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Sin mudar su severa expresión, Simmon se inclinó hacia delante para que yo lo oyera aunque hablase en voz baja.

– Cuando los Amyr fueron a buscar al duque, encontraron los esqueletos de veinte mil personas. Fosas enormes llenas de huesos y cenizas. Mujeres y niños. ¡Veinte mil! -Simmon farfulló un poco antes de añadir-: Y esos, son los que encontraron.

Dejé que se tranquilizara un poco y entonces, con toda la serenidad que pude, repliqué:

– Gibea escribió veintitrés volúmenes relacionados con la maquinaria del cuerpo. Cuando los Amyr fueron a buscarlo, ardió parte de su finca, y se perdieron cuatro de esos volúmenes y todas sus notas. Pregúntale al maestro Arwyl qué daría a cambio de que esos volúmenes volvieran a estar completos.

Simmon dio una fuerte palmada en la mesa, y varios estudiantes giraron la cabeza.

– ¡Maldita sea! -susurró-. ¡Yo me crié a cincuenta kilómetros de Gibea! ¡Los días despejados, desde las colinas de mi padre se ven las ruinas!

Eso me hizo callar. Si las tierras de la familia de Sim estaban tan cerca, sus antepasados debían de haber jurado fidelidad a Gibea. Eso significaba que quizá se hubieran visto obligados a ayudarle a conseguir sujetos para sus experimentos. Quizá algunos miembros de su familia hubieran acabado en aquellas fosas de huesos y ceniza.

Esperé un rato, y entonces susurré:

– No lo sabía.

Sim se serenó un poco.

– Nunca hablamos de ello -dijo fríamente, y se apartó el flequillo de los ojos.

Seguimos estudiando, y Simmon no volvió a decir nada hasta pasada una hora.

– ¿Qué es eso que has encontrado? -me preguntó fingiendo indiferencia, como si no quisiera reconocer que sentía curiosidad.

– En la portadilla -susurré, emocionado. Abrí la portada, y Sim torció inconscientemente el gesto, como si el libro oliera a muerto.

– … derramó por todas partes -oí decir al entrar en la sala un par de alumnos mayores que nosotros. Por la ropa elegante que llevaban deduje que debían de ser nobles; aunque no gritaban, tampoco hacían ningún esfuerzo por hablar en voz baja-. Einisat le hizo limpiarlo todo antes de darle permiso para ir a lavarse. Se va a pasar dos ciclos oliendo a urea.

– Pero si aquí no hay nada -dijo Simmon contemplando la página-. Solo su nombre y las fechas.

– No, ahí no. En la parte de arriba. Alrededor de los bordes de la página. -Señalé las volutas decorativas-. Ahí.

– Me juego un drabín a que ese nariz chata se envenena antes de que termine el bimestre -dijo el otro recién llegado-. ¿Nosotros también éramos así de imbéciles?

– No veo nada -dijo Simmon en voz baja, y con ambos codos sobre la mesa, hizo un gesto de perplejidad-. Me parece muy bien que te gusten esas cosas, pero a mí nunca me han atraído mucho los manuscritos iluminados.

– Podríamos ir al Dos Peniques. -La conversación siguió unas mesas más allá, atrayendo miradas de enojo de otros alumnos-. Hay allí una chica que toca el caramillo. Te juro que nunca he visto nada parecido. Y dice Linten que si tienes un sueldo de plata, esa chica… -Bajó la voz y terminó la frase de forma más confidencial.

– Esa chica ¿qué? -pregunté metiéndome en su conversación con toda la grosería de que fui capaz. No hizo falta que gritara. En Volúmenes, cuando hablas en un tono de voz normal se te oye en toda la sala-. Lo siento, pero me he perdido el final.

Los dos estudiantes me miraron indignados, pero no dijeron nada.

– Pero ¿qué haces? -me susurró Sim, abochornado.

– Intento hacerles callar -contesté.

– Pues ignóralos. Va, estoy mirando tu maldito libro. Enséñame eso que quieres que vea.

– Gibea dibujaba en sus diarios -expliqué-. Esto es un original, de modo que es lógico que él mismo hiciera las iluminaciones, ¿no? -Sim asintió y se apartó el flequillo de los ojos-. ¿Qué ves aquí? -Fui señalando, despacio, las diferentes volutas-. ¿Lo ves?

Sim negó con la cabeza.

Volví a señalar, con más precisión.

– Aquí -dije-, y aquí, en la esquina.

