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– ¿Es verdad que te tiró desde el tejado de las Gavias?

Chasqué la lengua, un poco abochornado.

– Es una historia complicada -dije, y cambié de tema con bastante torpeza-. ¿Cómo se llama su asignatura?

Fela se frotó la frente y soltó una risita de frustración.

– No tengo ni la menor idea. Dijo que el nombre de la asignatura era el nombre de la asignatura. -Me miró-. ¿Qué significa eso? Cuando vaya a Registros y Horarios, ¿figurará como «El nombre de la asignatura»?

Admití que no lo sabía, y a partir de ahí era fácil que empezáramos a compartir historias sobre Elodin. Fela me contó que un secretario lo había encontrado desnudo en el Archivo. Yo había oído que una vez se había pasado un ciclo entero paseándose por la Universidad con los ojos vendados. Fela había oído que se había inventado todo un idioma. Yo había oído que había empezado una pelea en una de las tabernas más sórdidas de los alrededores porque alguien se había empeñado en decir la palabra «utilizar» en lugar de «usar».

– Esa también la había oído yo -dijo Fela riendo-. Pero en mi versión, era en la Calesa y se trataba de un baronet que no dejaba de repetir la palabra «además».

Ni nos habíamos dado cuenta y ya estábamos en los primeros puestos de la cola.

– Kvothe, hijo de Arliden -dije.

La mujer, con aburrimiento, tachó mi nombre, y extraje una ficha lisa de marfil de la bolsa de terciopelo negro, «abatida, mediodía», rezaba. Octavo día de admisiones, tiempo de sobra para prepararme.

Fela sacó también su ficha y nos apartamos de la mesa.

– ¿Qué te ha tocado? -pregunté.

Me mostró su pequeña ficha de marfil. Prendido, cuarta campanada. Fela había tenido mucha suerte: era una de las últimas horas que podían tocarte.

– Caramba, enhorabuena.

Fela se encogió de hombros y se guardó la ficha en el bolsillo.

– A mí no me importa. No estudio mucho. Cuanto más me preparo, peor lo hago. Solo consigo ponerme nerviosa.

– Entonces deberías cambiarla. -Señalé a la masa de alumnos que pululaban por el patio-. Seguro que hay alguien dispuesto a pagar un talento entero por esa hora. Tal vez más.

– Es que tampoco se me da muy bien regatear -dijo ella-. Cualquier ficha que saque me parece buena, y me la quedo.

Como ya habíamos salido de la cola, no teníamos más excusa para seguir juntos. Pero a mí me agradaba su compañía, y ella no parecía estar deseando marcharse, así que nos pusimos a pasear por el patio sin rumbo fijo, mientras la multitud hormigueaba alrededor de nosotros.

– Tengo hambre -dijo Fela de pronto-. ¿Te apetece que vayamos a comer algo?

Yo era dolorosamente consciente de lo vacía que estaba mi bolsa de dinero. Si me empobrecía un poco más, tendría que meter una piedra dentro para que el viento no la agitara. En Anker's comía gratis, porque tocaba el laúd. Por eso, gastarme el dinero en comida en otro sitio era un disparate, sobre todo estando tan próximos los exámenes de admisión.

– Me encantaría -dije sinceramente. Y luego mentí-: Pero tendría que echar un vistazo por aquí para ver si hay alguien que quiera cambiarme la hora. Soy un regateador empedernido.

Fela se metió la mano en el bolsillo.

– Si necesitas más tiempo, puedes quedarte mi hora.

Miré la ficha que Fela sostenía entre el índice y el pulgar, y sentí una fuerte tentación. Dos días más de preparación habrían sido un regalo del cielo. Y si no, podía sacar un talento vendiendo la ficha de Fela. Quizá dos.

– No quiero que me regales tu suerte -dije con una sonrisa-. Y te aseguro que tú tampoco quieres la mía. Además, ya has sido muy generosa conmigo. -Me ajusté la capa con gesto harto elocuente.

Fela sonrió y estiró un brazo para acariciar mi capa con el dorso de la mano.

– Me alegro de que te guste. Pero por lo que a mí respecta, todavía estoy en deuda contigo. -Se mordió el labio inferior, nerviosa, y luego bajó la mano-. Prométeme que si cambias de idea me lo dirás.

– Te lo prometo.

