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«Me he metido en un embrollo para nada. No salvaré a mis congéneres del Cataclismo, porque no habrá tal. Dudo que este hombre sea capaz de provocar la cólera de los dioses; yo no le arrojaría ni una tarta, así pues ¿cómo han de desplomar ellos una montaña ígnea?», recapacitó irritado.

Pero, no teniendo otro quehacer que lo reclamase, resolvió quedarse y esperar. Quizás aún se le brindaría la oportunidad de utilizar el ingenio mágico, algo había de suceder. Trató de distinguir a Crysania, ansioso por espiar sus reacciones, mas el halo que rodeaba al Príncipe era tan brillante que ensombrecía toda la estancia.

El mandatario avanzó hacia el altar despacio, oteando nervioso el panorama. Tas temió que atisbara a la sacerdotisa pero, bañado en su propia luz, pasó por alto su oscuro perfil. Al llegar frente al ara no hincó la rodilla, sino que meneó la cabeza disgustado y se mantuvo erguido.

Desde su privilegiado punto de mira, a la izquierda de la cripta, Tas pudo estudiar el desmitificado rostro del eclesiástico mientras, una vez más, aferraba el artilugio arcano. Su excitación fue en aumento al vislumbrar que el terror de los acuosos ojos azules se difuminaba tras una máscara de arrogancia.

—Paladine —bramó, y el kender tuvo la impresión de que conferenciaba con un subordinado—. Paladine, conoces la perversidad que me cerca, has sido testigo de las calamidades que han asolado Krynn en los últimos días. Sabes que esta malignidad va dirigida contra mí, pues soy el único que la combate, y no puedes por menos que admitir que tu doctrina de equilibrio no produce los resultados deseables.

La voz del Príncipe perdió la resonancia del clarín para asumir la delicadeza de una flauta.

—Comprendo que debías respetar estos postulados en los viejos tiempos, cuando la falta de fuerza te obligaba a pactar. Pero hoy me tienes a mí, tu brazo derecho, tu auténtico paladín en el mundo. Con nuestro poder combinado erradicaremos el Mal. ¡Destruye a los ogros, pon a raya a los descarriados humanos, asigna territorios lejanos a los enanos, los kenders y los gnomos, razas que por tu gusto nunca habrías creado!

«¡Esto es insultante! ¡Cuánto me gustaría lanzar un volcán sobre su cabeza!», se rebeló Tasslehoff para sus adentros.

—Reinaré glorioso, seré el artífice de una nueva era que rivalizará con la de los Sueños —propuso el mandatario en un crescendo, extendidos sus brazos—. Le otorgaste tal gracia a Huma, un caballero renegado de humilde cuna. Te pido, te exijo, Paladine, que me prestes tu poder a fin de aniquilar las sombras que se ciernen sobre nuestras tierras.

El Príncipe enmudeció, aguardando respuesta. También el hombrecillo se inmovilizó expectante, cerrados los dedos en torno al ingenio mágico.

Muda, implacable, la contestación impregnó el ambiente. Al sentirla en sus vísceras el kender fue preso de un pavor que nunca antes había experimentado, ni siquiera en la proximidad del Robledal de Shoikan o del caballero Soth. Temblando, desencajado, se arrodilló y bajó la cabeza para, en tan humilde postura, solicitar la misericordia del invisible hacedor. Oyó cómo, al otro lado del cortinaje, alguien coreaba sus incoherentes murmullos y comprendió que Crysania seguía en la cripta y, al igual que él, era consciente de la ira que les acechaba, más violenta que los truenos de la tempestad.

El Príncipe de los Sacerdotes no despegó los labios. Se limitó a alzar la vista hacia un cielo que no podía columbrar a través de los anchos salones, ni a través de los tejados del Templo… un cielo que, en realidad, nunca se ofrecería a su percepción a causa de la engañosa aureola tras la cual se parapetaba.

17

Caramon clama venganza

Una vez hubo decidido su curso de acción, Caramon se abandonó a un profundo sueño y, durante varias horas, lo acunó el tan necesario olvido. Se despertó de un respingo a sentir la proximidad de Raag que, inclinado sobre él, rompía sus cadenas.

—¿Vas a liberarme también de éstas? —preguntó el guerrero, alzando sus atadas muñecas.

