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Simmon frunció el entrecejo. Pese a su natural bondadoso, no soportaba perder una apuesta.

– Me parece bien -dijo.

Me volví hacia Wilem y eché una elocuente mirada al par de libros que había encima de la mesa y que todavía no habíamos tocado.

– Por lo visto, nuestra apuesta se decidirá un poco más deprisa, ¿nia?

Wilem compuso una sonrisa rapaz.

– Muy deprisa. -Levantó el libro-. Aquí tengo una copia de la orden de disolución de los Amyr. -Abrió el volumen por una página marcada y empezó a leer-: «En lo sucesivo, rendirán cuentas de sus actos ante las leyes del imperio. Ningún miembro de la Orden se atreverá a atribuirse el derecho a ver un caso, ni a juzgar a nadie en un tribunal».

Me miró con aire de suficiencia.

– ¿Lo ves? -dijo-. Si les retiraron sus poderes arbitrales, quiere decir que los tuvieron. Por tanto, es obvio que formaron parte de la burocracia atur.

– De hecho -dije a modo de disculpa-, la iglesia siempre ha tenido poderes arbitrales en Atur. -Levanté uno de mis dos libros-. Es curioso que hayas traído el Alpura Prolycia Amyr. Yo también lo he traído. El decreto lo publicó la propia iglesia.

– No, no lo publicó la iglesia -dijo Wilem con expresión torva-. Aquí figura como el decreto sesenta y tres del emperador Nalto.

Asombrados, comparamos nuestros dos libros y vimos que la información que daban era contradictoria.

– Supongo que eso anula los dos -dijo Sim-. ¿Qué más tenéis, chicos?

– Esto es un Feltemi Reis. Las luces de la Historia -refunfuñó Wilem-. Es definitivo. No creía que fuera a necesitar ninguna prueba más.

– ¿No os inquieta? -Golpeé los dos libros contradictorios con los nudillos-. Estos dos libros no deberían afirmar cosas diferentes.

– Acabamos de ver veinte libros que afirman cosas diferentes -observó Simmon-. ¿Por qué iban a inquietarme dos más?

– El propósito de los itinolitos es especulativo. Es lógico que haya diversidad de opiniones. Pero el Alpura Prolycia Amyr era un decreto abierto. Convirtió a miles de hombres y mujeres poderosos del imperio de Atur en forajidos. Fue una de las razones primordiales de la caída del imperio. No hay ninguna razón para que tenga informaciones que entren en conflicto.

– Pero la Orden lleva más de trescientos años disuelta -razonó Simmon-. Es mucho tiempo, suficiente para que surjan contradicciones.

Negué con la cabeza y hojeé los dos libros.

– Una cosa son las opiniones contrarias, y otra, los hechos contrarios. -Cogí mi libro y lo levanté-. Esto es La caída del imperio, de Greggor el Menor. Es un charlatán y un fanático, pero es el mejor historiador de su época. -Levanté el libro de Wilem-. Feltemi Reis no es exactamente historiador, pero es mucho más erudito que Greggor, y muy escrupuloso con los hechos. -Miré uno y otro libro con el ceño fruncido-. Esto no tiene ningún sentido.

– Pues ¿qué hacemos? -preguntó Sim-. ¿Otro empate? Qué decepción.

– Necesitamos a un juez imparcial -propuso Wilem-. Alguien con más autoridad.

– ¿Con más autoridad que Feltemi Reis? -pregunté-. Dudo que Lorren se moleste en ayudarnos a resolver nuestra apuesta.

Wil negó con la cabeza, se levantó y se alisó la pechera de la camisa con una mano.

– Eso significa que por fin vas a conocer a Títere.

Capítulo 40

Títere

Lo más importante es ser educado -dijo Simmon en voz baja mientras recorríamos un pasillo estrecho con las paredes forradas de libros. Nuestras lámparas simpáticas lanzaban haces de luz por los estantes y hacían bailar las sombras-. Pero no lo trates con prepotencia. Es un poco… raro, pero no es idiota. Trátalo como tratarías a cualquier otro.

– Pero con educación -dije con sarcasmo, cansado de su letanía de consejos.

– Exactamente -repuso Simmon, muy serio.

