—Mañana —dijo, en el instante en que la dama alcanzaba la puerta—. Mañana…
15
El desengaño de Caramon
Se necesitó toda la fuerza de Caramon, unida a la de dos de los guardianes del Templo, para que se abriera el portalón del recinto y el guerrero pudiera salir. La ventolera lo azotó inclemente, arrastrándolo hacia el muro y mateniéndolo inmovilizado contra la piedra como si no fuera más fornido que el pequeño Tas. Hubo de librar el hombretón una ardua batalla hasta que al fin venció al huracán y éste, consciente de su energía, le permitió bajar la escalinata sin incidentes.
La furia de la tempestad pareció mitigarse mientras avanzaba entre los altos edificios de la ciudad, pero no le resultó fácil llegar a su destino. El agua formaba torrentes de varios centímetros, fluyendo en remolinos que aferraban sus piernas y amenazaban con hacerle perder el equilibrio. Los relámpagos lo cegaban, los truenos retumbaban en sus indefensos tímpanos.
Ni que decir tiene que se tropezó en su marcha con escasos viandantes. En Istar todos se refugiaban en sus casas, desde donde imprecaban a los dioses o mendigaban su misericordia. Algún viajero ocasional circulaba por las avenidas, celoso cumplidor de un deber inexcusable, y tenía que asirse a las paredes de las construcciones o agazaparse unos minutos en los portales para no ser abatido por los elementos.
Pero Caramon no se detuvo, ansioso como estaba por regresar a la arena. La esperanza inundaba su corazón, su ánimo, a pesar de la tormenta. O quizás era ésta la que lo alentaba. Ahora Kiiri y Pheragas lo escucharían, en lugar de dirigirle extrañas y frías miradas, cuando tratara de persuadirlos de que debían huir de Istar.
—No puedo revelaros cómo lo sé, pero no he de equivocarme —solía declarar—. Se avecina una terrible calamidad, la olfateo en el aire.
—¿Y perdernos la última confrontación? —replicaba, invariablemente Kiiri.
—¡No se celebrará con un tiempo tan endiablado! —insistía Caramon.
—Estas turbonadas intensas nunca duran muchos días —intervenía entonces el esclavo negro—. Se calmará, y volverá a lucir el sol. Además, ¿qué harías sin nosotros en la arena?
—Lucharé solo si es preciso —contestaba el guerrero, mintiendo sin reparo. Para cuando se organizara el fausto acontecimiento se hallaría de nuevo en casa, junto a Tas, Crysania y, tal vez…
—Si es preciso —repetía la nereida en un tono singular, abrupto, mientras intercambiaba miradas con Pheragas—. Te agradezco que pienses en nosotros —decía, puestos los ojos en la argolla de Caramon, una argolla idéntica a la suya— pero no obedeceremos. Nuestras vidas se convertirían en una pesadilla, seríamos dos prófugos. ¿Cuántos días podríamos permanecer ocultos?
—Eso no importará después de…
El gladiador enmudecía en ese punto, y meneaba la cabeza entristecido. ¿Qué podía explicarles? ¿Cómo les haría entrar en razón? No le daban la oportunidad de argumentar, ambos se alejaban recelosos, dejándole solo en el comedor.
Ahora sería distinto. No desdeñarían sus advertencias, sin duda se habían percatado de que aquélla no era una tempestad corriente. ¿Tendrían tiempo de ponerse a salvo? El guerrero frunció el ceño y deseó, por primera vez en su vida, haber prestado mayor atención a los libros. Ignoraba el radio de alcance, la magnitud de los poderes devastadores de la montaña ígnea al precipitarse. Quizá ya era tarde para sustraerse a sus efectos.
«He hecho cuanto estaba en mi mano», recapacitó, compungido, en el momento en que vadeaba un riachuelo impetuoso. Resolvió desechar de su mente toda elucubración relativa a sus sentenciados amigos, y concentrarse en la grata perspectiva de abandonar la urbe. Pronto su estancia en Istar se le antojaría un mal sueño.
Regresaría junto a Tika, quizá Raistlin aceptaría vivir con ellos. «Terminaré la nueva casa», se prometió a sí mismo, lamentando los meses perdidos. Una escena se dibujó en su interior, se vio sentado ante la chimenea de su acogedor hogar con la cabeza de su esposa apoyada en el regazo. Le relataría sus aventuras y su hermano pasaría la velada a su lado aunque, por supuesto, dedicado al estudio, a la lectura. Su túnica, en tan halagüeño futuro, sería blanca.
