrededor de la hoguera había unos comerciantes de Vintas. En otras circunstancias, quizá lo habrían invitado a cenar diciendo: «Donde comen seis, comen siete».

Pero a esas alturas, el anciano ofrecía un aspecto lamentable. Tenía el pelo enmarañado. La túnica, antes deshilachada, estaba ahora sucia y desgarrada. Estaba pálido de miedo. Y gemía y silbaba al respirar.

Por esa razón, al verlo, los vínticos dieron gritos ahogados y gesticularon. Creyeron que era un draug de los túmulos, uno de esos muertos sin descanso que, según los supersticiosos vínticos, se aparecen por la noche.

Cada uno de aquellos vínticos creía saber la manera de detenerlo. Algunos pensaban que el fuego lo asustaría; otros, que si esparcían sal por la hierba lo ahuyentaría; otros, que el hierro cortaría los hilos que sujetaban el alma a su cuerpo muerto.

Oyéndolos discutir, el anciano comprendió que fuera cual fuese su decisión, no le iba a beneficiar. De modo que se alejó y buscó refugio entre los árboles.

El mendigo encontró una roca donde sentarse y se sacudió las hojas secas y el polvo lo mejor que pudo. Tras descansar allí un rato, se propuso probar en un último campamento, pues sabía que para saciar el hambre solo necesitaba encontrar a un viajero generoso.

Se alegró al ver que junto a la última hoguera había un solo hombre. Se acercó y vio una cosa que lo dejó maravillado y al mismo tiempo asustado, pues pese a que el mendigo había vivido muchos años, nunca había hablado con un Amyr.

Sin embargo, sabía que los Amyr formaban parte de la iglesia de Tehlu, y…

– No formaban parte de la iglesia -dijo Wilem.

– ¿Qué? Claro que sí.

– No, formaban parte de la burocracia atur. Tenían… Vecarum, poderes judiciales.

– Se llamaban la Orden Sagrada de Amyr. Eran el brazo fuerte de la iglesia.

– ¿Nos jugamos una iota?

– Vale. Si te quedas callado hasta el final de la historia.

El mendigo estaba encantado, pues sabía que los Amyr formaban parte de la iglesia de Tehlu, y a veces la iglesia era generosa con los pobres.

Al ver acercarse al anciano, el Amyr se levantó.

– ¿Quién anda ahí? -preguntó. Hablaba con una voz potente y orgullosa, pero también cansada-. Te advierto que soy de la Orden Amyr. Nada debe interferir entre mis tareas y yo. Actuaré por el bien de todos, aunque los dioses y los hombres me cierren el paso.

– Señor -dijo el mendigo-, solo busco un poco de fuego y algo de caridad en mi largo camino.

El Amyr hizo señas al anciano para que se acercara. Iba protegido con una cota de brillantes anillos de acero, y su espada era tan alta como un hombre. Llevaba un tabardo de un blanco refulgente, pero a partir de los codos las mangas eran rojas, como si las hubieran remojado en sangre. En medio del pecho llevaba el símbolo de los Amyr: la torre negra envuelta en una llama roja.

El anciano se sentó cerca del fuego y dio un suspiro al empezar a notar el calor en sus huesos.

Al cabo de un momento, el Amyr dijo:

– Me temo que no puedo ofrecerte nada para comer. Esta noche mi caballo ha comido mejor que yo, y eso no significa que haya comido bien.

– Cualquier cosa será de agradecer -repuso el anciano-. Para mí, las sobras ya son algo. No soy orgulloso.

El Amyr suspiró.

– Mañana debo cabalgar ochenta kilómetros para detener un juicio. Si no llego a tiempo, morirá una mujer inocente. Esto es lo único que tengo.

El Amyr señaló un pedazo de tela con un mendrugo de pan y una raja de queso. Ambas cosas juntas difícilmente habrían aplacado el hambre del mendigo; para un hombre corpulento como el Amyr constituían una cena muy escasa.

– Mañana debo cabalgar y luchar -continuó el hombre con armadura-. Necesitaré de todas mis fuerzas. Por lo tanto, debo sopesar tu noche de hambre y la vida de esa mujer. -Mientras hablaba, el Amyr levantó ambas manos y las sostuvo en alto con las palmas hacia arriba, imitando los platillos de una balanza.

Al hacer el Amyr ese movimiento, el anciano le vio el dorso de las manos; al principio creyó que se había cortado, y que la sangre corría entre sus dedos y por sus brazos. Entonces las llamas de la hoguera se agitaron y el mendigo vio que solo era un tatuaje, y aun así se estremeció ante las marcas de las manos y los brazos del Amyr, que asemejaban sangre.

Si hubiera sabido qué significaban aquellas marcas, habría hecho algo más que temblar. Significaban que la Orden confiaba tanto en aquel Amyr que sus actos nunca serían cuestionados. Y como la Orden lo respaldaba, no había iglesia, tribunal ni rey que pudiera hacerle daño alguno. Porque era un Ciridae, el rango más alto de los Amyr.