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– ¿Y si pudiera? -preguntó Kilvin.

– Aun así, no las utilizaría -dije-. Imagine que el cráneo de un niño que entrara en su radio de acción al hacer una voltereta activase el atrapaflechas.

Kilvin asintió en señal de aprobación.

– Estaba pensando en un caballo al galope -dijo-. Pero has demostrado una gran sabiduría. Has demostrado tener el pensamiento precavido del artífice.

Me volví hacia el esquema y señalé.

– Dicho eso, maestro Kilvin, a una distancia de tres metros, un trozo cilíndrico de madera a gran velocidad también accionaría el atrapaflechas. -Suspiré-. No es un buen vínculo, pero sí lo suficientemente bueno para detener la flecha, o al menos para desviarla.

Kilvin se inclinó para examinar el esquema más de cerca; sus ojos se pasearon por la página abarrotada durante un largo par de minutos.

– ¿Es de hierro? -preguntó.

– De acero, maestro Kilvin. Me preocupaba que el hierro, a la larga, se volviera quebradizo.

– ¿Y cada uno de esos dieciocho vínculos está inscrito en cada uno de los muelles? -me preguntó señalándolos.

Asentí con la cabeza.

– Eso supone una considerable duplicación del esfuerzo -comentó Kilvin; no lo dijo en tono acusador, sino amistoso-. Alguien podría objetar que está excesivamente recargado.

– Me preocupa bien poco lo que piensen los demás, maestro Kilvin. Solo lo que piense usted.

Kilvin dio un bufido; entonces levantó la cabeza y se volvió hacia mí.

– Tengo cuatro preguntas -dijo.

Asentí, expectante.

– En primer lugar, y antes que nada: ¿por qué lo has hecho? -preguntó.

– Nadie debería morir por una emboscada en el camino -respondí con firmeza.

Kilvin esperó, pero yo no tenía nada que añadir. Al cabo de un momento encogió los hombros y apuntó con la barbilla al otro lado de la habitación.

– Segundo: ¿de dónde has sacado el…? -Arrugó ligeramente la frente-. Tevetbem. El arco plano.

Se me encogió el estómago. Había abrigado la vana esperanza de que Kilvin, por ser ceáldico, no supiera que aquellas armas eran ilegales en la Mancomunidad. Y si lo sabía, había confiado en que no me lo preguntara.

– Lo… adquirí, maestro Kilvin -contesté, evasivo-. Lo necesitaba para poner a prueba el atrapaflechas.

– ¿Por qué no utilizaste un arco de cazador, simplemente? -dijo Kilvin con severidad-. Así habrías evitado una adquisición ilegal.

– Un arco habría sido demasiado débil, maestro Kilvin. Necesitaba estar seguro de que mi diseño podría detener cualquier flecha, y la ballesta es el arma que dispara flechas con más fuerza.

– Un arco largo modegano dispara igual que un arco plano -afirmó Kilvin.

– Sí, pero yo no sé utilizarlo -expliqué-. Y no habría podido permitirme comprar un arco modegano.

Kilvin dio un hondo suspiro.

– La otra vez, cuando fabricaste tu lámpara para ladrones, hiciste una cosa mala con un método bueno. Eso no me gusta. -Volvió a mirar el esquema-. Esta vez, has hecho una cosa buena con un método malo. Eso es mejor, pero no está del todo bien. Lo mejor es hacer una cosa buena con un método bueno. ¿Estás de acuerdo conmigo?

Asentí.

Puso una de sus manazas sobre la ballesta y me preguntó:

– ¿Te ha visto alguien con ella?

Negué con la cabeza.

– En ese caso, diremos que es mía, y que tú la adquiriste bajo mi asesoramiento. La llevaremos con el resto del material de Existencias. -Me miró con dureza-. Y en el futuro, si necesitas una cosa así, me la pedirás a mí.

Eso me dolió un poco, pues había planeado volver a venderle la ballesta a Sleat. Pero habría podido ser peor. Lo último que me faltaba era cometer un delito contra la ley del hierro.

– Tercera: no veo que en tu esquema menciones el hilo de oro ni el de plata -observó el maestro-. Tampoco entiendo qué utilidad podrían tener para la fabricación de ese artefacto. Explícame por qué sacaste esos materiales de Existencias.