Volvió a sonreír, hizo un gesto de despedida y echó a andar por el patio. Verla caminar entre la multitud era como ver moverse el viento sobre la superficie de un estanque. Solo que en lugar de provocar ondas en el agua, los jóvenes giraban la cabeza para verla pasar.

Todavía la estaba mirando cuando Wilem llegó a mi lado.

– Bueno, ¿ya has acabado de flirtear? -me preguntó.

– No estaba flirteando -desmentí.

– Pues deberías -dijo él-. ¿Qué sentido tiene que espere educadamente, sin interrumpir, si desaprovechas las oportunidades como esta?

– No es lo que te imaginas -dije-. Solo es simpática conmigo.

– Evidentemente -dijo él, y su marcado acento ceáldico enfatizó aún más el sarcasmo de su voz-. ¿Qué te ha tocado?

Le mostré mi ficha.

– Un día más tarde que yo. -Me enseñó la suya-. Te la cambio por una iota.

Titubeé.

– Venga -insistió-. Tú no puedes estudiar en el Archivo como el resto de nosotros.

Lo miré, un poco ofendido.

– Tu empatía es apabullante.

– Reservo mi empatía para los que son lo bastante listos para no enfurecer al maestro archivero -replicó-. A la gente como tú solo les ofrezco una iota. ¿La quieres o no?

– Tendrían que ser dos -dije escudriñando el gentío, buscando a alumnos con cara de desesperados-. Si puede ser.

Wilem entrecerró sus oscuros ojos.

– Una iota y tres drabines -ofreció.

Me volví hacia él y lo miré atentamente.

– Una iota con tres -dije-. Y la próxima vez que juguemos a esquinas, vas de pareja con Simmon.

Wilem soltó un bufido y asintió. Intercambiamos nuestras fichas y metí el dinero en la bolsa. «Un talento con cuatro.» Ya estaba un poco más cerca. Pensé un momento y me guardé la ficha en el bolsillo.

– ¿No vas a seguir negociando? -me preguntó Wil.

Negué con la cabeza.

– Creo que me quedaré con esta hora.

– ¿Por qué? -me preguntó frunciendo el entrecejo-. ¿Qué vas a hacer con cinco días, salvo ponerte nervioso y jugar con los pulgares?

– Lo mismo que todos -dije-. Prepararme para el examen de admisión.

– ¿Cómo? Todavía tienes prohibido entrar en el Archivo, ¿no?

– Existen otras formas de preparación -dije con aire misterioso. Wilem soltó una risa burlona.

– Eso no suena nada sospechoso -dijo-. ¡Y luego te preguntas por qué la gente habla de ti!

– No me pregunto por qué hablan -dije-. Me pregunto qué dicen.

Capítulo 4

Por el mosaico de tejados

La ciudad que había ido creciendo alrededor de la Universidad con el paso de los siglos no era muy extensa. En realidad era poco más que un pueblo grande.

Sin embargo, el comercio prosperaba en nuestro extremo del Gran Camino de Piedra. Los comerciantes llegaban con carretas llenas de materias primas: brea y arcilla, gibatita, potasa y sal marina. Traían artículos de lujo como café de Lenatt y vino víntico. Traían tinta negra y brillante de Arueh, arena pura y blanca para nuestras fábricas de vidrio, y muelles y tornillos ceáldicos de delicada elaboración.

Cuando esos comerciantes se marchaban, sus carretas iban cargadas de artículos que solo podías encontrar en la Universidad. En la Clínica hacían medicinas. Medicinas auténticas, no aguachirle coloreada ni panaceas de pacotilla. El laboratorio de alquimia producía sus propias maravillas, de las que yo solo tenía un vago conocimiento, así como materias primas como nafta, esencia de azufre y doblecal.

Quizá mi opinión sea tendenciosa, pero creo que es justo decir que la mayoría de las maravillas tangibles de la Universidad salían de la Artefactoría. Lentes de vidrio esmerilado. Lingotes de tungsteno y acero de Glantz. Láminas de pan de oro tan finas que se rasgaban como el papel de seda.

Pero hacíamos muchas más cosas. Lámparas simpáticas y telescopios. Devoracalores y termógiros. Bombas de sal. Brújulas de trifolio. Una docena de versiones del torno de Teccam y del eje de Delevari.