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Kilvin encogió los hombros y levantó la ballesta, que parecía pequeña apoyada contra su hombro. El maestro se tomó un momento para apuntar cuidadosamente. Me sorprendió la calma con que inspiraba, exhalaba lentamente y apretaba el disparador.

La ballesta dio una sacudida, la cuerda vibró y la flecha salió despedida.

Se oyó un brusco «clonc» metálico, y la flecha se detuvo en el aire como si hubiera chocado contra un muro invisible. Cayó ruidosamente al suelo de piedra en medio de la habitación, a unos cuatro metros del espantapájaros.

No pude contenerme: me eché a reír y alcé los brazos, triunfante.

Kilvin arqueó las cejas y me miró. Le sonreí, eufórico.

El maestro recogió la flecha del suelo y volvió a examinarla. Entonces volvió a armar la ballesta, apuntó y apretó el disparador.

«Clonc.» La flecha cayó al suelo otra vez, y resbaló un poco hacia un lado.

Esa vez Kilvin detectó la fuente del ruido. Colgado del techo, en un rincón de la habitación, había un objeto metálico del tamaño de un farol grande. Se mecía adelante y atrás y giraba un poco sobre sí mismo, como si acabaran de golpearlo de refilón.

Lo solté del gancho y se lo llevé al maestro Kilvin, que esperaba junto al banco de trabajo.

– ¿Qué es, Re'lar Kvothe? -preguntó, intrigado.

Lo puse encima de la mesa con un fuerte ruido metálico.

– En términos generales, maestro Kilvin, es un dispositivo automático de oposición cinética. -Sonreí, orgulloso-. Más específicamente, detiene las flechas.

Kilvin se inclinó para examinarlo, pero no había nada que ver salvo unas planchas de hierro oscuro sin ninguna peculiaridad. Mi creación no parecía otra cosa que un farol grande de ocho caras, todo de metal.

– Y ¿cómo lo has llamado?

Esa era la única parte de mi invento que todavía no había terminado. Se me habían ocurrido un centenar de nombres, pero ninguno parecía apropiado. «Atrapaflechas» me parecía pedestre. «El Amigo del Viajero» sonaba prosaico. «La Ruina del Bandido» era ridículamente melodramático. Si lo hubiera llamado así, no habría podido volver a mirar a Kilvin a los ojos.

– Lo del nombre me está costando -reconocí-. Pero de momento lo llamo «atrapaflechas».

– Pfff. Lo que hace no es exactamente atrapar flechas.

– Lo sé -concedí, exasperado-. Pero era eso o «clonc».

Kilvin me miró de soslayo; detecté un amago de sonrisa en sus ojos.

– Se diría que un alumno de Elodin no tendría tantos problemas para nominar, Re'lar Kvothe.

– Delevari lo tenía fácil, maestro Kilvin -expuse-. Inventó un eje mejorado y le puso su nombre. Dudo que yo pueda llamar a esto «el Kvothe».

– Cierto -dijo Kilvin riendo. Se volvió hacia el atrapaflechas y lo observó con curiosidad-. ¿Cómo funciona?

Sonreí y saqué un largo rollo de papel cubierto de esquemas, compleja sigaldría, símbolos metalúrgicos y minuciosas fórmulas de conversión cinética.

– Hay dos partes principales -expliqué-. La primera es la sigaldría, que forma automáticamente un vínculo simpático con cualquier pieza de metal delgada y de movimiento rápido que entre en un radio de seis metros. No tengo inconveniente en confesarle que tardé dos largos días en concebirla.

Señalé las runas en cuestión en el papel.

– Al principio creí que con eso bastaría. Confiaba en que si vinculaba una punta de flecha en movimiento a un trozo de hierro estático, este absorbería la velocidad de la flecha y la inutilizaría.

– Eso ya se había intentado antes -dijo Kilvin sacudiendo la cabeza.

– Debí darme cuenta antes de intentarlo -dije-. Solo absorbe una tercera parte de la velocidad de la flecha como máximo, y cualquiera que recibiera dos terceras partes de un disparo de flecha saldría muy mal parado.

Señalé otro esquema.

