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—En efecto —asintió Caramon desazonado.

No podía por menos que repetirse que el Cataclismo sobrevendría dentro de trece días. Trece días más y sus dos amigos, tan entrañables como lo fueran Sturm y Tanis, perecerían. En cuanto a los restantes moradores de Istar, poco le importaban. A juzgar por las apariencias eran criaturas egoístas, a las que sólo movía el placer y el dinero —únicamente los niños le inspiraban un sentimiento de pesar—, pero sus dos compañeros… Tenía que hallar la manera de prevenirlos, si abandonaban la ciudad quizá se salvarían.

Absorto en sus meditaciones, apenas prestó atención a la lucha que se desarrollaba en la arena. La libraban el Minotauro Rojo, así apodado porque la pelambre que cubría su faz animal estaba teñida de unas conspicuas matizaciones encarnadas, y un joven gladiador, nuevo en los Juegos, que se había incorporado al circo hacía una semana. Caramon presenció su adiestramiento con la benevolencia que confiere la superioridad, y esbozó una sonrisa al evocar sus torpezas.

De pronto, notó que Pheragas, de pie a su lado, se ponía rígido. Volviendo a la realidad, inquirió:

—¿Qué sucede?

—Fíjate en ese tridente —lo instó el esclavo negro—. ¿Has visto alguno similar entre los pertrechos falsos?

El guerrero examinó minuciosamente el arma del Minotauro Rojo, encogiendo los ojos bajo el sol que, ardiente, refulgía en el pervertido cielo. Meneó la cabeza despacio, corroído por una creciente cólera. El joven estaba apabullado ante las certeras embestidas de su adversario, que se había debatido en la arena durante meses y, a decir verdad, debía rivalizar con el grupo de Caramon en el combate decisivo. La única razón de que el aprendiz resistiera tanto tiempo sus embates era que el minotauro, actor por naturaleza, lo azuzaba sin ensañarse, deseoso de arrancar carcajadas de la audiencia mediante sus teatrales aspavientos.

—Es un tridente auténtico, Arack se propone derramar la sangre del novicio —murmuró el hombretón—. Mira, no me he equivocado —añadió, señalando tres arañazos que en aquel instante aparecieron en el pecho del muchacho.

Pheragas nada contestó. Consultó con la mirada a Kiiri, quien se encogió de hombros.

—¿A qué vienen esos mudos intercambios? —vociferó Caramon a fin de imponerse a la algazara.

El Minotauro Rojo acababa de proclamarse vencedor, al hacer la zancadilla a su contrincante e inmovilizarle en el suelo de la plataforma antes de, limpiamente, encajonar su cuello entre las asaetadas puntas de su arma.

El neófito se levantó a trompicones aparentando vergüenza, ira y humillación tal como le habían enseñado.

Incluso cerró un puño pretendidamente amenazador frente al ganador, mas al pasar junto a Caramon y su equipo en lugar de sonreirles, de compartir con ellos la broma secreta que todos hacían al público, exhibió una visible angustia y se adentró en los subterráneos sin dirigirles la palabra. Caramon se percató de la lividez de su semblante, de las gotas de sudor que empapaban su frente. Retorcido el rostro de dolor, el joven extendió su palma sobre las heridas del torso antes de desaparecer.

—Pertenece a Onygion —susurró Pheragas al oído del guerrero, a la vez que posaba la mano en su brazo—. Considérate afortunado, amigo, descarta tus preocupaciones.

—¿Cómo? —preguntó el aludido boquiabierto.

En aquel preciso momento resonó en el túnel un alarido, sucedido por un baque sordo. Dando media vuelta, Caramon vio que el muchacho se desplomaba sobre el suelo y, convertido en un amasijo de carne, agonizaba en medio de un sufrimiento indescriptible. Cuando se disponía a correr en su auxilio, Kiiri lo refrenó.

—No —le ordenó, sujetándolo—. El minotauro abandona la arena, es nuestro turno.

En efecto, el triunfante individuo dio la alternativa al trío, si bien al cruzarse con ellos ni siquiera se dignó mirarles, como solían hacer los miembros de su raza frente a las criaturas que juzgaban indignas de su estima. Se alejó por el pasillo y, al llegar donde yacía el moribundo, lo rodeó, indiferente a sus estertores. Arack jalonó el corredor en dirección hacia el derrotado, seguido por su inseparable Raag, a quien indicó con un gesto que retirase aquel cuerpo casi exánime.

