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Le lancé una mirada interrogante. Devi encogió los hombros sin levantar los codos de la mesa; su expresión denotaba una profunda indiferencia.

– Es más -continué mirándola a los ojos-, es muy posible que mi irracional comportamiento se debiera, en parte, a los efectos persistentes de un veneno alquímico que me suministraron a principios de este bimestre.

Devi se agarrotó.

– ¿Qué?

Ella no lo sabía, y eso me produjo cierto alivio.

– Ambrose se las ingenió para que me suministraran la plombaza una hora antes de mi examen de admisión -dije-. Y tú le vendiste la fórmula.

– ¡Tienes mucho descaro! -La cara de duendecillo de Devi denotaba ofensa e indignación, pero era una expresión poco convincente. La había pillado a contrapié, y tenía que esforzarse demasiado.

– Lo que tengo -repuse con serenidad- son restos de sabor a ciruela y a nuez moscada en la boca, y de vez en cuando, el deseo irracional de estrangular a la gente por hacer algo tan inocente como empujarme sin querer por la calle.

La falsa indignación de Devi se vino abajo.

– No puedes demostrar nada -dijo.

– No necesito demostrar nada -repliqué-. No tengo ningún interés en que tengas problemas con los maestros, ni en que te presenten ante la ley del hierro. -La miré-. Solo creía que te interesaría saber que me habían envenenado.

Devi se quedó muy quieta en la silla, esforzándose para mantener la compostura, pero la culpabilidad empezaba a reflejarse en su semblante.

– ¿Lo pasaste muy mal?

– Sí -respondí con voz queda.

Devi desvió la mirada y se cruzó de brazos.

– No sabía que era para Ambrose -dijo-. Vino uno de esos idiotas que están podridos de dinero. Me hizo una oferta espectacular…

Volvió a mirarme. Ahora que la había abandonado aquella rabia fría, parecía asombrosamente pequeña.

– Yo jamás haría negocios con Ambrose -declaró-. Y no sabía que era para ti. Te lo juro.

– Sabías que era para alguien -dije.

Hubo un largo silencio, solo interrumpido por algún chasquido del fuego.

– Así es como lo veo yo -continué-. Últimamente, ambos hemos cometido una estupidez. Algo de lo que nos arrepentimos. -Me ceñí un poco la bata-. Y aunque esas dos cosas no se anulen una a otra, parece que han establecido una especie de equilibrio. -Extendí las manos con las palmas hacia arriba, imitando los platos de una balanza.

– Quizá me precipitara exigiéndote el pago completo -dijo Devi esbozando una sonrisa un tanto avergonzada.

Le devolví la sonrisa y noté que me relajaba.

– ¿Qué te parece si volvemos a las condiciones originales de mi préstamo?

– Me parece justo. -Devi me tendió la mano por encima de la mesa y se la estreché. Se evaporaron los restos de tensión que flotaban en el ambiente, y noté cómo el nudo de preocupación que llevaba mucho tiempo soportando se deshacía en mi pecho.

– Tienes las manos heladas -observó Devi-. Vamos a sentarnos junto al fuego.

Nos cambiamos de sitio y nos pasamos unos minutos en silencio.

– Dioses de lo hondo -dijo Devi, y acompañó sus palabras de un suspiro explosivo-. Estaba furiosa contigo. -Sacudió la cabeza-. Creo que jamás había estado tan enfadada con nadie.

– Yo no te creía capaz de rebajarte hasta la felonía -dije-. Estaba convencido de que no podías ser tú. Pero todos me insistían en lo peligrosa que eras. No paraban de contarme historias. Y como no me dejaste ver mi sangre… -Dejé la frase inacabada y encogí los hombros.

– ¿Es verdad que todavía tienes secuelas de la plombaza? -me preguntó.

– Sí, a veces todavía la noto -respondí-. Y tengo la impresión de que pierdo los estribos más fácilmente. Pero eso quizá se deba al estrés. Dice Simmon que seguramente tengo principios desvinculados en el organismo. No tengo ni idea de qué significa eso.

Devi frunció el entrecejo.

