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Si mataba a un hombre desarmado, la Orden no lo juzgaría un asesinato. Si estrangulaba a una mujer embarazada en medio de la calle, nadie lo acusaría. Si quemaba una iglesia o destrozaba un viejo puente de piedra, el imperio lo consideraría inocente, convencido de que cuanto él hiciera lo haría por el bien mayor.

Pero el mendigo no sabía nada de eso, así que volvió a intentarlo:

– Si no te sobra nada de comida, ¿podrías darme un par de peniques? -Estaba pensando en el campamento de los ceáldicos, donde quizá pudiera comprar una tajada de carne o un trozo de pan.

El Amyr negó con la cabeza.

– Si los tuviera, te los daría de buen grado. Pero hace tres días le di el último dinero que tenía a una mujer que acababa de enviudar, para que alimentara a su hijo hambriento. Desde entonces, soy tan pobre como tú. -Sacudió la cabeza con gesto de cansancio y pesadumbre-. Me gustaría que las circunstancias fueran diferentes. Pero ahora debo dormir, así que debes marcharte.

Al anciano no le gustó nada aquel desenlace, pero había algo en la voz del Amyr que le hizo recelar. Así que se levantó, haciendo crujir sus huesos, y se alejó de la hoguera.

Antes de que el calor de la hoguera del Amyr lo abandonara, el anciano se ciñó el cinturón y decidió seguir caminando hasta que amaneciese. Confiaba en hallar mejor suerte al final del camino o, al menos, en encontrar a gente más amable.

Así que atravesó el centro de Faeriniel, y eso estaba haciendo cuando divisó un círculo de grandes piedras grises. Dentro de ese círculo distinguió el débil resplandor de un fuego oculto en un hoyo. El anciano se fijó en que no olía a humo, y comprendió que aquella gente estaba quemando madera de renelo, que arde produciendo un fuego intenso, pero sin humear ni desprender olores.

Entonces el anciano vio que dos de las grandes siluetas no eran piedras. Eran carromatos. Había un puñado de gente acurrucada alrededor de una olla, iluminada por la débil luz del fuego.

Pero el pobre hombre ya había perdido toda esperanza, así que siguió caminando. Estaba dejando atrás las piedras cuando una voz gritó:

– ¡Hola! ¿Quién eres, y por qué pasas de largo tan silenciosamente en medio de la noche?

– No soy nadie -contestó el anciano-. Solo un viejo mendigo que recorre su camino hasta el final.

– ¿Por qué sigues caminando en lugar de pararte a dormir? Estos caminos no son seguros por la noche -replicó la voz.

– No tengo cama- dijo el hombre-. Y esta noche no puedo suplicar ni pedir una.

– Aquí hay una cama para ti, si la quieres. Y algo de cena, si no te importa compartirla. Nadie debería caminar día y noche. -Un hombre apuesto, con barba, salió de detrás de las altas piedras grises. Cogió al anciano por el codo y lo guió hacia la hoguera, diciendo a sus compañeros-: ¡Oídme todos, esta noche tenemos un invitado!

El anciano vio moverse algo más allá, pero era una noche sin luna y el fuego estaba bien escondido en el hoyo, así que no supo distinguir qué pasaba. Curioso, preguntó:

– ¿Por qué escondéis vuestro fuego?

Su anfitrión dio un suspiro y contestó:

– No todos nos quieren bien. Estamos más seguros si nos mantenemos apartados. Además, esta noche nuestro fuego es pequeño.

– ¿Por qué? -preguntó el mendigo-. Con tantos árboles, debería ser fácil conseguir leña.

– Antes hemos ido a recoger leña -explicó el hombre de la barba-. Pero la gente nos ha llamado ladrones y nos ha disparado flechas. -Encogió los hombros-. Así que nos apañamos con esto, y mañana será otro día. -Sacudió la cabeza-. Pero hablo demasiado. ¿Puedo ofrecerte algo para beber, padre?

– Algo de agua, si te sobra.

– Nada de eso, tomarás vino.

Hacía mucho tiempo que el mendigo no probaba el vino, y solo de pensar en él se le hizo la boca agua. Pero sabía que el vino no era lo mejor para un estómago vacío que había caminado todo el día, así que replicó:

– Eres muy amable, y agradezco tu ofrecimiento. Pero prefiero beber agua.

