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Al echar en falta, asimismo, la capa del hombrecillo, se vieron confirmadas sus sospechas. Tasslehoff se había llevado el ingenio mágico.

¿Por qué? Caramon se sentía como si lo hubiera alcanzado un relámpago, tan súbita revelación flageló sus vísceras hasta paralizarlo por completo.

Trató de recapitular. Tas había visto a Raistlin, él mismo se lo había contado, pero en ningún momento mencionó el motivo de aquella visita. ¿Qué le indujo a conferenciar con su hermano, qué propósito lo movió? Recordó que el kender había desviado la conversación hacia otros derroteros al insinuarse este punto.

Gimió desazonado. Curioso por naturaleza, su amigo lo había interrogado acerca del artefacto, pero siempre parecieron satisfacerle sus explicaciones. No intentó tocarlo y él, el guerrero, había cuidado de constatar que el objeto seguía en su lugar pues era éste un hábito necesario cuando se convivía con un miembro de su raza. Quizá fue lo bastante hábil para ocultar su interés y, a la primera oportunidad que se presentó, se lo llevó a Raistlin. En los viejos tiempos solía consultar al nigromante si encontraba algo esotérico que escapaba a su entendimiento.

Consideró también la posibilidad de que su hermano, conocedor de la existencia del ingenio, hubiera embaucado a Tasslehoff para que lo pusiera en sus manos. Una vez en su poder, Raistlin los obligaría a secundarle en sus designios. ¿Había utilizado a Tas, engañado a Crysania? ¿Formaba parte esta estratagema de un plan preconcebido? Al gladiador le daba vueltas la cabeza, no atinaba a pensar ordenadamente.

—¡Tas! —exclamó, de pronto, presto a actuar sin más vacilaciones—. ¡Es primordial que dé con él, que lo detenga antes de que sea tarde!

En un gesto febril, el hombretón se arropó en su empapada capa mas, cuando cruzaba el umbral de su alcoba a la velocidad del huracán, una inmensa sombra le obstruyó el paso.

—Apártate de mi camino, Raag —ordenó al ogro. En su arranque de ansiedad, había olvidado dónde estaba.

El ogro se ocupó de refrescar su memoria cerrándole una gigantesca mano sobre el hombro.

—¿Qué te propones, esclavo? —inquirió.

Caramon intentó desembarazarse de la molesta garra, pero Raag no hizo sino apretarla. Crujieron los huesos del guerrero, que profirió un aullido de dolor.

—No lo lastimes. —Era la voz del enano, surgida de una altura no superior a las rodillas de ambos colosos—. Mañana tiene que pelear y, más importante aun, que vencer.

Raag empujó al prisionero con tanta facilidad como un adulto zarandearía a un niño. Tomado por sorpresa, el gladiador tropezó hacia atrás y cayó de espaldas, estrepitosamente, sobre el pétreo suelo de la celda.

—Por lo visto estás muy ajetreado —dijo Arack con aire casual, a la vez que entraba en la alcoba y se acomodaba en el camastro.

Caramon se incorporó, frotándose el magullado hombro y lanzando una mirada de soslayo al ogro, quien se había plantado en medio de la puerta. El enano, imperturbable, prosiguió.

—Ya has salido antes y, a pesar de esta espantosa turbonada, quieres volver a aventurarte. No puedo permitirlo —añadió—, nunca me lo perdonaría si te acatarraras.

—Sólo me dirigía al comedor para reunirme con Tas —mintió el guerrero, consciente de que su capa lo delataba.

Esbozó una débil sonrisa y se lamió los resecos labios, sin saber a qué atenerse. En aquel instante un nuevo relámpago surcó la bóveda celeste. Su explosión, el ruido seco de un objeto al quebrarse y un repentino olor a madera socarrada terminaron de desestabilizarlo. Preso de un involuntario estremecimiento, optó por callar.

—Olvídalo, el kender se ha ido —declaró Arack tras un corto silencio—. Tengo la impresión de que no piensa volver, ha hecho su hatillo.

—Deja que parta en su busca —solicitó Caramon, tras aclarar su garganta.

La expresión burlona del enano se convirtió en una grotesca mueca que afeó, más aún, su rostro.

—¡El Abismo confunda a ese villano! —vociferó—. Supongo que, con lo que ha robado para mí, he recuperado el dinero que gasté en adquirirlo, así que estamos en paz. Pero tú eres una buena inversión. Tu plan de fuga ha fracasado, esclavo.