– Lo que necesitaba era algo que pudiera empujar contra la flecha. Y tenía que empujar muy deprisa y con mucha fuerza. Acabé utilizando el muelle de acero de una trampa para osos. Modificado, por supuesto.

Cogí una cabeza de flecha del banco de trabajo e hice como si se desplazara hacia el atrapaflechas.

– Primero, la flecha se acerca y establece el vínculo. Luego, la velocidad de la flecha acciona el pestillo, como cuando pisas una trampa. -Hice un fuerte chasquido con los dedos-. Entonces, la energía acumulada en el muelle empuja la flecha, deteniéndola o incluso impulsándola hacia atrás.

Kilvin iba asintiendo con la cabeza mientras yo hablaba.

– Si hay que volver a montarlo después de cada uso, ¿cómo ha podido detener mi segunda flecha?

Señalé el esquema central.

– Todo esto no serviría de mucho si solo pudiera detener una flecha -concedí-. O si solo pudiera parar las flechas que vinieran en una dirección. Decidí colocar ocho muelles en círculo. Debería poder detener las flechas que llegaran a la vez de diferentes direcciones. -Hice un gesto de disculpa-. En teoría. Todavía no he podido probarlo.

Kilvin volvió a mirar el espantapájaros.

– Mis dos flechas provenían de la misma dirección -observó-. ¿Cómo pudo detener la segunda si ese muelle ya se había disparado?

Cogí el atrapaflechas por el aro que había puesto en la parte superior y le mostré al maestro que podía rotar libremente.

– Cuelga de un aro giratorio -dije-. El impacto de la primera flecha lo ha hecho girar ligeramente sobre sí mismo, permitiendo que se alineara otro muelle. Aunque eso no hubiera sucedido, la energía de la flecha tiende a hacerlo girar hacia el muelle no utilizado más cercano. Como una veleta que apunta en la dirección del viento.

La verdad es que ese último detalle no lo había planeado. Había sido un accidente afortunado, pero no vi ninguna razón para decírselo a Kilvin.

Toqué los puntos rojos visibles en dos de las ocho caras de hierro del atrapaflechas.

– Estos puntos muestran qué muelles se han disparado.

Kilvin cogió el artefacto y le dio vueltas en las manos.

– ¿Cómo vuelves a tensar los muelles?

Saqué de debajo del banco de trabajo un dispositivo metálico, poco más que una sencilla pieza de hierro con una larga palanca. Entonces le mostré a Kilvin el agujero de ocho lados que había en la base del atrapaflechas. Coloqué el atrapaflechas sobre el dispositivo y apreté la palanca con el pie hasta oír un fuerte chasquido. Entonces hice rotar el atrapaflechas y repetí el proceso.

Kilvin se inclinó, lo cogió y le dio vueltas con sus manazas.

– Pesa mucho -comentó.

– Tenía que ser resistente -dije-. Una flecha de ballesta puede perforar una plancha de roble de cinco centímetros. Necesitaba que el muelle reaccionara como mínimo con el triple de esa fuerza para detener la flecha.

Kilvin sacudió un poco el atrapaflechas sosteniéndolo junto a su oreja. No hizo ningún ruido.

– Y ¿qué pasa si las puntas de flecha no son metálicas? -me preguntó-. Dicen que los guerreros Vi Sembi utilizan flechas con puntas de sílex o de obsidiana.

Me miré las manos y suspiré.

– Claro… -dije espacio-. Si las puntas de flecha no son de algún tipo de hierro, el atrapaflechas no se dispara cuando llegan a una distancia de seis metros.

Kilvin dio un resoplido impreciso y dejó el atrapaflechas sobre la mesa con un golpazo.

– Pero cuando llegan a una distancia de cuatro -dije alegremente-, cualquier pieza afilada de piedra o vidrio dispara otra serie de vínculos. -Señalé el esquema. Estaba orgulloso de él, porque también había tenido la previsión de inscribir en las piezas insertadas de obsidiana la sigaldría del vidrio reforzado. De esa forma, no se harían pedazos tras el impacto.

Kilvin revisó el esquema, sonrió con orgullo y soltó una risotada.

– Bien. Muy bien. ¿Y si la flecha tiene punta de hueso o marfil?

– Un simple Re'lar como yo no puede utilizar las runas para el hueso -dije.