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Sus pensamientos se remontaron a la época que evocara, sin proponérselo, mientras hablaba con Kiiri y Pheragas, aquellos días anteriores a la Prueba que fueron los más felices de su vida.

Recordó, en efecto, sus tiempos de mercenario en compañía de su gemelo. Se complementaban a la perfección y siempre fueron bien acogidos por los nobles pues, aunque los guerreros abundaban como las hojas en los árboles, encontrar magos dispuestos a colaborar en la pugna era ya otro cantar. Al principio muchos aristócratas desconfiaban del aspecto frágil, quebradizo de Raistlin, pero pronto les ganaba su valor y, naturalmente, su destreza. La pareja de hermanos recibía lucrativos encargos, estaba muy solicitada entre los señores solariegos.

Sin embargo, no se dejaban impresionar por las cuantiosas ofertas. Como el guerrero le dijera a Kiiri, sólo emprendían empeños dignos de su respeto. «Gracias a Raistlin —recapacitó el guerrero nostálgico—. Yo habría combatido para cualquiera que me lo hubiese propuesto; la causa, como insinuó la gladiadora, poco me importaba. Era él quien insistía en que debía ser justa, rechazó más de un trabajo por considerar que entrañaba ayudar a un ser más fuerte a aumentar su poder y, así, devorar a otros menos afortunados».

«¡Y pensar que mi hermano hace ahora lo que tanto condenaba! —exclamó el hombretón sin alzar la voz, fija la mirada en el techo—. ¿O quizá no? Los magos afirman que crece a expensas de los más débiles, pero no puedo fiarme de ellos. Par-Salian incluso admitió que fue él quien le lanzó al abismo y, por otra parte, Raistlin ha desembarazado al mundo del abominable Fistandantilus, una acción que todos han de calificar de beneficiosa. La otra noche, en el Templo, él mismo me prometió que nada tuvo que ver con la muerte del bárbaro, de modo que no ha cometido ninguna felonía. ¿Es censurable que se perfeccione en su dotes arcanas? Acaso lo hemos juzgado mal, no tengo derecho a imponerle una manera de proceder sólo porque a mí me parece la correcta».

Suspiró y, cerrando los ojos con el ánimo indeciso, preguntándose qué debía hacer, no tardó en quedar dormido. Su atormentada mente se colmó de los añorados aromas de los pastelillos de Tika, en un sueño inquieto pero reparador.

El sol iluminó el cielo, la Noche de los Hados había terminado. Tasslehoff se irguió en su camastro y decidió que él, personalmente, impediría el Cataclismo.

12

El incorregible Tas

—¡Alterar el tiempo! —vociferó Tas con su proverbial entusiasmo, encaramándose a la tapia del jardín y saltando en medio de un macizo de flores, uno de los muchos que embellecían el sagrado recinto del Templo.

Había en el vergel varios clérigos que, en pequeños grupos, comentaban la algazara que presidiría las próximas Fiestas de Invierno. Remiso a interrumpir sus conversaciones, el kender obró de acuerdo con los cánones de la más estricta cortesía: se estiró entre las flores hasta que los paseantes se hubieron alejado, pese a que al hacerlo, empolvó sus vistosos calzones azules.

Se le antojó agradable tumbarse junto a las rosas rojas, llamadas Hiemis por ser éste el término que designaba la estación invernal, única en la que crecían. La temperatura era cálida, demasiado al decir de los habitantes de Istar. Tasslehoff sonrió socarrón, mientras recapacitaba que los humanos no sabían lo que querían. Si hiciera frío, como correspondía a esta época del año, también se lamentarían. Normal o no, la brisa tibia resultaba deliciosa. Quizá se hacía un poco difícil respirar a causa de la humedad, pero en la vida no se puede tener todo.

Escuchó interesado a los clérigos que por allí pasaban y resolvió que las Fiestas debían de ser tan espléndidas, que consideraría la posibilidad de asistir. Aquella misma noche se celebraría la inaugural, si bien terminaría temprano ya que todos necesitarían dormir, prepararse para los grandes acontecimientos que se iniciarían al alba del día siguiente y se prolongarían durante algunos días. Era ésta la última manifestación de júbilo popular antes de que se instalaran los hielos y los crudos vientos invernales.