– Pero ¿adónde vamos? -pregunté, sobre todo para impedir que Simmon siguiera dándome órdenes.

– A menos tres -contestó Wilem, y empezamos a descender por una larga escalera de piedra. Largos siglos de uso habían gastado la piedra, y los peldaños estaban hundidos como estantes sobrecargados de libros. Las sombras hacían que los escalones parecieran lisos, oscuros y sin cantos, como el lecho de un río seco labrado en la roca.

– ¿Estáis seguros de que lo encontraremos allí?

– Sí -me confirmó Wil-. Creo que no sale mucho de sus habitaciones.

– ¿Habitaciones? -pregunté-. Pero ¿vive aquí?

Ninguno de los dos me contestó; Wilem nos guió por otra escalera, y luego por un pasillo largo y ancho con el techo bajo. Por fin llegamos ante una puerta común y corriente escondida en un rincón. Si no hubiera sabido a dónde íbamos, habría pensado que me hallaba ante otro rincón de lectura de los muchos que había repartidos por Estanterías.

– Tú no hagas nada que pueda molestarlo -dijo Simmon, nervioso.

Adopté mi expresión más formal mientras Wilem llamaba a la puerta. El picaporte empezó a moverse casi al instante. La puerta se abrió un poco, y luego de par en par. Títere apareció en el umbral, más alto que todos nosotros. Las mangas de su túnica negra ondeaban agitadas por la corriente de aire.

Se quedó mirándonos fijamente, con altivez; entonces puso cara de desconcierto y se llevó una mano a la sien.

– Un momento. Se me ha olvidado la capucha -dijo, y cerró la puerta de golpe.

Su breve aparición había sido extraña, pero me fijé en algo todavía más inquietante.

– Cuerpo calcinado de Dios -susurré-. Ahí dentro hay velas. ¿Lo sabe Lorren?

Simmon fue a contestarme, pero entonces la puerta volvió a abrirse de par en par. Títere ocupaba todo el umbral; el negro de su túnica destacaba contra la cálida luz de las velas que tenía detrás. Esa vez llevaba la capucha puesta, y tenía los brazos levantados. Las largas mangas de la túnica recibían la corriente de aire y se hinchaban de forma impresionante. La misma corriente de aire le infló la capucha y se la levantó un poco.

– Maldita sea -protestó Títere, trastornado. Se le quedó la capucha inclinada, tapándole parcialmente un ojo. Volvió a cerrar la puerta de una patada.

Wilem y Simmon permanecieron muy serios. Me abstuve de hacer comentarios.

Hubo un momento de silencio, y luego se oyó una voz amortiguada al otro lado de la puerta.

– ¿Os importaría volver a llamar? Me gusta hacer las cosas bien.

Wilem, obediente, se colocó ante la puerta y llamó. Una vez, dos, hasta que la puerta se abrió y nos encontramos ante una figura imponente. La capucha de la túnica oscura le ocultaba la cara, y las largas mangas ondeaban aparatosamente.

– ¿Quién ha llamado a Táborlin el Grande? -recitó Títere con voz resonante, pero ligeramente ahogada por la capucha. Apuntó a Simmon con un dedo y exclamó-: ¡Tú! ¡Simmon! -Hubo una pausa, y la voz de Títere perdió toda su resonancia teatral-. ¿Verdad que hoy ya nos hemos visto?

Simmon asintió con la cabeza. Percibí su risa dando tumbos en su interior, tratando de encontrar la forma de salir.

– ¿Cuánto rato hace?

– Cerca de una hora.

– Hummm. -La capucha hizo un movimiento afirmativo-. ¿Lo he hecho mejor esta vez? -Levantó una mano para quitarse la capucha y me fijé en que la túnica le iba grande. Las mangas le llegaban hasta las puntas de los dedos. Cuando su rostro salió de debajo de la capucha, Títere sonreía como un niño que juega a disfrazarse con la ropa de sus padres.

– Antes no has interpretado a Táborlin -comentó Simmon.

– Ah. -Títere parecía un poco decepcionado-. ¿Qué tal lo he hecho esta vez? Me refiero a la última. ¿Era un buen Táborlin?

– Bastante bueno -dijo Simmon.

Títere miró a Wilem.