El hombre que lo sujetaba por el codo sonrió.

– Entonces bebe agua y vino, como tú desees. -Y llevó al mendigo hasta el barril del agua.

El mendigo se agachó y bebió un cucharón de agua. Notó su frescor y su dulzura en los labios, pero al levantar el cucharón, no pudo evitar fijarse en que el barril estaba casi vacío.

A pesar de ello, su anfitrión le instó:

– Bebe otra vez y lávate el polvo de las manos y la cara. Se nota que llevas tiempo en el camino, y debes de estar cansado. -Así que el mendigo bebió otro cucharón de agua, y cuando se hubo lavado las manos y la cara, se sintió mucho más descansado.

Entonces su anfitrión volvió a cogerlo por el codo y lo guió hasta la hoguera.

– ¿Cómo te llamas, padre?

El mendigo volvió a sorprenderse. Hacía años que nadie se molestaba en preguntarle su nombre. Hacía tanto tiempo que tuvo que pararse y pensarlo un momento.

– Sceop -contestó por fin-. Me llamo Sceop, ¿y tú?

– Me llamo Terris -respondió su anfitrión acercando al anciano al fuego-. Estos son Sila, mi esposa, y Wint, nuestro hijo. Estos son Shari, Benthum, Lil, Peter y Fent.

Entonces Terris ofreció vino a Sceop. Sila le sirvió un cucharón lleno de sopa de patata, una rebanada de pan caliente y media calabaza de verano dorada, con mantequilla dulce en el centro. Era una comida sencilla, y no había mucha cantidad, pero a Sceop le pareció un banquete. Y mientras comía, Wint mantenía llena su taza de vino, y le sonreía, y se quedaba sentado junto a sus rodillas y lo llamaba «abuelo».

Eso fue demasiado para el mendigo, que se puso a llorar en silencio. Quizá fuera porque era viejo, y porque había sido un día muy largo. Quizá fuera porque no estaba acostumbrado a que lo tratasen con amabilidad. Quizá fuera el vino. Fuera cual fuese la razón, las lágrimas empezaron a rodarle por las mejillas y se perdieron en su poblada barba blanca.

Terris lo vio y se apresuró a preguntar:

– ¿Qué sucede, padre?

– Soy un viejo idiota -dijo Sceop como si hablara para sí-. Hacía mucho tiempo que nadie se portaba tan bien conmigo, y lamento no poder recompensaros.

Terris sonrió y le puso una mano en el hombro.

– ¿De verdad te gustaría pagarnos?

– No puedo. No tengo nada que daros.

Terris ensanchó la sonrisa.

– Somos Edena Ruh, Sceop. Lo que más valoramos es una cosa que todo el mundo posee. -Sceop vio que, una a una, las caras que había alrededor del fuego alzaban los ojos para mirarle expectantes-. Podrías contarnos tu historia -dijo Terris.

Como no sabía qué otra cosa hacer, Sceop empezó a hablar. Les contó cómo había llegado a Faeriniel. Que había ido de una hoguera a otra, con la esperanza de recibir algo de caridad. Al principio le temblaba la voz, y su relato se tambaleaba, porque había pasado mucho tiempo solo y no estaba acostumbrado a hablar. Pero pronto su voz cobró fuerza, y sus palabras se volvieron más enérgicas; y mientras el fuego parpadeaba y se reflejaba en sus ojos, azules y brillantes, sus manos danzaban al ritmo de su vieja y reseca voz. Hasta los Edena Ruh, que saben todas las historias del mundo, escuchaban embelesados.

Cuando el anciano terminó su historia, los Edena Ruh se rebulleron como si salieran de un sueño profundo. Al principio se quedaron mirándose unos a otros, y luego miraron a Sceop.

Terris sabía qué estaban pensando sus compañeros.

– Sceop -dijo con dulzura-, ¿adónde te dirigías antes de detenerte aquí esta noche?

– Me dirigía a Tinué -contestó Sceop, un poco abochornado por haberse enfrascado tanto en su relato. Tenía el rostro acalorado, y se sentía ridículo.

– Nosotros vamos a Belenay -dijo Terris-. ¿Qué te parecería venir con nosotros?

Al principio, la esperanza iluminó el rostro de Sceop, pero luego volvió a adoptar una expresión de desánimo.

– Solo sería una carga para vosotros. Hasta un mendigo tiene su orgullo.