«Quizás acuda al acto de hoy», pensó. Había imaginado que una conmemoración organizada en el Templo había de ser solemne, magna pero, también, tediosa, al menos desde su perspectiva de kender. Pero tal como la describían los sacerdotes parecía prometedora.

Caramon lucharía al día siguiente, siendo los Juegos una de las actividades cumbre de la temporada. La lid determinaría qué grupos habían de enfrentarse en la ronda final, la última antes de que los rigores atmosféricos forzasen la clausura del circo hasta la primavera. Los vencedores de este postrer enfrentamiento obtendrían la libertad, si bien se había prefijado quiénes serían —los gladiadores que apoyaban al guerrero— y tal noticia había sumido a Caramon en una honda depresión.

Tas meneó la cabeza y se dijo que nunca comprendería a su amigo. Le sorprendía toda aquella cháchara sobre el honor cuando, en realidad, sólo se trataba de un juego. En cualquier caso, el estado del hombretón le facilitaba las cosas. No había de serle difícil escabullirse y disfrutar con plenitud.

Pero no, no podía hacerlo. Tenía un asunto grave que atender, impedir el Cataclismo era más importante que un par de fiestas. Debía sacrificar su propia diversión a tan elevada causa.

Sintiéndose recto y noble, aunque quizás un poco aburrido, el kender espió a los clérigos irritado, deseoso de que se esfumaran sin tardanza. Al fin su deambular los llevó al interior del edificio, y el jardín quedó vacío. Tras exhalar un suspiro de alivio Tas se incorporó, recompuso su empolvado atuendo, arrancó una rosa para engalanar su copete de acuerdo con la estación y, presto, se encaminó hacia el Templo.

También el recinto estaba decorado en armonía con las festividades que se avecinaban. La belleza, el esplendor de sus estancias, dejaron a Tas sin resuello. Contempló su entorno embelesado, maravillado frente a los centenares de rosas Hiemis que, criadas en los vergeles de todo Krynn, habían sido transportadas hasta el Templo al efecto de que, con su dulce fragancia, impregnaran los corredores. Las coronas y guirnaldas de arbustos de flor perenne aportaban al conjunto su aroma especiado, silvestre, reverberando la luz solar en sus hojas puntiagudas o de sierra, enlazadas mediante cintas de terciopelo encarnado y plumas de cisne. En casi todas las mesas había cestas de frutos raros, exóticos, obsequios llegados de los confines de Ansalon para disfrute de los moradores del santuario, uniéndose a su colorido las innumerables fuentes de pasteles y golosinas. Tas no pudo por menos que pensar en Caramon y se apresuró a atiborrar sus bolsas, seguro de que aquellos manjares harían las delicias de su compañero. Nunca lo había visto entristecido ante una torta de almendra cubierta de azúcar lustre.

El kender recorrió las salas exultante de júbilo, tanto que a cada instante olvidaba el motivo de su venida y tenía que recordarse a sí mismo su trascendental misión. Nadie reparaba en él, los clérigos estaban demasiado ocupados en discutir sobre las celebraciones, los espinosos asuntos de gobierno o ambas cuestiones. Pocos fueron los que se volvieron a fin de examinar al intruso y, cuando un guardián le lanzaba una mirada severa, Tas se limitaba a sonreirle, saludar y seguir su camino. Constató así la veracidad de un antiguo proverbio de su raza: «No cambies de color para mimetizarte con los muros, finge pertenecer al ambiente y serán ellos los que se adaptarán a ti».

Después de doblar incontables recodos, de hacer varias pausas con el propósito de investigar objetos interesantes —algunos de los cuales fueron a parar al fondo de sus saquillos—, Tasslehoff se introdujo en el único corredor que no estaba adornado, que no atestaban alegres criaturas ajetreadas en los preparativos de las celebraciones, que permanecía aislado de la algazara. Ni siquiera resonaban en sus paredes las voces de los coros que ensayaban los himnos especiales de la ocasión, y sus cortinas se hallaban corridas para obstruir la radiante luz solar. Era frío, oscuro, amenazador, más aun de lo habitual por el contraste que ofrecía con el resto del Templo.