Pero su cuerpo, ahora más joven, más vital, más semejante al de su gemelo, bullía en una pasión que antes nunca sintiera. Anhelaba ceder a su dictado, se debatía contra el raciocinio que le aconsejaba desoír la apremiante llamada. Tras una encarnizada lucha, venció la mente.
«Acabaría por destruirme a mí mismo —comprendió— y, en lugar de favorecer mis designios, los entorpecería. Crysania es una criatura virginal, pura de cuerpo y de alma. En esa pureza radica su fuerza, la necesito moldeada pero intacta».
Una vez tomada tan firme resolución, habituado a ejercer un perfecto dominio sobre su naturaleza humana a través del cerebro, el joven mago se relajó y acomodó en la butaca, dejando que el agotamiento se adueñara de él, lo acunara. El fuego se redujo a rescoldos, sus ojos se cerraron para inducirlo al descanso que renovaría sus energías.
Pero, antes de abandonarse al sueño, sentado aún en el sillón, vislumbró una solitaria lágrima que brillaba a la luz de la luna con una vivacidad nada halagüeña.
La Noche de los Hados seguía su curso en el interior del Templo. Un acólito fue despertado en lo más profundo de su reposo con la orden de presentarse ante Quarath, al que halló en su dormitorio.
—¿Me has mandado llamar, señor? —preguntó al clérigo elfo sin poder reprimir un bostezo. Tenía un aspecto desaliñado ya que, inevitablemente, se había puesto la túnica al revés en su prisa para atender al requerimiento de su superior en una hora tan intempestiva.
—¿Qué significa este informe? —inquirió Quarath, a la vez que señalaba un pergamino depositado en su escribanía.
El acólito se inclinó hacia adelante para leerlo, frotándose los embotados ojos a fin de extraer alguna coherencia de su contenido.
—Sólo lo que dice, señor —anunció al cabo de unos segundos.
—¿Que Fistandantilus no es el responsable de la muerte de mi esclavo? —se asombró el eclesiástico—. Me cuesta creerlo.
—Es del todo cierto, puedes interrogar tú mismo al enano —repuso el somnoliento joven—. Confesó, después de ser persuadido con una suma substancial de monedas de plata, que había alquilado sus servicios la persona que aquí se menciona, porque deseaba vengarse de la Iglesia. Al parecer, esta institución ha requisado sus propiedades en los aledaños de la ciudad.
—¡Conozco bien la causa de su inquina! —exclamó Quarath—. Y matar a mi esclavo es una acción muy propia de Onygion, insidioso y cobarde. No se atreve a encararse conmigo.
Se hizo el silencio hasta que, transcurridos unos minutos, el elfo inquirió, al mismo tiempo que clavaba en el acólito una aviesa mirada:
—¿Por qué fue ese gladiador y no otro quien cumplió el encargo?
—El enano me aseguró que se debía a un negocio secreto entre Fistandantilus y él. El primer «trabajo» de esta índole que surgiera había de ser encomendado a Caramon.
—Eso no figura en el manuscrito —comentó Quarath sin desviar los ojos de su interlocutor.
—No —admitió éste, ruborizándose—. No me gusta la idea de referirme por escrito al mago. Podría leer su nombre, y temo su reacción.
—No te reprocho que tomes ciertas precauciones —contestó el eclesiástico—. De acuerdo, me doy por satisfecho. Puedes retirarte.
El acólito hizo una callada reverencia y volvió, aliviado, al lecho.
Quarath no imitó a su subordinado sino que pasó varias horas en su estudio, concentrado en examinar el informe.
—Pronto seré más asustadizo que el Príncipe de los Sacerdotes, quien ve sombras donde no las hay —susurró tras un largo rato de exhaustivas meditaciones—. Si Fistandantilus quisiera acabar conmigo le bastaría con chasquear los dedos, debería haber comprendido que éste no es su estilo. De todas maneras, en la sala de audiencias no se ha separado de la sacerdotisa —agregó en un mar de dudas—. ¿Con qué intenciones? Acaso tan sólo con las que cabe imaginar —se tranquilizó—, no deja de ser un humano y, esta vez, el cuerpo del que se ha investido es más vital que los que suele arrastrar.
