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– Todos habéis escogido el nombre que queréis aprender -dijo Elodin recorriéndonos con la mirada-. Y todos os habéis aplicado a vuestros estudios con diferentes grados de dedicación y éxito.

Contuve el impulso de desviar la mirada, avergonzado, consciente de que mis esfuerzos habían sido poco entusiastas, por no decir algo peor.

– Donde vosotros habéis fracasado, Fela ha tenido éxito -prosiguió Elodin-. Ella ha encontrado el nombre de la piedra… -se volvió un poco hacia ella-, ¿cuántas veces?

– Ocho -contestó Fela agachando la cabeza y retorciéndose turbada las manos.

Los otros alumnos murmuramos, sinceramente impresionados. Fela nunca había mencionado su logro en nuestras frecuentes sesiones de quejas.

Elodin asintió con la cabeza, como si aprobara nuestra reacción.

– Cuando todavía enseñábamos nominación, los nominadores nos enorgullecíamos de nuestra destreza. Un alumno que obtenía el dominio de un nombre recibía un anillo como prueba de su habilidad. -Elodin estiró un brazo y abrió la mano ante Fela, revelando una piedra de río, lisa y oscura-. Y esto es lo que hará Fela ahora, como prueba de su aptitud.

Fela miró a Elodin, perpleja. Su mirada pasó sucesivamente del maestro a la piedra, palideciendo por momentos.

Elodin compuso una sonrisa tranquilizadora.

– Vamos -dijo con dulzura-. Tú sabes, en tu corazón secreto, que eres capaz de esto. Y de más.

Fela se mordió el labio inferior y cogió la piedra, que en sus manos parecía más grande que en las del maestro. Cerró los ojos un momento y respiró hondo. Soltó el aire despacio, levantó la piedra y la puso a la altura de sus ojos, de manera que la piedra fue lo primero que vio al abrirlos de nuevo.

Fela miró fijamente la piedra y se produjo un largo silencio. La atmósfera fue cargándose, hasta tensarse como una cuerda de arpa. Noté que el aire vibraba.

Pasó un largo minuto. Dos largos minutos. Tres minutos terriblemente largos.

Elodin suspiró ruidosamente, rompiendo la tensión.

– No, no, no -dijo, y chascó los dedos ante la cara de Fela para atraer su atención. Entonces le tapó los ojos con una mano-. La estás mirando. No la mires. Ahora, ¡mírala! -Retiró la mano.

Fela levantó la piedra y abrió los ojos. En ese mismo instante, Elodin le dio una palmada en la nuca.

Fela giró la cabeza con gesto de indignación. Pero Elodin se limitó a señalar la piedra que ella todavía sostenía.

– ¡Mira! -dijo el maestro, emocionado.

Fela bajó la vista hacia la piedra, y sonrió como si viera a un viejo amigo. La tapó con una mano y se la acercó a la boca. Movió los labios.

Se oyó un brusco chasquido, como el que produce una gota de agua al caer en una sartén llena de grasa caliente. Hubo unos cuantos chasquidos más, fuertes y seguidos, como el crujir de los nudillos de un anciano, o como una tormenta de granizo golpeando un tejado de pizarra.

Fela abrió la mano y de ella se derramó un chorro de arena y grava. Con dos dedos, rebuscó entre los restos de la piedra y sacó un anillo de piedra negra. Era redondo como una taza y liso como el cristal pulido.

Elodin rió, triunfante, antes de envolver a Fela en un entusiasta abrazo. Fela abrazó también al maestro, emocionada. Juntos dieron varios pasitos, entre bailando y tambaleándose.

Sin dejar de sonreír, Elodin extendió una mano. Fela le dio el anillo, y él lo examinó atentamente y asintió con la cabeza.

– Fela -dijo con seriedad-, te asciendo al rango de Re'lar. -Sostuvo el anillo en alto-. Dame la mano.

Casi con timidez, Fela le tendió la mano. Pero Elodin negó con la cabeza.

– La izquierda -dijo con firmeza-. La derecha significa otra cosa. Ninguno de vosotros está preparado para eso todavía.

Fela le tendió la otra mano, y Elodin le puso el anillo de piedra en el dedo. El resto de la clase empezamos a aplaudir, y nos agolpamos para ver lo que Fela acababa de hacer.