– Aquí no tengo el material idóneo para trabajar -dijo señalando una puerta cerrada-. Y lo siento. Pero ese tipo me ofreció todo un lote del Vautium tegnostae. -Señaló los estantes-. En circunstancias normales nunca haría una cosa así, pero es imposible encontrar copias sin expurgar.

Me volví y la miré, sorprendido.

– ¿Se la preparaste tú misma?

– Es mejor eso que entregar la fórmula -dijo Devi poniéndose a la defensiva.

Por una parte estaba furioso, pero por otra, me alegraba de estar caliente y seco, y de que no hubiera ninguna amenaza de muerte cerniéndose sobre mí. Le quité importancia.

– Simmon dice que no tienes ni idea de factores -dije con tono informal.

Devi agachó la cabeza.

– No me enorgullezco de haberla vendido -admitió. Al cabo de un momento, volvió a levantar la cabeza sonriente-. Pero el Tegnostae tiene unas ilustraciones espléndidas.

Me reí.

– Enséñamelo.

Horas más tarde, mi ropa se había secado y el aguanieve se había transformado en una nevada suave. El Puente de Piedra estaría cubierto de hielo, pero aparte de eso, el camino de regreso resultaría mucho más agradable que el de ida.

Cuando salí del cuarto de baño vi que Devi había vuelto a sentarse a la mesa. Me acerqué y le devolví la bata.

– No pondré en duda tu honor preguntándote por qué tienes una bata mucho más larga y ancha de hombros que cualquier prenda que una joven delicada de tu talla podría ponerse.

Devi soltó una risotada muy poco delicada y miró al techo.

Me senté y me calcé las botas, que estaban deliciosamente calientes, pues las había dejado cerca del fuego. Entonces saqué mi bolsa y puse tres pesados talentos de plata encima de la mesa y los deslicé hacia Devi. Ella los miró con curiosidad.

– Últimamente he tenido algunos ingresos -expliqué-. No son suficientes para saldar toda mi deuda. Pero ya puedo pagarte los intereses de este bimestre. -Agité una mano sobre las monedas-. Considéralo un gesto de buena voluntad.

Devi sonrió y empujó las monedas hacia mí.

– Todavía faltan dos ciclos para el final del bimestre -dijo-. Como ya te he dicho, ciñámonos al trato original. Me sentiría mal si aceptara tu dinero por adelantado.

Le había ofrecido el dinero a Devi para demostrarle que mi proposición de paz era sincera, pero de todos modos me alegré de conservar mis tres talentos, al menos de momento. Existe una inmensa diferencia entre tener alguna moneda y no tener ninguna. Una bolsa vacía te produce una sensación de indefensión.

Pasa lo mismo que con las semillas de grano. Si al final de un largo invierno te queda un poco de grano, puedes utilizarlo como semilla. Controlas tu vida. Puedes utilizar ese grano y hacer planes para el futuro. Pero si llega la primavera y no te queda grano para usarlo como semilla, te encuentras indefenso. Por muy duro que trabajes, y por muy buenas que sean tus intenciones, las cosechas no crecen si no tienes semillas con que empezar.

Así que me compré ropa: tres camisas, unos pantalones nuevos y calcetines gruesos de lana. Me compré un gorro, unos guantes y una bufanda para protegerme del frío invernal. A Auri le compré una bolsita de sal marina, un saco de guisantes secos, dos tarros de melocotones en conserva y un par de zapatillas abrigadas. También compré un juego de cuerdas de laúd, tinta y media docena de hojas de papel.

Además, compré una sólida tranca de latón y la fijé al marco de la ventana de mi pequeña buhardilla. Yo podría sortearla sin grandes dificultades, pero me ayudaría a proteger mis escasos objetos personales incluso de los ladrones más bienintencionados.

Capítulo 43

Sin previo aviso

Me encontraba junto a la ventana de la taberna de Anker's, contemplando la nevada y haciendo girar con los dedos, distraído, el anillo de Denna. El invierno dejaba caer todo su peso sobre la Universidad, y Denna ya llevaba más de un mes sin aparecer. Faltaban tres horas para mi clase con Elodin, y trataba de decidir si la escasa posibilidad de encontrar a Denna merecía que recorriera el largo y frío camino hasta Imre.