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—¿De qué ingenio hablas? —preguntó Raistlin, con un extraño tono que provocó un escalofrío en la espina dorsal de Tas y el sobresalto de Crysania—. ¿Qué aspecto tiene, cómo funciona?

—Lo ignoro —admitió, desolada, la sacerdotisa.

—Yo puedo informarte —ofreció Tasslehoff, abandonando su escondrijo—. Disculpadme, no era mi intención asustaros. Por cierto, felices Fiestas de Invierno a ambos —les deseó para mitigar la tensión y extendió la mano, que nadie apretó.

Tanto Raistlin como Crysania lo escrutaron con la expresión que uno adoptaría al hallar una araña viva en su ropa. Sin impresionarse por sus rostros desencajados el kender reanudó su plática, embutida la desdeñada mano en el bolsillo.

—Ese objeto que tanto te interesa es algo espléndido, muy curioso —comenzó a divagar pero, al ver que el nigromante encogía los ojos de una manera poco halagüeña, procedió a describirlo sin más preámbulos—. Verás, cuando está desdoblado se asemeja a un cetro, coronado por una bola repleta de incrustaciones de joyas. Tiene el tamaño de un brazo, tal es su envergadura —añadió, separando sus miembros para dar una idea más exacta—. Pero Par-Salian invocó un hechizo…

—Y se cerró sobre sí mismo hasta reducirse a las dimensiones de un huevo —colaboró Raistlin.

—¡Exacto! —se entusiasmó Tas—. ¿Cómo lo sabes?

—He tenido ocasión de ver ese artefacto —contestó el mago, ribeteada de nuevo su voz de un singular sonido, un temblor que delataba ¿miedo? ¿nerviosismo? El kender no atinó a distinguirlo.

—¿Qué es lo que te inquieta? —inquirió Crysania, que también se había apercibido de su enigmático timbre.

Raistlin no reaccionó, su semblante se había convertido en una máscara impenetrable.

—No debo precipitarme, estudiaré el asunto a fondo antes de darte más explicaciones —siseó al fin—. Y tú, ¿qué hacías detrás de la puerta? —interrogó a Tasslehoff con sus fulgurantes iris clavados en el hombrecillo—. ¿Te trae algún encargo, o simplemente te dedicas a escuchar las conversaciones ajenas?

—¡Por supuesto que no! —se rebeló Tas ofendido—. He de hablar contigo, si la sacerdotisa ha terminado, claro —rectificó al observar la indignación de la dama.

—¿Nos veremos mañana? —insinuó ésta, dirigiéndose al mago y asumiendo frente al kender la altivez que la caracterizaba.

—No lo creo —negó Raistlin—. No asistiré a la gran fiesta.

—Yo tampoco pensaba ir —balbuceó Crysania.

—Cuentan con tu presencia —la reprendió el hechicero—. Además, he descuidado mis deberes demasiado tiempo para disfrutar del placer de tu compañía.

—Comprendo —se resignó la mujer. Se mostró distante, indiferente, pero Tas adivinó la frustración que se ocultaba tras esta actitud—. Buenos días, caballeros —se despidió al constatar que Raistlin guardaba silencio, firme en su rechazo.

Inclinando la cabeza en una leve reverencia, Crysania dio media vuelta y se alejó por el sombrío corredor. Sus ropajes blancos, en su sutil revoloteo, parecían absorber la escasa luz para llevarla consigo.

—Saludaré a Caramon de tu parte —vociferó Tas antes de que se desvaneciera tras el recodo, si bien ella no se dignó mirarle—. Me temo que el guerrero le causó una pésima impresión —añadió con los ojos puestos en Raistlin—, aunque no es de extrañar, pues, cuando se conocieron, tu hermano estaba dominado por el aguardiente enanil.

—¿Has venido para hacer una apología de ese grandullón? —indagó Raistlin en un nuevo acceso de tos—. Porque si es así, tendré que rogarte que partas sin demora.

—¡Oh, no! —se apresuró a desmentir el kender—. Estoy aquí con el único propósito de impedir el Cataclismo.