«Tika no creerá una sola palabra —murmuró—, pero ese detalle carece de importancia. El hombre que un día amó estará de nuevo en casa y, esta vez, no la dejará bajo ningún pretexto». —Suspiró, sintiendo cómo los pelirrojos rizos de la muchacha se enmarañaban entre sus dedos, brillantes a la luz de las llamas.
Tales pensamientos lo animaron en su camino. Llegó a la tapia y se introdujo por la resquebrajadura que utilizaban los gladiadores en sus escapadas nocturnas. No había nadie en el estadio, se habían suspendido las sesiones de adiestramiento y los luchadores se apiñaban en el subterráneo, maldiciendo el absurdo clima y haciendo conjeturas sobre los próximos juegos.
El humor de Arack estaba tan alterado como las fuerzas de la naturaleza. No cesaba de contar las monedas de oro que perdería si se veía obligado a cancelar la lucha decisiva, el acontecimiento deportivo del año en Istar, aunque se serenó un poco al recordar que él había augurado buen tiempo. Si alguien podía hacer predicciones, era aquella criatura. De todos modos, contempló el espectáculo de la ventisca y cundió en su alma el desaliento.
Desde su atalaya, una ventana situada en la torre que dominaba las plataformas centrales, vislumbró a Caramon en el instante en que atravesaba la tapia.
—Mira, Raag —susurró a su inseparable.
El ogro oteó el lugar que le indicaba y, tras esbozar un mudo asentimiento, asió su maza en espera de que el enano cerrase sus libros de cuentas. La orden de su señor estaba clara.
Caramon fue presuroso a la alcoba que compartía con el kender, deseoso de referirle su visita al Templo y su conciliábulo con Crysania. Pero, al entrar, constató que la estancia estaba vacía.
—¿Tas? —llamó a su compañero, a la vez que escrutaba los muros para asegurarse de no haber pasado por alto su presencia en las sombras. Un fulminante rayo alumbró los recovecos como no lo habría hecho el mismo sol, y quedó patente que el hombrecillo no se había ocultado en los rincones.
—Tas, sal, no es momento para bromas —insistió el guerrero en actitud imperativa. Pocos días atrás su amigo le había dado un susto de muerte al camuflarse debajo del camastro y saltar sobre él cuando se hallaba de espaldas.
El hombretón encendió una antorcha y, convencido de haber descubierto el escondrijo del kender, se acuclilló a fin de iluminar la parte inferior del jergón. Ni rastro de Tas.
«Espero que a ese insensato no se le haya ocurrido salir con un tiempo tan adverso —murmuró, trocándose su enfado en preocupación—. El viento podría arrastrarlo hasta Solace. Pero no, lo más probable es que me aguarde en el comedor con Kiiri y Pheragas. Recogeré el ingenio e iré en su busca».
Se acercó al baúl de madera donde yacían sus pertenencias, lo abrió y alzó en el aire sus refulgentes vestiduras doradas. Sin poder reprimir una mueca despreciativa, arrojó las piezas en el suelo. «Al menos no tendré que exhibirme con este horrible disfraz. Aunque, por otra parte, sería divertido observar la reacción de Tika si me presento ante ella así ataviado. Se burlaría, pero me encontraría atractivo», pensó añorado.
Tarareando una alegre canción, vació el cofre y forzó la tapa del doble fondo que le había ajustado con ayuda de una de sus dagas falsas.
La tonada murió en sus labios. Nada contenía el espacio secreto.
Sometió entonces a una meticulosa inspección la base del baúl aunque, de haber alguna hendidura, era obvio que un objeto del tamaño de aquel artilugio no podía haberse deslizado por ella. Con un nudo en la garganta, temeroso, se incorporó y comenzó a registrar la alcoba. Aplicó la antorcha a todas las zonas oscuras, una tras otra, iluminó de nuevo el camastro e incluso rasgó la funda de su colchón de paja. De pronto, cuando se disponía a escrutar de igual modo el jergón de Tas, percibió algo que le dejó sin resuello. No sólo se había esfumado el kender, también habían desaparecido sus saquillos y demás enseres.