—¿Fuga? —repitió el guerrero entre risas forzadas—. Yo no quería fugarme, no comprendes…

—¡No disimules! —se encolerizó el abyecto enano—. ¿Crees que no estoy enterado de tu empeño en alejar del circo a dos de mis mejores gladiadores? Pretendes arruinarme, ¿no es cierto? —El timbre de su voz creció en intensidad hasta transformarse en un alarido, más potente que el bramar del viento—. ¿Quién te ha incitado a traicionarme? —lo hostigó, haciendo gala de toda su energía—. No ha sido tu dueño, de eso estoy seguro. Hace un rato vino a verme, y me previno contra tus mentiras. Vamos, confiesa.

—¿Te refieres a Raist… a Fistandantilus? —balbuceó Caramon.

—Por supuesto —confirmó el hombrecillo—. Me advirtió que intentarías zafarte de mi vigilancia y desaparecer sin dejar huella. Incluso sugirió que te infligiese un castigo digno de tu felonía. Y he decidido hacerle caso: mañana, en el último combate de la temporada, no te enfrentarás con tu equipo a los minotauros, sino que te batirás en solitario contra Kiiri, Pheragas y el Minotauro Rojo. —Inclinó la cabeza hacia el humano para mejor observar el efecto de sus palabras—. Sus armas serán auténticas —concluyó.

El guerrero clavó la vista en Arack, dibujado el estupor en su faz.

—¿Por qué? —preguntó al fin—. ¿Por qué desea matarme?

—¿Matarte? —repuso el enano con un siniestro chasquido—. Nada más lejos de su intención, está convencido de que los derrotarás a todos. «He de someterle a una prueba —me dijo—. No lo tendré como esclavo si no demuestra que es el mejor. Puso de manifiesto su valía en su liza con el bárbaro, pero aquello fue un simple escarceo. Presionémoslo un poco más». Tu dueño es una criatura muy exigente.

Mientras hablaba no cesaba de palmetear, exultante frente a la prometedora jornada, e incluso Raag emitió un sonido inarticulado que se asemejaba a una sonrisa.

—No lucharé —se rebeló Caramon, endurecidos sus rasgos—. Acaba conmigo si ése es tu gusto, pero no lograrás que convierta a mis amigos en adversarios ni, por otra parte, creo que ellos se presten a semejante vileza.

—¡Fistandantilus afirmó que reaccionarías así! —se admiró el enano—. Tu estabas presente, Raag, puedes atestiguarlo. Adivinó hasta las frases que emplearías. ¡Te conoce tan bien como si fuerais parientes! «En el caso de que rehuse intervenir en la contienda, y no dudes que lo hará —apuntó—, serán sus compañeros quienes ocupen su lugar. Pugnarán por el triunfo contra el Minotauro Rojo, aunque sólo este último blandirá pertrechos verdaderos».

El gladiador recordó angustiado la agonía del joven bárbaro, las convulsiones que provocara en su ser el veneno del tridente al extenderse por su sangre.

—Y en cuanto a tu afirmación de que tus amigos se opondrán a agredirte —continuó el enano—, Fistandantilus se encargó de salvar ese escollo. Después del diálogo que mantuvieron, estarán ansiosos por saltar a la arena.

Caramon hundió la cabeza en el pecho. Agitaban su cuerpo incontenibles escalofríos y la náusea contrajo su estómago, abrumado como estaba por la malignidad de su hermano. La negrura, la desesperación, invadieron su ánimo.

«Raistlin nos ha engañado a todos, a Crysania, a Tas y también a mí. Fue él quien dispuso que matara a aquel entrañable luchador, me mintió descaradamente. Y lo mismo ha hecho con la sacerdotisa, no es más capaz de amarla que la luna negra de iluminar el cielo nocturno. Se ha valido de sus sentimientos a fin de materializar los abyectos propósitos que anidan en su alma. ¿Y Tas? ¡Pobre ingenuo!». Cerró los ojos y revivió la expresión de su gemelo cuando descubrió al kender, su comentario sobre la posibilidad de que la venida de éste alterara el tiempo y que su presencia respondiera a un ardid de los magos para detenerlo. Tas representaba una amenaza, un peligro. Ahora abrigaba una total certeza sobre el paradero de su pequeño amigo.