Caramon aún titubeaba, pero Kiiri hundió las uñas en su carne y lo arrastró hacia la luz.

—La venganza por la muerte del bárbaro ha sido perpetrada —murmuró la nereida entre dientes—. Tu dueño nada tuvo que ver con este feudo. Fue Onygion el provocador, y ahora Quarath le ha ajustado las cuentas. Están en paz.

La muchedumbre estalló en vítores, olvidados sus temores al irrumpir en escena sus héroes. Pero el hombretón no oyó las aclamaciones, su mente discurría por otros derroteros. ¡Raistlin le había dicho la verdad, no estaba involucrado en el asesinato del bárbaro! Había sido una coincidencia o una de las abyectas jugarretas del enano, de aquel ser que jamás renunciaba a poner de manifiesto la vileza de su espíritu. Una oleada de júbilo inundó las entrañas del gladiador.

¡Podía regresar a casa! Al fin lo comprendía, era tal como su hermano había tratado de explicárselo en incontables ocasiones. Sus sendas eran diferentes, cada uno tenía derecho a recorrer la que él mismo había elegido. Todos sin excepción, Crysania, los magos y él mismo, habían incurrido en un grave error al anticiparse a las intenciones del nigromante. Debía volver a su tiempo y comunicárselo a Par-Salian. Raistlin no iba a perjudicar a nadie, no constituía una amenaza, lo único que quería era profundizar en sus estudios.

Situándose en el centro de la plataforma, el corpulento humano respondió a las fervorosas ovaciones del gentío. Incluso gozó en la lucha, fraudulenta por supuesto, ya que se había organizado de tal manera que ganase su equipo y, así, pudiera enfrentarse al Minotauro Rojo en la batalla cumbre que tendría lugar el día del Cataclismo.

A Caramon, no obstante, poco le importaba la concurrencia de ambos eventos. Para entonces se encontraría de nuevo en su hogar, junto a Tika. Avisaría antes a sus dos amigos, urgiéndoles a abandonar la malhadada ciudad y, tras disculparse ante su hermano y declararle su comprensión, se llevaría a Crysania y Tasslehoff a su tiempo. Partiría al día siguiente o, tal vez, unas horas más tarde.

Fue en el momento en que el guerrero y su grupo recibían el homenaje del público, después de concluir su bien representado acto, cuando el ciclón se abatió sobre el Templo de Istar.

El verdoso cielo se había oscurecido hasta asumir el color del agua estancada, heraldo inconfundible de una tragedia. De pronto, aparecieron unas nubes arremolinadas, que se deslizaron desde las vacuas alturas para envolver en sus sinuosas volutas las siete torres del santuario y, una vez aprisionadas, arrancarlas de sus cimientos. Alzando las moles en el aire, el ciclón rompió el mármol en fragmentos y lo arrojó, como una lluvia de granizo, sobre las calles.

Nadie sufrió heridas graves, aunque los aserrados proyectiles abrieron cortes en la carne de quienes no tuvieron tiempo de cobijarse. La parte del Templo que quedó destruida se utilizaba como zona de estudio de los eclesiásticos y, por consiguiente, se hallaba vacía en las jornadas festivas. No hubo que lamentar la pérdida de vidas, pero los moradores del sagrado recinto y de la urbe entera fueron víctimas del pánico.

Temerosos de que surgieran de la nada otros ciclones sobrenaturales, los espectadores del circo huyeron de las gradas y atestaron las avenidas en un esfuerzo desordenado de recluirse en sus casas. En el interior del Templo enmudeció la voz musical del Príncipe de los Sacerdotes, languideció su luminosa aureola y, tras inspeccionar los daños, el sumo mandatario y sus ministros —los Hijos Venerables de Paladine— descendieron a una cripta para discutir el fenómeno. Los otros presentes en la celebración se afanaron en organizar el caos reinante, ya que la ventolera había volcado muebles, desprendido pinturas de los muros y levantado nubes de polvo en todas las dependencias.