El ogro meneó la cabeza en ademán negativo. Aunque no creía que Caramon fuera tan imprudente como para atacar a su secuaz desarmado, Arack había leído el mensaje de locura que destilaran las pupilas del hombretón la pasada noche y no quería correr riesgos.

Lo cierto era que el gladiador había reflexionado sobre la posibilidad de agredir a Raag, al igual que otras alternativas temerarias, pero al fin las rechazó todas. Lo primordial era permanecer vivo, al menos hasta asegurarse de que Raistlin había muerto. Después, ya nada importaría.

Pobre Tika, esperaría un día tras otro, tardaría en aceptar la idea de que su esposo nunca había de regresar a su lado.

—¡Muévete! —gruñó el ogro.

El aludido obedeció, y siguió al brutal individuo por las húmedas escaleras que conducían al rellano superior del subterráneo. Mientras caminaba intentó borrar a Tika de su pensamiento, sabedor de que podía debilitar su determinación. Raistlin tenía que perecer, no podía permitirse vacilaciones ahora que, quizá merced a los relámpagos de la víspera, se había iluminado una parte de su cerebro que yaciera en estado letárgico durante años. Se dibujaba en sus entrañas, con total claridad, la magnitud de la ambición de su hermano, su sed de poder. Había llegado el momento de dejar de buscar excusas a su conducta. Aunque le doliera debía reconocer que incluso Dalamar, el elfo oscuro, conocía al nigromante mejor que él, su gemelo.

El amor lo había cegado y, al parecer, lo mismo le había ocurrido a Crysania. Recordó una frase de Tanis según la cual nada malo brotaba de las obras dictadas por el amor, y él mismo respondió mediante uno de los postulados de Flint: para todo había una primera vez. Una primera y, también, una última.

Ignoraba cómo eliminaría a Raistlin, mas no le preocupaba en absoluto. Una extraña sensación de paz lo dominaba, pensaba con una claridad, una lógica, que lo abrumaban. Sabía que podía hacerlo, que ni siquiera el mago lograría impedirle que ejecutara sus designios pues el hechizo para desplazarse en el tiempo requeriría toda su concentración. Lo único susceptible de detenerle era la muerte. «Por eso, tengo que salvaguardar mi vida», recapacitó.

Se mantuvo inmóvil, sin agitar un músculo ni pronunciar una palabra, mientras Arack y Raag se afanaban en ajustarle la armadura.

—Me inquieta su actitud —murmuró el enano a su servidor durante la compleja operación de vestir al esclavo.

La tranquilidad, la ausencia de emociones que dimanaba del fornido humano inspiraban al suspicaz maestro de ceremonias un desasosiego mayor que si hubiera forcejeado como un animal enfurecido. El único instante en que Arack observó un atisbo de vida en el estoico semblante de Caramon fue cuando ciñó la daga a su cinto. El guerrero le lanzó una mirada de soslayo y, reconociendo el falso pertrecho como el objetivo inútil que era, esbozó una amarga sonrisa.

—Vigílalo —ordenó Arack a Raag—, debe estar alejado de los otros hasta que salgan a la arena.

El ogro asintió y guió a Caramon, maniatado, en pos de los pasillos donde los contendientes aguardaban su turno para entrar en liza. Kiiri y Pheragas estudiaron al hombretón al verlo aparecer. La nereida torció el labio y se volvió desdeñosa, pero la reacción del esclavo negro fue distinta. Tras enfrentarse a la postura digna del que fuera su compañero, a aquellos ojos en los que no se adivinaba una súplica, una invencible perplejidad se adueñó de él. Un consejo susurrado de la mujer lo obligó a desviar el rostro como ella hiciera, si bien el solitario guerrero advirtió que se encogía de hombros y balanceaba la cabeza inseguro, confundido.

Los repentinos clamores del público incitaron a Caramon a centrar su atención en las gradas. Era casi mediodía, y los Juegos debían iniciarse puntualmente a esta hora. El sol brillaba en el cielo y la muchedumbre, que después de varias noches de vigilia había podido conciliar el sueño aquel amanecer, exhibía un humor espléndido frente a una jornada lúdica que prometía ser emocionante. En primer lugar presenciarían unas luchas intrascendentes, destinadas a avivar su ansia de sangre, pero era el combate definitivo el que todos aguardaban excitados, la lid donde se designaría al campeón del año. De su desenlace dependía qué esclavo obtendría su libertad o, en el caso del Minotauro Rojo, si podría retirarse con riquezas suficientes para llevar una holgada existencia.