De pronto fui muy consciente del frío metal de mi gram contra la cara interna del brazo. Tenía incrustaciones de oro, pero eso no podía decírselo a Kilvin.

– Iba corto de dinero, maestro Kilvin. Y necesitaba materiales que no podía conseguir en Existencias.

– Como el arco plano.

– Sí. Y la paja y las trampas para osos.

– Un mal lleva a otro -dijo Kilvin con desaprobación-. Existencias no es el tenderete de un prestamista y no debería utilizarse como tal. Voy a anular tu autorización para metales preciosos.

Agaché la cabeza con la esperanza de parecer debidamente arrepentido.

– Además, trabajarás veinte horas en Existencias como castigo. Si alguien te pregunta algo, les cuentas qué has hecho. Y explicas que como castigo has tenido que reembolsar el valor de los metales más un veinte por ciento adicional. Si recurres a Existencias como si recurrieras a un prestamista, se te cobrarán los intereses que te cobraría un prestamista.

– Sí, maestro Kilvin -dije haciendo una mueca de dolor.

– Por último -prosiguió Kilvin, y se volvió y posó una gran mano sobre el atrapaflechas-, ¿qué precio crees que deberíamos ponerle a este artefacto, Re'lar Kvothe?

Me dio un vuelco el corazón.

– ¿Significa eso que da su aprobación para ponerlo a la venta, maestro Kilvin?

El artífice, grande como un oso, me miró con cara de desconcierto.

– Por supuesto que doy mi aprobación, Re'lar Kvothe. Es un aparato maravilloso. Supone un gran avance para el mundo. Cada vez que alguien vea una cosa así, verán que la artificería sirve para proteger a los seres humanos. Admirarán a los artífices que fabrican estas cosas.

Se quedó mirando el atrapaflechas con aire pensativo.

– Pero si queremos venderlo, debemos ponerle un precio. ¿Qué propones?

Yo llevaba seis ciclos haciéndome esa pregunta. La verdad era que confiaba en que me procurara dinero suficiente para pagar la matrícula y los intereses del préstamo de Devi. Lo suficiente para quedarme un bimestre más en la Universidad.

– Sinceramente, no lo sé, maestro Kilvin -dije-. ¿Cuánto pagaría usted para evitar que un metro de flecha de madera de fresno le atravesara un pulmón?

– Les tengo un gran aprecio a mis pulmones -dijo el maestro riendo-. Pero enfoquémoslo de otra manera. El coste de los materiales asciende a… -Echó un vistazo al esquema-. Unas nueve iotas, ¿correcto?

Asombrosamente correcto. Asentí.

– ¿Cuántas horas has empleado en su fabricación?

– Unas cien -respondí-. Quizá ciento veinte. Pero gran parte del tiempo lo dediqué a la experimentación y las pruebas. Seguramente podría fabricar otro en cincuenta o sesenta horas. En menos, si hiciéramos moldes.

– Propongo veinticinco talentos -dijo Kilvin-. ¿Te parece una cifra razonable?

La cifra me cortó la respiración. Incluso después de reembolsar a Existencias el coste de los materiales y después de que el taller se cobrara el cuarenta por ciento de comisión, era seis veces más de lo que ganaría trabajando en lámparas marineras. Una cantidad de dinero casi absurda.

Iba a expresar mi entusiasmo cuando se me ocurrió una cosa. Aunque me dolió, sacudí lentamente la cabeza y dije:

– Sinceramente, maestro Kilvin, preferiría venderlos un poco más baratos.

Kilvin arqueó una ceja.

– Lo pagarán -me aseguró-. He visto a gente pagar más por cosas menos útiles.

Me encogí de hombros.

– Veinticinco talentos es mucho dinero -dije-. La seguridad y la tranquilidad no deberían estar al alcance únicamente de quienes tienen la bolsa llena. Creo que ocho sería un buen precio.

Kilvin me miró fijamente y luego asintió.

– Como tú digas. Ocho talentos. -Pasó una mano por la parte superior del atrapaflechas, casi acariciándolo-. Sin embargo, como este es el primero y el único que existe, te pagaré por él veinticinco talentos. Me lo quedaré para mi colección privada. -Ladeó la cabeza-. ¿Lhinsatva?