El elfo esbozó una sonrisa mientras ordenaba la escribanía y archivaba el pergamino, con su acostumbrado esmero. «Se acercan las Fiestas de Invierno —recapacitó—, apartaré de mi mente el asunto hasta que hayan concluido las celebraciones. Además, no está lejos el día en que el Príncipe invocará a los dioses para que extirpen el Mal de la faz de Krynn y, cuando eso suceda, tanto Fistandantilus como sus seguidores tendrán que refugiarse en las tinieblas que los engendraron». Bostezó y se desperezó, no sin antes resolver que se ocuparía de Onygion con toda celeridad.
La Noche de los Hados había llegado casi a su término. Los albores matutinos despuntaban en el horizonte mientras Caramon, tumbado en su alcoba, contemplaba su línea grisácea. Mañana participaría en otra sesión de los Juegos, los primeros desde el accidente.
La vida no había sido grata para el gladiador en los últimos días. Nada cambió en apariencia, los otros luchadores eran veteranos que conocían a fondo los entresijos del espectáculo, su auténtico significado.
—No es un mal sistema —le aseguró Pheragas, encogiéndose de hombros, la mañana siguiente a la intrusión de Caramon en el Templo—. Es mejor que matar a millares de hombres en el campo de batalla. Aquí, si un noble sufre la afrenta de otro soluciona su feudo en privado y, de este modo, todos quedan satisfechos.
—Salvo el inocente que sucumbe a una causa que ni le interesa ni comprende —objetó el guerrero enfurecido.
—No seas pueril —lo reprendió Kiiri, que bruñía con ahínco una daga falsa—. Tu mismo actuaste en un tiempo como mercenario, y no creo que te preocupasen mucho los objetivos que defendías. ¿Acaso no te vendías al mejor postor, al que más pagaba? ¿Habrías luchado por otros motivos?
—Por supuesto que sí —protestó Caramon—. A decir verdad, siempre guerreaba al lado de quienes merecían mi aprobación, no por dinero. Elegía mi bando escrupulosamente, nunca ayudé a un litigante sin creer en la bondad de sus propósitos. Aunque me ofrecieran soldadas importantes las rechazaba de no estar convencido, y mi hermano pensaba como yo. Juntos… —enmudeció, con un nudo en la garganta.
—Además —prosiguió la nereida ignorando su vehemente discurso—, estos contratiempos confieren a los Juegos un elemento de tensión nada desdeñable. A partir de ahora te batirás mejor.
El hombretón rememoraba esta charla en la media luz del amanecer y trataba de extraer conclusiones con su mente metódica, lenta. Quizá Pheragas y Kiiri tenían razón, quizá se comportaba como el niño que llora cuando su juguete preferido, el más bonito, le produce un corte doloroso. Pero, tras enfocar los argumentos de sus amigos desde mil puntos de vista, decidió que ambos se equivocaban. Todo hombre ostentaba el derecho de escoger su forma de vida, su manera de morir. Sin el libre albedrío la existencia carecía de sentido, nadie podía determinar el destino de otro.
En esta hora ambigua, indefinida, un peso aplastante cayó sobre los hombros de Caramon, quien se incorporó y, apoyado en el codo, escudriñó la estancia sin apenas distinguir el entorno. Si estaba en lo cierto, si cualquier criatura debía tener su oportunidad, ¿por qué se obstinaba en recuperar a su hermano? Raistlin había preferido adentrarse en las sendas del Mal en lugar de seguir las de la luz, y él se reservaba la prerrogativa de alejarlo de su camino. ¿No era esto obrar en contra de sus propios principios?