Fela sonrió, radiante, y extendió la mano para que todos pudiéramos ver el anillo. El anillo no era liso, como a mí me había parecido, sino que estaba cubierto de un millar de facetas planas y diminutas. Se rodeaban unas a otras dibujando un sutil remolino que no se parecía a nada que yo hubiera visto hasta entonces.

Capítulo 44

El atrapador

A pesar de los problemas con Ambrose, de mi obsesión con el Ar chivo y de mis incontables e infructuosos viajes a Imre para buscar a Denna, conseguí terminar mi proyecto en la Factoría.

Me habría gustado disponer de otro ciclo para repetir algunas pruebas y dar algunos retoques, pero ya no tenía tiempo. Pronto se celebraría el sorteo de admisiones, y poco después tendría que pagar la matrícula. Antes de poner mi proyecto a la venta, necesitaba que Kilvin aprobara el diseño.

Así que, con no poca inquietud, llamé a la puerta del despacho de Kilvin.

El maestro artífice estaba encorvado sobre su banco de trabajo, retirando con mucho cuidado los tornillos de la cubierta de bronce de una bomba de compresión.

– ¿Sí, Re'lar Kvothe? -dijo sin levantar la cabeza.

– He terminado, maestro Kilvin -me limité a decir.

Entonces me miró y parpadeó.

– Ah, ¿sí?

– Sí. Confiaba en poder concertar una cita con usted para enseñárselo.

Kilvin colocó los tornillos en una bandeja y se sacudió las manos.

– Para eso estoy disponible ahora mismo.

Salimos del despacho; precedí al maestro por el bullicioso taller y por Existencias, hasta llegar al taller privado que Kilvin me había asignado. Saqué la llave y abrí la sólida puerta de madera.

Era un taller de tamaño normal, con su propia fragua, yunque, campana de gases, empapador y otros elementos básicos de la artificería. Había apartado el banco de trabajo con objeto de dejar media habitación vacía, con solo unas gruesas balas de paja amontonadas contra la pared.

Colgado del techo, frente a las balas, había un sencillo espantapájaros. Le había puesto mi camisa quemada y unos pantalones de arpillera. Me habría gustado emplear el tiempo que había tardado en coser los pantalones y rellenar el espantapájaros para hacer algunas pruebas más, pero al fin y al cabo, soy ante todo un artista de troupe. Como tal, no podía desaprovechar la oportunidad de introducir un toque de teatralidad.

Una vez dentro, cerré la puerta mientras Kilvin miraba alrededor con curiosidad. Decidí dejar que mi obra hablara por sí misma; cogí la ballesta y se la ofrecí al maestro.

El rostro del corpulento maestro se ensombreció.

– Re'lar Kvothe -dijo con un marcado deje de desaprobación-, dime que no has desperdiciado el esfuerzo de tus manos en la mejora de este aparato brutal.

– Confíe en mí, maestro Kilvin -dije ofreciéndole el arma.

Me miró con recelo, cogió la ballesta y empezó a examinarla con la meticulosidad de quien trabaja todos los días con materiales peligrosos. Pasó los dedos por la cuerda, de trama muy prieta, y examinó la curva del arco de metal.

Trascurrieron unos minutos; Kilvin movió la cabeza afirmativamente, introdujo un pie en el estribo y armó la ballesta sin esfuerzo aparente. Pensé que Kilvin debía de tener mucha fuerza. A mí me dolían los hombros y me habían salido ampollas en las manos de pelear con aquel trasto pesado y difícil de manejar.

Le entregué la flecha, pesada, y Kilvin la examinó también. Vi que estaba cada vez más perplejo, y sabía por qué: en la flecha no se apreciaban modificaciones ni sigaldría alguna. En el arco tampoco.

Kilvin encajó la flecha en la ballesta y me miró arqueando una ceja.

Señalé el espantapájaros con un amplio ademán, tratando de aparentar más seguridad de la que sentía. Me sudaban las manos y notaba un cosquilleo en el estómago. Las pruebas eran muy eficaces. Las pruebas eran importantes. Las pruebas eran como un ensayo. Pero lo único que de verdad importa es lo que ocurre cuando el público te está mirando. Esa es una verdad que saben todos los artistas de troupe.