Por primera vez en toda su existencia, el hombrecillo pudo vanagloriarse de dejar perplejo al inperturbable mago. Sin embargo, no duró mucho su satisfacción. La faz de su oponente palideció, los espejos de sus pupilas se diluyeron como invitando al espantado kender a penetrar las ominosas, ardientes profundidades que salvaguardaban. Sus manos, tan fuertes como las garras de un depredador, se hundieron en su carne dolorosamente y, al cabo de unos segundos, Tasslehoff se encontró en el interior del dormitorio. Cerróse la puerta con estrépito y, sin contemplaciones, Raistlin lo imprecó.

—¿Cómo se te ha ocurrido semejante idea? ¿Quién te la ha dado?

Tas retrocedió unos pasos y examinó la estancia angustiado, obediente a un sabio instinto que le aconsejaba buscar un lugar donde ocultarse.

—Fuiste tú —balbuceó— o, para ser más exactos, algo que dijiste sobre las alternativas que ofrecía mi viaje en el tiempo. La otra noche comentaste que este hecho podía cambiar el curso de la Historia, y evitar la catástrofe se me antojó un buen comienzo.

—¿Cuáles son tus planes? —siguió interrogando el nigromante, tan encendida su persona que el kender sudaba con sólo ojearla.

—Antes de entrar en acción deseaba consultarte y, si tú estabas de acuerdo —el kender confiaba en que Raistlin fuera sensible al halago—, estudiaría la manera de persuadir al Príncipe de los Sacerdotes del error que se dispone a cometer, un error de extrema gravedad por sus funestas consecuencias. Una vez oiga mis reflexiones se abstendrá de proferir demandas ante los dioses.

—Estoy seguro de ello —aseveró el hechicero frío, controlado, pese a que el hombrecillo creyó detectar un incomprensible alivio en su tono—. En principio apruebo tu proyecto, pero ¿y si rehusa escucharte, si no permite que expongas tus argumentos?

—No había pensado en esa posibilidad —confesó el kender cabizbajo. Emitió un suspiro, y propuso—: Será mejor que regresemos a casa.

—Existe otra opción —susurró Raistlin, sentándose en su butaca y escudriñando a su interlocutor con aquella mirada turbulenta, ambigua—. Hay un método infalible para alterar los acontecimientos, un método que puedo garantizar.

—¿De verdad? —se asombró Tas, renacido su entusiasmo—. ¿De qué se trata?

—De utilizar oportunamente el ingenio mágico —le reveló el nigromante con las manos extendidas—. Encierra facultades, poderes mucho más vastos que los que Par-Salian describió a mi estúpido hermano. Actívalo el día del Cataclismo y destruirá la montaña ígnea lejos del mundo, donde su estallido no pueda dañar a nadie.

—¡Sería estupendo! —exclamó el kender sin resuello, mas la duda vino a ensombrecer su alegría—. ¿Y si te equivocas y, al manipularlo, no surte efecto? —preguntó.

—Nada pierdes con intentarlo —declaró Raistlin—. Si, por algún motivo, no funciona como es de prever, cosa poco probable ya que fue concebido por magos de la más alta estirpe…

—¿Al igual que los Orbes de los Dragones?

—Sí —respondió el nigromante, irritado por esta interrupción—. En el caso de que no responda a mis esperanzas, siempre puedes usarlo para escapar en el último momento —concluyó, sonriendo frente a la ingenuidad del hombrecillo.

—Con Caramon y Crysania —apostilló éste.

Raistlin permaneció mudo, pero Tas estaba demasiado exaltado para advertirlo.

—¿Qué ocurrirá si Caramon decide abandonar Istar antes de la fecha clave? —apuntó el kender, movido por un súbito temor.

—No lo hará —lo tranquilizó el enigmático humano—. Deja ese asunto en mis manos —añadió al verle presto a protestar.

Hubo una larga pausa, en la que Tasslehoff se concentró en hondas meditaciones. Al rato, con el ceño fruncido, manifestó sus resquemores.

—El guerrero nunca me confiará ese artilugio, fiel a la promesa que hizo a Par-Salian de protegerlo con su vida. Lo somete a una estrecha vigilancia y, cuando debe ausentarse, lo guarda bajo llave en un baúl. Si le cuento para qué lo quiero no me creerá, no consentirá en desprenderse de algo tan sagrado.