Sim abrió mucho los ojos.

– ¡Letras! I… v… -Hizo una pausa para descifrarlas-. Ivare enim euge. Es lo que has dicho antes. -Apartó el libro-. Bueno, y ¿qué demuestra eso? Aparte de que no sabía nada de témico.

– No es témico -le corregí-. Es temán. Una variante arcaica.

– Y ¿qué se supone que significa? -Levantó la vista del libro; tenía la frente fruncida-. ¿Hacia el gran bien?

Negué con la cabeza.

– Por el bien mayor -le corregí-. ¿Te suena?

– No sé cuánto tiempo se quedará allí -continuó uno de los alumnos ruidosos-. Si te lo pierdes, lo lamentarás.

– Ya te lo he dicho, esta noche no puedo. Quizá en Abatida. En Abatida estoy libre.

– Deberías ir antes -intervine yo-. Las noches de Abatida, el Dos Peniques está lleno hasta los topes.

Me fulminaron con la mirada.

– Métete en tus asuntos, patán -me dijo el más alto.

Eso me irritó aún más.

– Lo siento, ¿no hablabais conmigo?

– ¿Acaso tengo cara de hablar contigo? -repuso él con tono mordaz.

– Eso me ha parecido. Si puedo oírte desde tres mesas más allá, significa que quieres que participe en vuestra conversación. -Carraspeé-. O eso, o eres demasiado imbécil para hablar en voz baja en Volúmenes.

Se puso colorado, y seguramente me habría contestado, pero su amigo le cuchicheó algo al oído; recogieron sus libros y se marcharon. Cuando la puerta se cerró tras ellos, hubo breves aplausos. Sonreí a mi público y lo saludé con la mano.

– Ya se habrían encargado los secretarios -me reprochó Sim en voz baja cuando volvimos a encorvarnos sobre la mesa para hablar.

– Los secretarios no se estaban encargando -argumenté-. Además, vuelve a haber silencio, y eso es lo que importa. Veamos, ¿a qué te recuerda «por el bien mayor»?

– A los Amyr, por supuesto -respondió-. Últimamente, todo remite a los Amyr. ¿Qué pretendes demostrar?

– Lo que quiero demostrar -susurré, emocionado- es que Gibea era un miembro secreto de la Orden Amyr.

Sim me miró con escepticismo.

– Me parece que le pones mucha imaginación, pero supongo que encaja. Gibea vivió unos cincuenta años antes de que la iglesia los denunciara. En esa época eran muy corruptos.

Me habría gustado plantearle que Gibea no tenía por qué ser corrupto. Él perseguía el mismo propósito que los Amyr, el bien mayor. Si bien sus experimentos habían sido espantosos, sus trabajos hicieron avanzar la medicina de una forma casi imposible de concebir. Seguramente sus investigaciones salvaron diez veces más vidas en los siglos posteriores.

Sin embargo, dudaba que Sim aceptara mi punto de vista.

– Corrupto o no, era un miembro secreto de los Amyr. Si no, ¿por qué escondería su lema en la portadilla de su diario?

– Muy bien, era de los Amyr -concedió Simmon encogiendo los hombros-. ¿Qué tiene eso que ver con el precio de la mantequilla?

Alcé las manos frustrado e hice un esfuerzo para no subir la voz.

– ¡Significa que la Orden tenía miembros secretos antes de que la iglesia la denunciara! Significa que cuando el pontífice la disolvió, los Amyr tenían aliados ocultos. Aliados que podían protegerlos. Eso significa que los Amyr podrían seguir existiendo hoy en día, en secreto, y que podrían seguir realizando su tarea sutilmente.

Detecté un cambio en la expresión de Simmon. Al principio creí que iba a darme la razón. Entonces noté un cosquilleo en la nuca y comprendí qué pasaba.

– Hola, maestro Lorren -lo saludé con respeto sin volverme.

– Está prohibido hablar con los alumnos que están en otras mesas -dijo el maestro-. Cinco días suspendido.

Asentí con la cabeza; Sim y yo nos levantamos y recogimos nuestras cosas. Mirándome impasible, el maestro Lorren estiró un brazo hacia mí.

Le entregué el diario de Gibea sin hacer ningún comentario, y un minuto más tarde Sim y yo parpadeábamos bajo un frío sol invernal frente a las puertas del Archivo. Me ceñí la capa y di pisotones para quitarme la nieve de las botas.